jueves, octubre 20, 2011

Si me alguien me preguntara sobre ti, ¿qué diría?

Si me alguien me preguntara sobre ti, ¿qué diría? ¿en qué palabras trataría de esparcir tu esencia?

Podría comenzar por recordarte aquel día de gélido otoño en que nos conocimos. Llevabas un suéter amarillo y unos pantalones morados ajustados, creo. Honestamente apenas lo recuerdo, porque aquel día, tu mirada, más que tus ojos, eclipsaban todo en ti, robaban el protagonismo todo para sí. Para mí apenas si existían tus labios, tu nariz, o tu frente. No puse demasiada atención a tu estatura o a tu complexión. Acaso lo único que parecía estar allí, adornando tu profunda mirada, eran tu cabellos castaños oscuros, casi en rizos, como ramas de olivo que los coroban, dominantes y vencedores sobre el resto de tu cuerpo, de ti. Acaso también te acompañaba esa sonrisa cínica, burlona, en un tono de a-que-no-vienes-a-mi.

Aquella noche sentí a través de ti profundo deseo, arrebato, emoción, voluntad, acaso erótica soberbia. Una fuerte emoción que parecía impulsarme a acercarme a ti. Ven a mí, querido mío, querido desconocido. Ven a mí, que te deseo con ardor, que despiertas en mí un hondo e inconsciente deseo, que incluso lo mejor de mí sale a tu encuentro, sin que yo misma me de cuenta o pueda conrolarlo. Soy otra a tu lado, frente a ti, aunque hace apenas unos minutos nuestras miradas se hallan cruzado por vez primera. Porque instintos míos que hasta entonces desconocía se despiertan ante tu presencia. Fascinación por tu ti, por tu sonrisa, por tu mirada, por la forma en la que te acercas a mí. Qué sé yo. Mirándote, mirándome en ti, me lleno de deseo, de erotismo, y me vuelvo seductora, me vuelvo mujer aún siendo niña; me convierto en un instante y por un instante en todo eso que deseo ser, pero de lo que no me atrevo, acaso porque lo ignoro yo misma en la vigilia de mi mente. Soy ante ti como debería ser, como realmente soy, detrás de este disfraz de niña detrás del que me escondo, en el que guardo mis verdaderos deseos; aquel lugar en el que me protejo de mis miedos, de mis inseguridades, de mis complejos y de mis traumas.

Aquella noche representaste mucho más de lo que nunca jamás resultaste ser para mí: tan lejana de tus dudas, de tu nerviosismo, y de tus prejuicios contra ti y contra los extranjeros. Fuiste una huracán, un mar desbordado. Fuiste la imagen y semejanza de una pecadora que me subyugaba con sus ojos. Para los otros, curiosamente, no eras más, según pude saberlo después, más que una niña frágil, delgada, y no muy atractiva: pero eso era porque ellos sólo veían tu exterior, pero además porque ellos no eran vistos como me veías tú, de esa forma, con ese deseo, con esas ansias de pecar.

Pero luego...

Luego te tornaste nerviosa, dubitativa. Miedosa, querida mía. Eras débil por dentro, finalmente, precisamente como una aniña. Esos diecinueve años que tienes resonaron en ti, atándote a esa realidad pintada por tí misma y por tus amiguitos, cuando todos jugaban a seguir siendo adolescentes, a no enfrentarse al mundo como adultos, espantados ante la responsabilidad. Te dejaste llevar por esos miedos adolescentes a no sentirte bella, a sentirte menos atractiva y opacada frente a tus atractivas amigas, o frente a tantas mujeres plásticas -y deliciosas- que pululuan en esta vieja ciudad. Y pensaste que serías para mí no más que el objeto de placer desechable a la mano, una aventura cuyo único precio es una ilusión hacia ti. Pensaste en mi patria, tratando de deducir que quizás había algo sórdido en mi pasado en ultramar. Te imagino viéndote al espejo, juzgándote, viéndote no como eres ni como te veía yo, sino como te ven los insensibles ojos de los demás: piel pálida apenas recubriendo tus huesos, los ojos pequeños como ojos de pescado, y los dientes minúsculos como los de una rata. Con tu pelo enmarañado y descuidado, sin arreglar. Te imagino observándote dolorosamente el pecho, notando que no tienes dos pasas por tetas, y que por nalgas tienes un par de rebanadas de jamón. Y los hombros menduos, y las caderas inexistentes. La nariz prominente, que trata de robar protagonismo junto con tu amplia frente. Los labios discretos, los pómulos faltos de gracia. Piensas que si alguien te viera sin fijarse en la cabeza y en los pies, no podría saber si te ve por detrás o por delante. Finalmente te atacas al observar tus espinillas en la frente, y las que habían dejado su rastro en aquella tan próxima adolescencia. Luego, querida mía, supongo que habrás dibujado o creado otros prejuicios más en tu contra, algunos que no alcanzo a imaginar siquiera.

Fuiste tú tu misma antítesis. Crescendo y estruendo. Mujer, y niña. Sueño y pesadilla. Sensibilidad y prejuicio. Promesa y decepción.

domingo, julio 17, 2011

Cuando José Manuel vino de Madrid

Ella lloró al despertar, en medio de la noche, y darse cuenta de que José Miguel no estaba con ella. Y no era su ausencia, precisamente, lo que la lastimaba. No. Lloró en silencio, largo y tendido, cuando él debía estar con ella, esta noche, haciendo el amor, y en su lugar, más que una simple ausencia, más que pena por ese hombre que no estaba, había un sueño roto, resquebrajado.

Porque él era el hombre de su vida -¿no lo era, en verdad, con ese cabello negro color noche, con esa mandíbula cuadrada, varonil, y esos ojos profundos, que parecían leer en lo hondo de su alma?-. Porque había, sin darse cuenta, sin querer, tejido en su mente una perfecta ilusión, un ideal. Expectativas del hombre de su vida, de una vida nueva, sin dolores, llena de amor, de noches llenas de besos y de desnudez del alma y del cuerpo, llena de él.

Y ahora solamente su ausencia, que era como una burla, como una burla de la vida, cuando la puesta en escena se vino abajo; como si de pronto se hubiera ella dado cuenta de que era una comedia, una tragicomedia, una burla, con los escenarios grotescos y falsos, y los diálogos llenos de lugares comunes: te amo, eres la mujer de mi vida, somo el uno para el otro, eres lo mejor que me ha pasado, nadie me lo hizo como tú -sic-. Y ellos eran los actores, con un maquillaje que ahora, cuando se veían el uno al otro con mayor claridad, les hacía recordar a un payaso. Y una actuación tan absurda, tan fingida, tan falsa.

Porque se conocieron cuando ella fue a Madrid por el trabajo, y quedó prendada de él, de lo que él proyectó en aquel instante. Porque pasaron días juntos en aquella ciudad, que para ella representaba la ciudad más bella de España, entre copas y cenas y besos y nuevas desnudeces. Todo el tiempo dedicado el uno al otro en un fin de semana extendido, en un sueño, una burbuja, una dimensión alternativa a la realidad, perfecta.

Pero cuando él vino a su pequeño pueblo, la simplicidad y lo cotidiano parecieron desgarrar esa farsa que ambos habían levantado. Primero fueron los simples detalles, y el jabón y la ducha, y los ronquidos y el desayuno mal preparado. Luego fue encontrarse cara a cara, en esa simplicidad absoluta de esa pequeña ciudad, con los rincones ya conocidos, con la realidad y sus problemas y sus complicaciones diarias.

La simple simplicidad de lo cotidiano. Así, simple. Qué prosaico se escuchaba. Qué frágil la puesta en escena. Qué grotescos sus creadores. Ni los besos, ni los lamidos, ni los orgasmos eran lo mismo. Ni las cenas, ni las pláticas, ni los cumplidos. Ahora sólo había, de pronto, no sorpresivamente, puntos de vista distintos, silencios interminables, disgustos, y falta de comunicación. Era como si, de alguna manera, él, al llegar a esa ciudad, hubiera dejado de ser un ser divino, renunciando a ese privilegio al estar con ella, al poner su pie en la estación de trenes.

Y el pasado que nunca dejó de irse estaba ahora allí, con ella, en ese silencio del alma y de la noche. Porque hubo en su momento un José María, que tocaba tan majestuosamente la guitarra, que la conquistó cuando ella estuvo en Valencia una semana, quien dejó de ser divino, también, al venir a su pequeña ciudad. Y porque hubo un José Alfredo, pintor fuera de serie, al que conoció en Barcelona, y el que, no sorpresivamente, también perdió ese aire majestuoso al poner en pie en la estación de autobuses.

Y ella estaba furiosa, sí, Enojada, frustrada, llena de odio. Pero no contra sí misma, ni contra la vida, ni contra el destino, ni contra los astros. Estaba llena de ira contra la simple cotidianeidad y la simplicidad que exhala un día común y corriente. Porque eso era lo que, realmente, había acabado con sus romances nacidos de bellas e inmaculadas vacaciones.

jueves, mayo 26, 2011

A veces el pasado nos alcanza

A veces el pasado nos alcanza, y llega como un fantasma que no puede descansar en paz, al que no se olvida, que erra dolorosamente en pos de su víctima. Llega quizás no de manera inesperada, pero sí de manera poco oportuna, para arrasar lo que nunca pudo ser. Llega, cansado y sin ganas, obligado a destrozar lo que no debería ser destrozado, porque, simplemente, alguien olvidó acabar de enterrarle en las profundidades del olvido.

Y entonces no valen intenciones, ni deseos, ni esfuerzos. No vale cariño fraterno o romántico, ni valen horas de paciencia y de compañía. No valen corazones cambiados ni esperanzas nuevas, ni valen honestidades desenmascaradas ni egoísmos apagados. No valen el más pequeño céntimo los nuevos días, las nuevas semanas, ni los nuevos meses.

No hay, entonces, un futuro, cuando nos dejamos alcanzar por un pasado que nunca se fue, que siempre estuvo sentado, cual fantasma, al borde de nuestra cama, esperando siempre, con paciencia, con una lista de pecados no perdonados. Y entonces vienen los gritos, y los reclamos, y las memorias de esperanzas rotas, y de corazones desquebrajados, y de lágrimas extinguidas, y de millones de maldiciones lanzadas al aire.

Nada hay en esta vida que valga cuando el pasado nunca fue enterrado en el pasado, cuando el olvido nunca fue olvido, cuando el perdón jamás llegó a ser perdón.

miércoles, abril 06, 2011

Alguien sigue mis casos cuando salgo por café (IV)

Milagro de los milagros verte salir de pronto, riendo, de un pasillo del lado izquierdo de la calle, al caminar por Vodickova de noche. Milagro de los milagros que en mi camino hacia la estación de metro de Mustek, tras haber tomado un par de copas con una amiga, haya pasado por enfrente del bar que ahora reconozco como “Azúcar”, precisamente en el instante en el que vas saliendo tú. Milagro de los milagros el poder seguir tu estela, tras haber seguido tan sólo tu ausencia en Palladium en estas dos semanas pasadas, querido mío.

Llevas las manos en los bolsillos de tu pantalón negro, con paso ligeramente apresurado. Te sigo, perdida entre la noche y la gente y las tiendas, sin demasiado disimulo. Aquí nadie nos pondrá atención. Veo que no llevas esta vez libro alguno entre tus manos. Echas una mirada a tu reloj un par de veces. ¿Estás preocupado, Roberto, amor mío, por llegar tarde a alguna parte? ¿Una cita, quizás? ¿Y con quién? ¿Con una mujer? ¿Con una mujer atractiva? ¿Con una mujer atractiva e inteligente, quizás?

No dejo de preguntarme tu destino esta noche, con esa playera polo gris que llevas puesta en este verano praguense, a las nueve de la noche menos tres minutos. Si te conozco bien, estarás pensando que es demasiado temprano para irte a casa, aunque sea apenas un martes. Y creo que sí: veo que pasas por enfrente de la estación de metro de Mustek, sin entrar en ella, mientras te volteas distraídamente a verle las piernas a un par de chicas muy jóvenes y rubias que llevan faldas muy, muy cortas. ¿Qué se supone que debería sentir al verte hacer esto? ¿Celos? ¿Enojo? ¿Molestia? ¿Decir que eres, al fin y al cabo, no sólo hombre, sino hombre latino?

En la esquina te me pierdes, al doblar hacia la izquierda en la avenida de San Wenceslao, en dirección a la plaza vieja. Apresuro mi paso, abriéndome paso entre la distraída concurrencia, con una pequeña ansia, como un suave hormigueo, porque entre tanta gente en esa avenida te me puedes perder. Y no quiero perderte: ni aquí, siguiéndote los pasos, ni nunca. Nunca más, nunca jamás.

En la esquina me da un vuelco el corazón al verte a apenas a unos pasos, detenido, hablando con dos tipos que son claramente latinos: reconozco en su español un acento que no es mexicano. Los veo apenas, mientras cruzo la calle, hacia el otro lado, para poder esperar desde allí a que sigas tu camino. Y volteo cada tres pasos, para ver si sigues allí, porque, querido, ya te lo he dicho: no quiero perderte nunca más.

Y desde la otra acera te observo, simulando hacer una llamada. Siempre llamando a todos y a nadie. Y trato de distinguir a esos dos tipos: uno de ellos es más bien rollizo, con una barba de candado y casi sin cabello, que manotea agitadamente, riendo, carcajeando, de lo que él mismo se escucha decir. El otro está completamente a rape, de piel muy morena, sonriendo amigablemente, silencioso. Ambos deben tener alrededor de cuarenta años. No los reconozco, por mucho que lo intente. Y tú pareces escuchar lo que dice el tipo gordo, pero noto en tu expresión -aunque esté del otro lado de la acera, Roberto mío-, que te desagrada, aunque le sonrías con amabilidad. ¿Es que quizás habla demasiado, o lo que dice te parece una sarta de estupideces, querido? ¿Y porque no encaminas tus pasos ya, si es que, como me imagino, te los encontraste por desafortunada casualidad?

Pareces escucharme. Le echas una mirada al reloj, les dices algo -supongo que explicas que tienes que irte-, y te despides de ambos. Ja. Apenas has avanzado un par de pasos, cuando me parece reconocer esa mueca de alivio: sonrisa de lado, los ojos abriéndose en estupefacción. Sí, estoy segura: estás contento de dejar de escuchar a aquel hombre con barba. Y entonces llegas a la calle de Narodni, y das vuelta a la izquierda. Me apresuro, o te pierdo. No te perderé.

Te sigo en esta calle, que está algo menos llena de gente, y más llena de oscuridad. Apresuras el paso, mas luego te relajas. Y nuevamente aceleras el paso. Y nuevamente te relajas. No quieres llegar tarde, pero luego te dices que no tiene importancia llegar con leve retraso. Y dudas. Y vuelves a dudar. Sin dejar de caminar, sacas de pronto tu teléfono, que parece brillar: un mensaje de texto. Sin dejar de caminar lo lees. Apresuras el paso, al cabo, porque, supongo, se han quejado de tu tardanza.

Tengo que casi-correr para no perderte, cuando das la vuelta a la derecha en Na Perstyne. Se me acelera el pulso al darme cuenta de que esa calle va a estar bastante, bastante menos llena de gente, y sobre todo, más oscura. En la oscuridad, en ese silencio, escuchando pasos detrás de ti, podrías voltear en algún momento. ¿Y si te das cuenta, de pronto, que te sigo? ¿Podría yo ocultar que mis pasos iban tras los tuyos, y caminar, indiferente, por delante tuyo, como si no te hubiera visto, con mirada altiva, distraída? ¿O quizás podría detenerme en algún bar en el que pase por enfrente en ese instante, reuniéndome con una amiga que claramente no estará allí? Y no sé porqué, pero ese miedo se entremezcla en mí con profundos e irracionales deseos de que eso suceda. Sí, de que suceda. Como si esa pequeña tragedia me fuera, de alguna manera, placentera. Dulce tragedia.

A mitad de la calle das la vuelta hacia la derecha. Dios, Roberto, ¿te vas a meter en esa pequeña, oscurísima calle-callejón? ¿Es que es irremediable que te des cuenta de que voy detrás tuyo? Mas no tengo tiempo de pensar, porque mientras dudo, mis pies, azuzados por mis ansias, apresuran su velocidad, arrastrándome hacia ti. Ya no puedo pensar bien: que lo inevitable pase, y si nos encontramos, que pase lo que tenga que pasar.

Y das vuelta a la derecha, en esa pequeña calle, como si trataras de salir de un laberinto. Nadie más que nosotros dos estará allí. ¿Y sí me esperas en la oscuridad, acechando, para ver mi rostro, y conocer a quien no deja de seguir tu rastro? Pero no: en realidad, Roberto, si no me equivoco, creo que sé a dónde vas: hacia aquel restaurante que está pintado de amarillo, en una esquina, subterráneo, junto a esa pequeña iglesia, al que solías venir a cenar con Óscar -¿en qué parte de Europa, o del mundo estás ahora mismo, querido Óscar?-. Sí, allí irás.

Sí, no me equivocaba. Sigues caminando en línea recta. Abandonados a este silencio y a esta oscuridad, sólo tú y yo. Pareces voltear involuntariamente, mirando sobre tu hombro, con precaución. Miedo de los miedos, ansia de las ansias verme expuesta a ti. Te detienes, y sacas tu teléfono, mientras fijas tu mirada hacia mi figura, aunque no puedes reconocer mi rostro aún, a esta distancia, vestida de oscuridad. ¿Debería seguir mi camino, como si nada, como si no te viera, indiferente, o debería, porque sí, por cualquier cosa, volver sobre mis pasos, lenta o rápidamente, con el riesgo de que te des cuenta de que, en efecto, alguien te persigue en esta ciudad?

Mis pies se mueven, se mueven, se mueven. Debo estar pálida, ¿no, Roberto, amor? Pero, a pesar de todo, me preparo, o eso intento, porque yo ya no soy yo: mis emociones fuera de control me han convertido en otra persona. No quería que me vieras, no así, no de esta forma. Y si me reconoces, por ventura, si llegas a extender tu mano para obstruirme el paso, o porque me haces una pregunta absurda cualquiera, fingiré que no sé de qué hablas, de que yo no te seguía, de que simplemente iba al bar de al lado, casualidad de las casualidades.

Milagro de los milagros al ver que en la esquina sale alguien de pronto -una mujer-, y te toma del brazo, precisamente a unos metros de aquel restaurante amarillo al que venías a cenar con Óscar siempre que le rompía el corazón alguna checa o eslovaca-¿En dónde estarás ahora, querido Óscar?-. Volteas hacia ella, la saludas de beso en la mejilla, mientras parece decir algo, disculparse quizás. En español. Y te dice que aunque había llegado ya hace quince minutos, salió a comprar cigarros. En español. Y con su voz femeninamente grave te dice, burlándose amigablemente, riendo, que eres igual que todos los mexicanos, impuntuales hasta el cansancio. En español.

En ese instante, mientras escucho su conversación, mientras reconozco sus palabras, me doy cuenta de que intentas poner tu mirada en mi, escudriñándome, reconociéndome, preguntándome con tus ojos quién soy. Pero yo me volteo hacia el otro lado, discretamente, en donde la oscuridad cubre mi rostro, escondiéndolo. Y aquella mujer -que habla en español- te dice que pasen al interior del lugar, que quiere pedir algo para cenar. Me sigues mirando cuando ya me separan varias pisadas de ti. Lo puedo sentir: me ves la espalda. ¿Me reconociste acaso, querido?

Pero al llegar a la esquina y doblar a la derecha, acelero el paso, con profundos deseos de huir, en caso de que decidas dejar a tu compañera de cena, y vengas tras mis pasos. Camino con torpeza, perdida levemente en este revoltijo de calles, huyendo de ti, de la posibilidad de que seas ahora tú el que me siga, de calle en calle, buscando saber no solamente quién soy, sino qué hago, o qué pretendo. Y mientras huyo, no puedo dejar de preguntarme también quién era ella, con esa frágil pero bella figura, con ese cabello castaño oscuro, que le caía en los hombros en leves rizos, y con tez blanca, ojos café oscuros, europea, con una mirada que, por supuesto, denota inteligencia. No puedo dejar de preguntarme quién era ella -que habla español-. Y sigo huyendo, perdida, sin saber a dónde voy, pero no puedo dejar de consumirme ligeramente en ansiedad.

Esto tiene que ser una broma, ¿no?

jueves, marzo 31, 2011

Alguien sigue mis casos cuando salgo por café (III)

Siete de la noche menos veinte minutos. Hora de pedir la cuenta, o llegaré tarde. Cierro mi copia de “El libro de los amores ridículos”, de Kundera, ligeramente a regañadientes, cuando me hallaba en pleno flow. Levanto la vista hacia las concurrencia que desfila enfrente mío, en el primer piso de Palladium. Pongo atención, sobre todo, naturalmente, en las checas o eslovacas o rusas que pasan ataviadas para seducir, con ropa oscura y brillante, zapatillas enormes, kilos de maquillaje en las cejas y mejillas y labios, pero sobre todo, con esa divertida actitud de adórame-mucho.

A las siete empieza mi clase de salsa. Hola Lenka, hola Marketa -a quien saludo siempre, aunque los nunca de los nunca responda mi saludo, con ese rostro suyo, de soberbia belleza, y tan vacío en simpatía cuando sus ojos se posan en mí-. Y luego escuchar al profesor de salsa hablar entre checo e inglés, con acento latino, mientras explica los pasos que no estoy seguro de acabar de aprender jamás, pero que alegremente vengo a practicar todos los sábados, para alejarme de mi suave rutina, y sobre todo, para esperar que un simple día, mi hada madrina rubia se digne hablar conmigo, o al menos, obsequiarme una sonrisa forzada. Y para invitar a salir a tomar un café o cerveza o copa a mi dulce, siempre alegre, impersonal Lenka.

Bebo de golpe lo que quedaba de café en mi taza, listo. Me viene de pronto a la mente Guillermo y la conversación que tuve con él en la tarde, en la que me instaba de manera profunda a dejar Praga. “De verdad, Roberto, Praga es bellísima, pero no te viene bien, no va contigo”. Lo conozco bien, y sé que estaba más nervioso que de costumbre, como si estuviera más bien preocupado. Pero, ¿preocupado de qué, a decir verdad?

Guillermo siempre ha estado al pendiente de mí, sobre todo todo a partir de mi llegada al hospital, debido al incidente relacionado a mi cansancio crónico, y la posterior recomendación del médico, de tomarme un año sabático forzado. En todo momento dispuesto, no ha puesto reparos a mi tiempo de descanso, incluso si eso significara que él tuviera que contratar a alguien para reemplazarme en mis responsabilidades en el negocio que pusimos en nuestra amada Barcelona. Fue él quien llamó a casa de mis padres en Puebla, y quien gestionó todo lo necesario con el médico, con el seguro, y en el negocio. Así, con este hermano, más que amigo, al que me une una amistad ya añeja desde que estábamos en México, he tenido una conversación cotidiana, en la que me ha sugerido, como de costumbre, ir a otra parte de Europa a pasar los meses restantes de mi año sabático, porque, según él, Praga me puede venir mal. Las razones sobran, sin contar con que cada vez que hablamos tiene una más.

Praga, lugar en donde estudié mi master en negocios hace ya casi cinco años. Praga, de donde partí hace tres años a Barcelona, en pos de poner una pequeña compañía de importaciones mexicanas: “María Bonita”. Guillermo tuvo la idea un simple día, cuando ya llevaba dos años viviendo en la región de Cataluña. Praga, que siempre me pareció tan enigmática, entre los relatos y las vidas de Milan Kundera, de Franz Kafka, de Ivan Klima, y de su conocidísima Primavera. Praga, que en su momento representó para mí, en mi temprana juventud, la novedad europea, el placer, el hedonismo, la vida descarriada, la promiscuidad, y la fiesta como forma de vida.

La vida repartida entre tertulias intelectuales en algún piso cerca del río Vltava, con vino tinto o blanco, o quizás con Slivovice -la bebída típica de República Checa-, o en bares subterráneos, con bellezas eslavas rubias y morenas para todos los gustos, con los clientes todos ahogándose en cerveza traída la ciudad de Plzen. Vida de madrugada, en clubs after party en donde no hay una sola persona sobria, con cerveza barata y música de los años noventa, en la que todos cantamos y bailamos y nos abrazamos. Vida en bares céntricos, más bien turísticos, en donde no podían faltar los dealers africanos de mariguana, o en los lugares más posh, con algunos rusos ridículamente pálidos vendiendo cocaína, crack o heroína. Y en la madruga las calles llenas de checos y extranjeros borrachos, que parecen vagabundos desperdigados, sin rumbo, ruidosos y locos, en busca de más fiesta, en busca de más placer. Siempre el placer, de lunes a domingo.

Esa forma de vida me arrebató por completo, como una vorágine de placer al que no me podía negar. ¿Acaso puede hacerlo alguien?. Una forma de vida que, sin embargo, al cabo de año y medio comenzó a fastidiarme, a hartarme, cuando comencé a sentir un vacío, entre esa terrible impersonalidad con esos amigos que no eran mis amigos, sino meros compañeros de fiesta, de cacería. Impersonalidad entre borrachos que platican de cualquier cosa y de nada, entre chicas a las que se besa y se acaricia y se seduce para olvidar incluso su nombre la semana entrante. Impersonalidad que me asfixiaba lentamente, sin darme cuenta, hasta que sentí un día que comenzaba a convertirme en una caricatura de mí mismo, pensando de mañana en la noche y al comer en la fiesta, y en la resaca también en la próxima borrachera. Soledad en los clubes y bares, como - estoy seguro- muchos se sienten aún -quizás sin darse cuenta-. Soledad que lentamente destruye por dentro, soledad que mata lentamente, sin que uno se de cuenta. Soledad cuando se ha fallado en construir amistades verdaderas, demasiado preocupados en el placer del día siguiente. Y pensar, caray, que hay personas que han vivido de esa forma por años y años...

Pero, a pesar de todo, me sentía con muchas ganas de volver un día, de visita, un mes, o dos. Porque la ciudad, pese el constante miedo de los checos a los extranjeros -más que llevarlo en la sangre, lo llevan en su pasado y en sus antepasados-, y pese a esta forma de vida tan vacua que acecha, Praga me hacía un llamado. Quizás nostalgia, simple melancolía por aquellos años. Recuerdos perdidos, que esperaban que viniera a recogerlos algún día. Lejanas vivencias, con los pocos verdaderos amigos que hice en su momento -que, dicho sea de paso, han emigrado en su totalidad de esta nueva ciudad del pecado-.

Quizás por eso Guillermo estaba en contra de que yo viniera. Incluso cuando mencioné que vendría apenas una semana, me dijo que no le parecía buena idea en lo absoluto. “Ya conoces Praga, Roberto. Deberías ir a alguna ciudad que no conozcas en Polonia, o en Hungría, o qué se yo. Pero Praga, mala idea”. Y cuando supo, mientras estaba yo en Cracovia, que me disponía a pasar unos meses aquí, entró en una inexplicable y absurda alarma, enumerando todas las razones por las cuáles no debería venir. Malos recuerdos, malas experiencias, mujeres peligrosas, una vida nocturna desenfrenada que podría fastidiar mi recuperación. Demasiadas tentaciones en una sola ciudad. ¿Para qué volver al lugar de un pasado sinuoso?

Pero cuando le dije que era inevitable mi visita a esta terriblemente hermosa ciudad, me dijo que visitaría, porque nunca había venido a Praga, y sobre todo porque quería asegurarse de mi buen estado de ánimo. Precisamente vino conmigo a Palladium a comer un par de aquellos días. “Deberías llevarme a algún restaurante checo auténtico”, dijo, quejándose amigablemente. En una ocasión, mientras recordábamos de manera más bien burlona a algunos compañeros nuestros del colegio en Puebla, con imitaciones incluidas, se puso extraordinariamente nervioso, serio. Calló por algunos minutos, mientras yo trataba de preguntarle si había olvidado hacer algo en Barcelona. Nada, nada. Desafortunadamente, si era algo relacionado al negocio, no me lo diría, pensando que me podría preocupar demasiado y querer abandonar mi año sabático. Se intentó tranquilizar a sí mismo, y después cambió el rumbo de la conversación con una lluvia de preguntas sobre la ciudad, sobre la fiesta, y sobre las personas que había conocido en este viaje. "Caray, Roberto, es que de verdad, Praga tiene demasiadas tentaciones. Me resulta peligrosa para tu salud".

Qué curioso: eso me hace recordar que el día en que tomé mi vuelo a México, para iniciar mi año de descanso, se puso igual de raro, hace ya casi un año, en otoño. Sara, su esposa, había ido a visitar a sus padres a Sevilla, así que Guillermo y yo fuimos por unas tapas de jamón serrano al mediodía a mi lugar favorito de toda la ciudad. Hacía un tiempo maravilloso, con una brisa suave y tibia, con la luz del sol a medio tono, calentando lo justo: no más, no menos. Él pasó por mí a mi piso, cerca del barrio de Saints, y nos dirigimos en metro hacia ese restaurante de carácter claramente catalán, en esa deliciosa tranquilidad de un sábado a mediodía.

Tomamos una mesa al aire libre, y pedimos dos claras -cerveza con jugo de limón- para esperar tranquilamente por nuestras tapas y por el calamar que pidió Guillermo. Platicábamos de cosas ligeras, dejando de lado todas las preocupaciones de las semanas pasadas: él enumerando todo lo que yo comería y bebería en México, y yo mencionando lo bien que él se la debería pasar con la familia sevillana de Sara en navidad.

Tan alegres en esa deliciosa tranquilidad, Guillermo me preguntó cuáles eran mis planes en este año. ¿Quedarme en Puebla durante todo el año, a cultivar las viejas amistades? ¿Quizás hacer algún pequeño viaje por algún país de América Latina? ¿Quizás, porqué no, a Estados Unidos o Canadá? ¿Aprender algo interesante en México? Guardé silencio, viendo hacia la calle, y sonriendo, le dije que lo ignoraba, pero que me gustaría salir de viaje en verano. Quizás algunos meses rodar por Europa Central y del Éste. Él frunció el ceño, un poco sorprendido. Calló por unos instantes, echándose hacia atrás en su silla. “No me mal interpretes Roberto, pero creo que has vivido demasiado aquí. Y en este año, deberías viajar por otros lugares”. Sonreí, y repliqué que lo haría, que viajaría a alguna parte de América Latina en primavera, pero que volvería a darme una vuelta por Europa en mis últimos meses de descanso, cuando ya estuviera mejor. “No sé, me parece mala idea” dijo pensativo.

“Creo que pasaré por Praga, si es que llego a hacer este viaje”. Y Guillermo, lo recuerdo muy bien, se puso completamente serio, con los ojos abiertos, observándome, callado. Me dijo que honestamente le parecía una estupidez. “Perdona, pero no le veo el menor de los casos. Todo lo contrario: creo que te vendría bastante mal. Quizás ahora mismo no lo recuerdes, y en tu memoria sólo estén los recuerdos de los días felices y de fiesta allá. Pero se te olvidan muchas noches de soledad inconsciente que tuviste, y te olvidas de las muy malas vivencias que tuviste, sin mencionar que, perdona que te lo diga de nuevo, siempre te quejabas de la sociedad checa. No, no, Roberto, simplemente no puedes ir. No debes ir”.

Comencé a reír, mencionando que sólo sería de paso, unos días. Roberto me dijo que no habláramos más al respecto, y que no debíamos anticiparnos tanto. Que lo más importante ahora mismo era mi descanso, el alejarme del estrés. Luego trató de alegrarse un poco, y continuamos hablando de muchas cosas sencillas pero divertidas. Porque la vida hay que disfrutarlas a través de las pequeños detalles.

Al salir de aquel lugar pasamos por enfrente de un café que estaba prácticamente al lado. Y, cómo olvidarlo: una de las mujeres más atractivas que he visto en mi vida. Cuando mi mirada se topó con su figura, en ese preciso instante, ella se quitó las gafas de sol. Unos ojos grandes, expresivos y oscuros me asaltaron por completo. Y sus labios, sus mejillas, su cabello. Más que eso, su actitud me atraía, de manera inconsciente, según puedo entenderlo ahora. Esa postura de saberse atractiva, deseada, sin caer en esas actitudes altaneras y prosaicas de muchas mujeres. Y no sé, no podría decirlo, con apenas unos segundos en los que pude verla. Fue cuando entendí que algunas mujeres tienen algo más, ese no-sé-qué. Y me dije que la próxima vez que encontrara una así, como ella, no la dejaría ir, y la haría mía, sólo mía.

Hablando de mujeres que tienen ese encanto personal que no puede ser fácilmente explicado con palabras, es hora de que me vaya a las clases de salsa. Quizás hoy sea mi dia de suerte, y Marketa me devuelva una sonrisa, y Lenka me acepte de nuevo una invitación a tomar algo fuera de la clase.

Soy un mal bailarín, pero siempre puedo jactarme de ser latino, ¿correcto?

lunes, marzo 28, 2011

Alguien sigue mis casos cuando salgo por café (II)

Te sorprenderías mucho si supieras que día a día salgo disparada de mi oficina en Chodov, para tomar el metro en la línea roja hasta Florenc -once minutos-, y después un tram de allí a la plaza de Namesti Republiky -cuatro minutos más-, sólo para poder verte la espalda unos minutos cuando sales a comer en algún restaurante medianamente posh, en el tercer piso de Palladium. Me habrías dicho que “qué cosa más absurda”, y que si me gustas tanto, debería plantarte la cara y mirándote a los ojos sin titubear, con tono burlón, decirte “Quiero estar contigo hoy, y mañana, y pasado”.

Hoy, como otros tantos días -tres ocasiones durante la semana laborable, por lo general-, me quedo a las afueras de la entrada de Palladium por la que sueles llegar a comer a las dos de la tarde, ligeramente fuera del tiempo típico de la comida de la gente checa. Esta vez me siento en una banca que está un poco lejos, para que no me veas, nerviosa. Simulo leer alguna revista, o reviso mis mensajes en el celular, o me busco un cigarro, impaciente siempre, esperando a un novio o una amiga que no acaban de llegar. Llevo esperando, ¿cuánto tiempo, querido? ¿Diez minutos, quince minutos? No: media hora y ocho minutos, en realidad. Y no llegas, no llegas, no llegas. Ansiedad, no me lastimes más. Y simplemente no llegas. Como ayer. Como ante pasado. Como toda la semana pasada. Has cambiado de lugar de comida, ¿no es así, amor mío? Suspiro, sin ti.

Con pesadumbre, me levanto, doy un par de vueltas, haciendo tiempo, esperanzada en verte llegar al cabo, pero nada, nada, y no llegas, no llegas. Hora de volver a Chodov. Esta vez me iré en taxi, que mi ánimo no anda muy bien, porque, querido mío, no te he visto en toda la semana. ¿Tendré acaso que buscarte en alguna tertulia intelectual en algún piso cerca de la plaza de Palackeho Namesti, en algún café cerca de la avenida de San Wenceslao, o en algún restaurante mexicano? ¿Tendré, por ventura, que ir a tomar un mojito a “Las Adelitas”, una cuba libre a “Fósil”, o una margarita a “Azúcar”, en pos de tus pasos, Roberto, amor mío?

Era siempre un placer seguirte, y notar que sigues caminando igual, levemente apresurado, con los pies tan juntos, la espalda siempre erecta, con tu mirada en todas partes y en ninguna parte. Verte a lo lejos llegar era mi mayor placer del día: siempre con un libro en la mano, vestido casual pero elegante, tan sensual en esa seriedad que me mata, con la que me derretiste al conocernos, con la que nunca he dejado de soñarte.

Solía esperar unos segundos después de que hubieras entrado, y me echaba a andar en tu dirección, dentro de Palladium, sabiendo que tu destino era siempre alguno de los restaurantes del último piso. Entraba, aparentemente distraída, viendo algún escaparate, o preguntando por cualquier tontería en una tienda escogida al azar. Vestida y arreglada de manera distinta cada vez, intentando que no se me reconociera como una asidua visitante, llegaba al tercer piso, echando un ojo en cada lugar. ¿Qué probarás hoy, Roberto, cariño? Si vas al restaurante de comida del mar, sé qué comerás salmón, y sé que si vas al restaurante tailandés, pedirás de manera bastante probable tallarines con verduras, sin carne; si vas al restaurante chino, sé que pedirás pollo en alguna presentación, con doble ración de arroz; y si vas al restaurante italiano, pedirás lasaña, harto de la pizza -ah, recuerdo cuando te empachaste y prometiste no volver a comer una pieza más-. Y nunca, jamás, irás a McDonalds, por supuesto. Siempre lo detestaste.

Paso usualmente por enfrente de tu mesa, y te veo de reojo, abstraído por completo en tu libro. Siempre con un libro. Voy más allá, simulo ver algo, comprar algo, y regreso, para verte una última vez por ese día, cuando quizás ya has recibido tu comida. Y aunque comas, yo te conozco bien, y sé que sigues leyendo, con una mano puesta en el tenedor, y otra en el libro. Adoro eso: que en todo momento, siempre, estés leyendo algo. Si hay algo que adoro en ti, incluso más que tu misteriosa seriedad, es tu inteligencia. Lo es todo para mí.

Una vez, recuerdo, me quedé a comer allí, contigo, en un restaurante de comida checa. Tú llegaste primero, escogiste una mesa del frente, y yo avancé más allá, casi al fondo, para poder verte desde atrás. Comías sin prisa, leyendo. Hubiera querido acercarme a ti, y preguntarte si podía compartir la mesa contigo, y que me sonrieras, y que me dijeras que por supuesto, y escuchar tu voz, y verme en tus ojos, y quizás tocarte las manos, suavemente, por accidente. Hubiera. Absorta te veía, placer de los placeres, comiendo distraído. Tú eras mi libro. Tú eres mi libro. Luego, al terminar, pediste la cuenta, pedí yo la mía, y salí al mismo tiempo que tú. De pronto, detuviste tus pasos por un segundo, volteándote. Me viste, por supuesto, pero como giré al mismo tiempo, no tuviste tiempo de verme bien. Miedo de que me pusieras atención, miedo de toparnos tan cerca.

Pero cuando realmente me llené de miedo fue cuando Guillermo vino de visita a Praga: fue un simple día, mientras te esperaba, y te vi llegar con él. Yo estaba demasiado cerca de la entrada de Palladium, y no pude evitar hallarme demasiado expuesta al verte llegar con él. Iban ambos distraídos, riendo, seguramente molestándose, o burlándose de algún tonto cualquiera. Les volví la espalda, caminando en dirección opuesta, casi huyendo, seguramente pálida, sin atreverme a seguirte como otras veces. Y Guillermo, ¡ah! Por un segundo, por un leve instante, me pareció que clavaba sus ojos en mí, quizás, quizás, reconociéndome, a pesar de todo.

¿Y si Guillermo me hubiera reconocido, qué te habría dicho, cariño mío? ¿Habría dicho algo? ¿Habría intentado alejarte de mí, en ese momento, bajo cualquier pretexto? ¿Te habría instado, por ventura mía, a irte de Praga, o a dejar de comer a diario en Palladium?

Sólo sé que la semana siguiente seguiste yendo a comer allí, como de costumbre, para mi tranquilidad, para mi placer. Porque no puedo dejar de verte, de seguirte, de saber que estás aquí, en Praga, y porque los destinos se unen de nuevo, porque la fatalidad, como la suerte, no dejan de seguirnos, de, caprichosamente, ponernos en el mismo lugar.

Quisiera no ser de esas personas

Quisiera no ser de esas personas que se obstinan en no sufrir ante el dolor del dolor, y que quisieran arrancarse a la fuerza las penas del pecho, y que desean en lo más profundo que un inexplicable olvido venga a ahogar sus dolorosos recuerdos, y que una alegría súbita e inesperada venida de ninguna parte les cure esa herida apenas abierta.

Quisiera no ser de esas personas que se obstinan en no sufrir ante el dolor del dolor, y que visten su rostro con una ridícula máscara de alegría en las duras horas, que tratan de engañarse a sí mismas al pretender que un ligero o profundo duelo no llena sus adentros, y que pretenden a través de un falso y efímero optimismo decirse que el dolor no fue hecho para ellos.

Quisiera no ser de esas personas que se obstinan en no sufrir ante el dolor del dolor, y que llenan sus copas de vino o de ron o de crack o de una pasión caida del cielo, y que piensan que pueden andar por la vida siempre, absolutamente siempre, inmersos en la felicidad, comprándola en alguna vinatería, con algún dealer, en algún prostíbulo, o en algún club lleno de personas de buen ver.

Quisiera no ser de esas personas que se obstinan en no sufrir el dolor del dolor, y que se mienten a sí mismas hasta que el efecto o la máscara o la mentira se desgarra con la realidad de la vida, cuando se ven desnudos ante sí mismos, como divertidos y horrorosos mártires de su propia tragicomedia, como supuestas víctimas, que inocentes ante la injusticia de la vida, callan en sus horas de soledad, enmudecidos por la vergüenza de su ingenuidad imperdonable, enmudecidos por la insoportable fatalidad de la vida.

Pero como soy de esas personas...

martes, marzo 15, 2011

Alguien sigue mis casos cuando salgo por café (I)

Siempre que paso caminando por enfrente de Flora me invade involuntariamente su imagen, no como la vi la primera vez que la vi, ni como la veo semana a semana, sino como la soñé la única vez que la soñé: precisamente alli, en un pasillo de Flora, en medio de la gris, tan simple concurrencia, perdida en sí misma y en sus pensamientos y en lo profundo de su soledad, caminando lentamente, y deteniéndose por leves instantes para mirar la ropa en los escaparates, llevando un abrigo de invierno,  oscuro, que la tapa casi por completo. No lleva maquillaje, y eso resalta tus ojeras, el cansancio en su rostro pálido. Le observo a media distancia, con su mirada perdiéndose entre los anuncios del cine, de la comida, en las personas: en la nada. Su pelo está atado en una cola de caballo, sin arreglar, y sus labios están secos, con una mueca de amargura y tristeza en ellos. Camina lentamente, y yo la observo, siempre quieto, siempre en mi lugar, hasta que ella llega a mí. Entonces levanta la vista, y de pronto, casi de la nada, su mirada se llena de fuego, de cólera, terriblemente abrasadora, y con tonos de ira, de odio, allá desde lo profundo de su alma, parece querer someterme, castigarme, hacerme arder. Su rostro se tiñe de reproche, de afrenta. Sus ojos se clavan en los míos, queriendo asesinarlos, pero ella permanece callada, sin moverse, en silencio.

Es peculiar. Muy peculiar. Porque la soñé la noche del día en el que la vi por primera vez, en pleno verano, en Praga. La vi mientras yo caminaba distraído -como siempre lo hago-, cuando conocía apenas a nadie en mi regreso a esta vieja ciudad. Iba vestida con un vestido blanco, ligeramente largo, con inmensa sensualidad en sus movimientos, llenos de gracia, segura de sí misma, carismática, alegre, seductora. Su cabello rubio era la corona a su belleza exquisita. Qué mujer. Me acerqué nerviosamente hacia ella, rebosante de curiosidad y de atracción, mientras veía que de la tienda más próxima salía un tipo enorme, casi de dos metros, serio, con grandes entradas, ya quedandose calvo, con ojos pequenos, una nariz prominente, y con una barba de tres días. Él, que vestido con unos jeans rotos y una playera roja ligeramente sucia, parecía al lado de ella, literalmente, “La bella y la bestia”. Ella parecía hecha de oro y plata y marfil, y él un hombre lleno de instintos, de fuerza, de rudeza. Y la vi voltearse, y me di cuenta de que era hermosísima, con una sonrisa de alegría burlona, con la felicidad iluminando sus facciones perfectas, sus ojos profundos. La perfección encarnada, la perfección hecha mujer.

Y la noche de ese día la soñé tan distinta. Recordarla como aparecía en mi sueño, era como ver al sol extinguido, vencido, cuando las llamas se han apagado por siempre y para siempre. ¿Era ella una proyección de algunos de mis recuerdos, de mis sueños, o ilusiones? Quizás. Porque yo viví aquí en Praga por dos años hace ya algún tiempo, cuando estudié un Master en negocios internacionales. Porque quizás aquí ya había visto antes a muchas rubias, o porque quizás me recordaba a alguna dama perdida en alguna obra de algún escritor checo. Porque quizás esa perfección encarnada era un arquetipo, un símbolo, algo que yo mismo no me puedo explicar.

Me olvido de ella al pensar en Lenka. Continúo caminando hacia la plaza de Jiriho z Podebrad, en donde me quedé de ver con ella. Domingo por la tarde de verano: uno de los pocos días en los que ella tiene algo de tiempo libre, además de las clases de salsa y bachata a las que vamos -qué ironía que como otros latinos que toman clases aqui en Europa, nunca haya bailado en México-. Me llamó al terminar la comida del encuentro familiar, después de que ha despedido a sus padres en la estación de trenes, que se regresan a Eslovaquia -ese país vecino, hermanos de los checos-. Su piso está cerca de aquí, y por eso aquí cerca nos encontraremos.

Es curioso: también soñé con Lenka la noche del día que la vi por primera vez. La soñé igualmente de manera distinta: en medio de un sol de verano, en la playa abierta, llevando el cabello corto, no largo como lo tiene realmente. Me besaba mientras estábamos ambos tirados en la arena, en traje de baño. Me veía con cara divertida, mientras me besaba a la fuerza una y otra vez, como si fuéramos niños, con sus brazos asfixiándome, alrededor del cuello. Y ella se reía, mucho, en exceso, feliz, plena. Aquel día la vi por primera vez, por la mañana, mientras yo me detunía a tomar un café en un bistro cerca del Instituto Cervantes, a una calle de la famosa plaza de Karlovo Namesti -café capuccino con mal sabor, y una dona de chocolate aún peor-. Sentado hojeando “Las travesuras de la niña mala” de Vargas Llosa la vi pasar, hablando por teléfono nerviosamente. Yo no entendía una sola palabra de lo que decía, pero era claro que estaba preocupada. En un instante se detuvo, dubitativa, y entró, con su delgada figura, elegante, llena de porte, con unas gafas clavadas en el cabello castaño oscuro, con leves risos. Y si he de ser franco, diré que no pude quitar mis ojos de ella. No sabía porqué. Sí, era atractiva, muy atractiva -más atractiva que bella, debo decir-, pero no era eso lo que me llamaba la atención de ella. Era un no-sé-qué. Pero ella no me vio, siempre ocupada en su teléfono. Se sentó en alguna mesa lejana, mandando algún mensaje. Pidió un café o un te, y pude observar que llevaba “El libro negro”, de Orhan Pamuk. La observé disimuladamente los quince minutos que estuvo allí, lleno de curiosidad, hasta que ella recibió una llamada, pagó la cuenta de manera apresurada y salió de allí, sin verme, sin mirarme en absoluto.

Llego a la parada del tram número 11, consultando la hora en mi reloj. Las cuatro más quince minutos. Yo vengo tarde, pero te conozco y sé que vienes aún más tarde, Lenka. Me siento en una banca, con un libro en la mano izquierda. Apenas lo he hojeado, cuando siento su mano en mi hombro. Me volteo, y me encuentro con su sonrisa enorme, burlona, cínica. Los leves rizos de su cabello castaño caen en su rostro, que ha sido suavemente tostado por el sol de alguna playa a la que no me ha invitado. Viene, como siempre anda vestida, de manera casual pero elegante, con una blusa azul marino, sin mangas, con sus inseparables gafas negras en la mano. Me estampa dos besos fuertes en la mejilla – mi querida Lenka, son demasiado fuertes para ser un mero saludo. Y me abraza con sus delicados brazos, pegándome su frágil figura: y siento su abdomen, sus piernas, sus pequeñas tetas, casi inexistentes.

Me siento como un niño tonto delante de ella, impresionado por su presencia. Porque ella tiene un no-sé-qué. Hoy la siento distinta. Siempre es demasiado burlona, demasiada llena de humor negro, pero hoy la siento un poco más suave, más afectiva. Caminamos lado a lado, mientras ella me pregunta cualquier tontería, sonriéndome. No puedo quitarme de la mente su imagen, en la playa, besándome sin cesar, jugueteando. “¿En qué piensas?”, me pregunta alzando las cejas, mientras comienza a tocarme el cabello, al caminar. ¿Y si le dijera que pienso precisamente en ella? Quizás diría que soy un demente...

Llegamos a un café-cervecería cualquiera, cerca del parque, que tiene algunas sillas fuera. Inmediatamente llega el camarero: un chico checo, seco, frío, que se dirige a ambos hablando en ese idioma que nunca aprendí. Ella le dice algunas cosas, siempre despreocupada, con las manos en las bolsas de su saco. Él se va, sin verme, sin hablarme, como si yo fuera un fantasma. “He ordenado dos cervezas oscuras. No puedes decirme que no quieres beber cerveza. Si querías otra cosa, pues es tu día de mala suerte”. Sonríe cínicamente, y veo sus pequeños dientes blancos. Me siento como un tonto con esta forma de interactuar, pero me gusta, extrañamente. Me gustas, me encantas, Lenka. Tienes algo en la mirada, en tu forma de hablar, en la forma tan tranquila que tienes de afrontar la vida, sin complicaciones. Me encantan tus piernitas delgadas, casi sin carne, y tus brazitos de pollo. Adoro tu nariz imperfecta, y tu frente enorme, y los leves rastros, como surcos que se pierden en el mar, del acné que tenías cuando eras adolescente. Adoro esos ojos cafés profundos, llenos de alegría. Adoro tu cabello ligero que mece el viento, que lo arrastra a tu rostro.

Me mira a los ojos, con detenimiento, queriendo llegar a lo hondo de mis pensamientos, entretenida, en silencio, esforzándose. Abro los ojos en señal involuntaria de sorpresa, y ella comienza a reírse de mí. “Eres tan transparente, Robertito”. Robertito. Es la primera vez que me llama en diminutivo. Es la primera vez que siento que ese muro infranqueable que no podía traspasar se viene abajo, o, más que eso, desaparece por un instante. La siempre amable y burlona pero impersonal Lenka llamándome Robertito, en el primer café-cerveza-o-qué-sé-yo que me permite, tras haberse negado tantas y tantas veces bajo tantos y tantos pretextos.

“Pensaba, para ser honesto, en un sueño que tuve contigo el día que te conocí”. Ella parece divertida, aunque a punto de decirme algo, pero sin decirlo, recogiéndose el cabello tras la oreja. Su dedo frágil se queda en el aire, apuntándome. Finalmente reacciona, diciendo: “¿Conmigo? ¿de verdad? ¿y qué clase de sueño? Supongo que fue esa noche de las clases de salsa, ¿no?”. La observo, con mis labios apuntando al cielo, en befa amistosa. “No, nos conocimos antes, en realidad”. Ella me ve, tornándose seria. “No soy un stalker, Lenka, si eso es lo que piensas”. Sonrío. Ella me sigue observando en silencio, y en ese instante llega el mesero checo, de los ojos fríos, con las cervezas oscuras. Ella no le presta atención, y su rostro sigue impávido, atento a mi. Lenka, ¿es que has olvidado ese matiz de jugueteo impersonal detrás del que te escondes siempre?

Bebo un trago, levantando el vaso. Salud. Y a ella se le escapa un “Cabrón”, en español -mexicano-. Sonrío por una de las cuatro o cinco palabras que sabe en mi idioma. Ella me sigue mirando. Continúo en inglés, como siempre, porque ella no habla español. Y le cuento de esa vez que la vi afuera del Instituto Cervantes, tan misteriosa, tan atractiva. Ella sonríe levemente. Yo río, y le cuento de mi sueño. Ella deja de sonreír, sin dejar de observarme. Por un leve instante me parece observar un dejo de miedo en su mirada, pero al instante siguiente ella sigue seria, en silencio. Involuntariamente se para y se sienta, como un tic. Le da un trago a su cerveza. ¿Lenka querida, moví algo en un interior con mi sueño-proyección, y usas una máscara de seriedad permanente para ocultármelo?

Calla por algunos minutos, sumida siempre en su imperturbabilidad. De pronto me cuenta lo peculiar que le resulta mi sueño, porque le recuerda mucho a un novio que tuvo, en el pasado, al que adoraba, y con el que soñaba algo muy, muy parecido, aún mucho tiempo después de haberse separado de él -adiós, esperanzas mías-. ¿Qué casualidad, no, Robertito? Y me da un codazo juguetón, sonriéndome.

La observo. Aunque parece tranquila, me siento un tanto incómodo, no sé porqué. Ella saca un cigarrillo de su bolsa. No sabía que fumabas, Lenka. ¿Me regalas uno? Sí, también fumo de cuando en cuando; fumador social, como tú. Suena su teléfono. Un mensaje de texto nuevo. “Oh, perdona, es mi novio. Me tendré que ir pronto”.

lunes, enero 03, 2011

Mi pantera

Desperté en mi sueño, y tú estabas allí: una pantera. Mi pantera. La mirada que lanzabas con esos dos astros tuyos quemaba como quema el sol del mediodía si se le mira de frente. Tu expresión agresiva, colérica, en pos de un ataque inminente, mantenía a todos alejados de nosotros. Y cuando alzabas tu poderoso rugido, parecía como el estruendo profundo causado por la tierra que se desquebraja a la mitad. Velabas por mí de día y de noche, nunca durmiendo, siempre al acecho.

Si alguien se me acercaba lo suficiente, no recibía advertencia alguna, y simplemente era sacudido como un muñeco de trapo por tus fauces, y como a un muñeco de trapo lo despedazabas, sin remordimiento ni piedad. No importaba si era hombre o mujer, conocido o desconocido. Claro está: poco tiempo después nadie venía a mí, a nuestro lado, porque huían de ti, porque tenían miedo de ser desgarrados por tu cólera y tus celos. Eras el más grande terror para todos, pero permanecías siempre mansa a mi, siempre cariñosa, siempre dulce, siempre y cuando no intentara alejarme de tu lado, abandonarte.

Mas una simple tarde, en la que la soledad, como otras tantas tardes, era nuestra única compañera, te quedaste dormida inesperadamente, sobre mi lecho, inofensiva. Suspirabas, tranquilamente, y por momentos ronroneabas como un pequeño e inofensivo gato. Mas, qué terrible, tuve por un instante un profundo de deseo de deshacerme de ti, de tu sobre protección, de tus celos, de tu agresividad con el mundo, de aquella falta de simpatía que tenías para con todos.

Pero fallé. Preparado ya con el arma blanca para sacarte el corazón, me pareció que tus ojos, detrás de los párpados que les cubrían, me veían con ternura y con tristeza, chantajeándome por el supuesto bien que me procurabas, por la protección, por el cuidado y cariño. Lo intenté tantas veces que perdí la cuenta, y al final, ciertamente, me quedé a tu lado, allí, contigo, en nuestra común soledad, con tu paranoia, con mi cobardía, con esa relación que yo sabía que a ambos algún día nos desgarraría como tus fauces lo hicieran a tantas personas en el pasado.