miércoles, diciembre 29, 2010

Cuando un simple día te encuentro

Cuando en un simple día de verano extinguiéndose, te veo pasar de manera inesperada muy cerca de mí, giro mi mirada hacia el lado opuesto, de manera violenta, inmerso en un miedo natural. He alcanzado a ver tu cabello enmarañado, libre, dorado, que danza cadenciosamente con el viento. Y he alcanzado a verte los labios rojos, que arden en una carcajada; y he alcanzado a reconocer también tus manos alargadas, suaves y blancas como la nieve.

Pero volteo, lleno de pánico, huyendo de tu rostro, porque no quiero toparme con tus ojos, con esas esmeraldas que coronan tu belleza color oro. No quiero enfrentarme con esos ojos que ya no recuerdo, que me obligué a olvidar hace tanto tiempo, que tanto trabajo me costo arrancar de mis sueños. No quiero que vuelva a la vida ese miedo que aún tengo de lo olvidado que, quizás, resucitando de ese entierro involuntario, atrapado en un algún ataúd en el olvido de mi vida, libre y furioso, me estrangule, me asfixie.

No voltees, por favor, hacia mí, que huyo desesperadamente de esa mirada tuya. Y si me reconoces como el verdugo apenas efímero de tu alegría un cualquier ayer, no fijes tu atención en mi persona, ni me otorgues el perdón que en otro tiempo tanto pedí. Que tus ojos no se detengan en mí, y si lo hacen, que sigan guardándome profundo desprecio, absoluto rencor, y que ese odio mueva tus pies a seguir adelante, sin saludarme, sin buscar mis ojos pecadores, sin pronunciar ni siquiera un merecido insulto.

Camina, camina más, un poco más. Más allá aún, a donde tus ojos no me alcancen, en un lugar en el que pueda apenas distinguirte, reconocer tu cabello, tus labios, tu nariz, tu delicada figura. Y poder recordarte, aún con gran melancolía. Allá, donde no me veas, ni me distingas, en donde no alcance a reconocer esos dos océanos en los que casi muero al sumergirme en ellos, en donde no quiero, aunque gozoso en otro tiempo lo hiciera, morir ahogado.

lunes, diciembre 20, 2010

Soy tu dictador

Observo mi reloj mientras echo mi última bocanada. Son las seis con veinticinco minutos. Muy retrasado, como de costumbre. Y como de costumbre me doy la vuela en la esquina, en donde me siento o me paro a hacer nada, a fumar y esperar que unos minutos más se consuman. Exhalo y dirijo mis pasos hacia donde estás tú, hacia donde estás, María. Aquí, a unos pasos, a donde llegaste, precisamente, veinticinco minutos. Siempre puntual.

Te observo por la espalda, ligeramente impaciente, mientras observas tu reloj con insistencia. Llevas vaqueros, con tu cabello castaño cobrizo cayendo suavemente sobre tu ya conocido abrigo púrpura. Cuando mis pasos resuenan detrás tuyo, te das la vuelta, y me encuentro con tus ojos marrones, que me reclaman amigablemente el haber llegado tarde. Sonríes casi imperceptiblemente, apenas por un pequeñísimo instante. No pongo, aparentemente, atención a tu ligero reproche, y no me disculpo por la tardanza, como nunca lo hago. Tú guardas silencio tras mi silencio, y te me acercas, tocas mis labios con los tuyos y me tomas del brazo. Te dirijo con mis pasos hacia mi café favorito. Tú, por supuesto, no sabes que yo sé que es tu café favorito también.

Llegamos e impacientemente llamo al camarero. Pido un café americano para mí, y un capuccino para ti. ¿O querías otra cosa, María querida? Yo sé que quieres beber un capuccino. Tu mirada cae sobre mí, con un leve tono de reclamo, nuevamente un reclamo amigable, y me sonríes, satisfecha, llena de ternura, y yo te sonrío cínicamente a mi vez. Te cuento del trabajo, de las reuniones, de los proyectos. Gasto tus minutos en una crónica que debiera resultarle poco interesante a todo el mundo, porque no es otra cosa que la misma crónica del día a día. Pero la recito de principio a fin y tú la escuchas, embelesada. Hablo, hablo, y hablo, y al final, te sonrío de manera orgullosa, altiva, y te hago preguntas muy específicas sobre tu trabajo, mofándome, de vez en cuando, de tus compañeras de la oficina. Tú sólo me sonríes al respecto, y quizás, al cabo, tras unos instantes, eres de mi misma opinión.

Terminamos el café. Como tengo hambre, pagamos la cuenta, y nos vamos hacia un restaurante español en donde sirven un gazpacho bastante decente. Caminamos mientras te comento que me han recomendado una película de Milos Forman, que no hemos visto. Tu asientes mientras tus brazos rodean mi brazo izquierdo, y me dices que deberíamos verla, que adoras a Milos Forman, que es uno de tus directores favoritos. Hablo más, y hablo, y hablo, de películas independientes, de obras de teatro avant-garde, de las nuevas tendencias del arte, de las novelas más polémicas del momento. Y hablo de todo, como si fuera una gran autoridad en cada uno de esos campos, conocedor que no acepta réplica ni retroalimentación, con un punto de vista único, universal y absoluto. Me escuchas, María, con tus ojos perdidos en mi, marrones, y guardas silencio, absorta en mí, y a cada instante siento cómo tus me aprietas con mayor fuerza, como si quisieras por un momento fundirte en mi.

Nos sentamos, y como vengo a veces sin ella a este lugar, antes de que ordenemos, le sugiero fuertemente que pida un buen corte español, mi favorito, el mejor, no cabe duda, del restaurante. Tienes que probarlo, María. De verdad. Me ves, por un instante seria, y luego asientes. Cuando llega el camarero, pareces una dulce niña que ordena lo que su padre le ha indicado pedir. Sonríes después, y cuando te digo que me cuentes sobre su día, callas. Te miro fijamente, y te ordeno, sin posibilidad de réplica, que lo hagas. Y después, entonces, comemos, y hablo más de cualquier cosa, cualquiera que se me ocurra, siempre y cuando sea con gran autoridad. ¿Qué importa que esté equivocado? Lo único importante es que yo piense que tengo, siempre, por siempre, la razón.

Al salir, cuando caminamos hacia mi casa, y tomamos el tram 17. Yo hablo mucho, a diferencia de los checos, que me escuchan, con la voz soberbia, y sus ojos giran hacia mí, no sé si con duda, con rencor, con miedo, o con mera curiosidad de aquel extranjero que ha osado romper con el imperturbable silencio. Y tú me sigues observando, siempre ávida de mis palabras, insaciable de mis opiniones. Te rindes a mi, como cada día, como cada hora que pasamos juntos. E incluso las veces en las que tú misma sientes la necesidad de hablar sin que yo te lo imponga, me lo cuentas, más que pidiendo, rogando mi aprobación, mi punto de vista. Me observas, y yo siempre domino tu punto de vista, tus opiniones. Y lo hago de manera sutil, carismática, pero siempre sin dudar. Soy tu dictador, tu dictador carismático, tu padre, tu autoridad, y pareces sentir que la vida se te aligera cuando pones toda tu persona bajo la mía.

Y lo que no sabes, y lo que no sabrás quizás nunca, María, es que cuando te juzgo, cuando doy mis puntos de vista, no te doy más que tus propios puntos de vista. Esas opiniones que te impongo son ya, en realidad, tuyas, que siendo reverberadas, se vuelven más fuertes en tu pecho. Y que cuando pido por ti, pido lo que más quieres, tras conocerte, tras observarte, tras reconocer en todo instante tus necesidades. Y lo que ignoras es que de lo que tanto hablo, de esas películas, de esas novelas, de esas puestas en escena, hablo solamente de lo que tú estás interesada en ver, en escuchar, en leer. Y lo que no sabes es que si parezco por momentos no quererte, si parezco un hombre insensible a tus necesidades, es solamente un disfraz que me he cosido al alma, porque yo, más que ningún otro, velo por ti, porque no quiero que me halles patético, débil, demasiado tierno, quizás como un perdedor, como en el pasado lo fui para ti.

Porque aprendí, en el tiempo en el que no te tuve, que necesitaba dominarte, o simular dominarte, para poder tenerte. A veces maltratarte, a veces llevarte la contraria, a veces ignorarte. Ser por instante un necio, autoritario, intolerante. Que necesitaba, si deseaba mantenerte conmigo, mostrarme todo el tiempo frío, como si no me importaras, como si la vida me fuera lo mismo contigo o sin ti, y que te hacía un favor al estar contigo. Porque te deseo, porque siempre te hube de desear, y porque no me importa el precio que tenga que pagar para poder amarte.