martes, marzo 06, 2007

A veces

A veces me pregunto en qué momento cedemos: a nuestros miedos, a nuestros gustos, a nuestras ilusiones, a nuestros ideales, a nuestras ideas, a nuestras costumbres. Y me preguntó también ante qué situaciones, ante qué clase de personalidades, ante qué momentos de nuestra vida es que nos vemos más propensos a dejar de ser, a dejar de querer, a dejar de temer, a dejar de soñar.

A veces uno desea profundamente llorar, gritar, maldecir, gemir. Y entonces le acompaña a uno el dolor, que se resiste a morir, que parece un parásito que vive a costa nuestra, un simple recuerdo terrible. A veces semanas, a veces días, a veces meses. Y a veces se olvida. A veces.

Y a veces, sin que uno se de cuenta, el mismo suceso, tantas otras veces transcurrido en nuestra vida -quizás veinte o treinta veces-, el mismo, que tanto conocemos, que tanto odiamos, que tanto tememos, se presenta ante nuestros ojos, mas no como le conocímos, no como lo recordábamos. Esta vez se ha revestido de una nueva apariencia, que le vemos distinto. Y, al verlo más de cerca, nos damos cuenta que ya no es tan terrible, no solo en su apariencia, sino en su esencia. ¿Es que ya se ha acostumbrado el alma a su visión terrible? ¿acaso sus golpes ya no no arrancan gritos?

Y en una ocasión como esa, en que el dolor deja de ser dolor, en que la vida presenta un suceso tantas veces experimentado, muchas veces temido y odiado, ahora convertido en un mero suceso común, se pregunta uno: ¿qué fue lo que hizo que me dejara de doler este terrible dolor tantas veces experimentado, tantas veces verdugo de mi alegría? Y el dolor, que vino de la pérdida del amor, fue apagado por un viejo conocido: el amor. Un amor que esta vez llama a entregarse sin condición. Y que llama a entregarse porque esta vez, ser amado es lo de menos.