miércoles, abril 06, 2011

Alguien sigue mis casos cuando salgo por café (IV)

Milagro de los milagros verte salir de pronto, riendo, de un pasillo del lado izquierdo de la calle, al caminar por Vodickova de noche. Milagro de los milagros que en mi camino hacia la estación de metro de Mustek, tras haber tomado un par de copas con una amiga, haya pasado por enfrente del bar que ahora reconozco como “Azúcar”, precisamente en el instante en el que vas saliendo tú. Milagro de los milagros el poder seguir tu estela, tras haber seguido tan sólo tu ausencia en Palladium en estas dos semanas pasadas, querido mío.

Llevas las manos en los bolsillos de tu pantalón negro, con paso ligeramente apresurado. Te sigo, perdida entre la noche y la gente y las tiendas, sin demasiado disimulo. Aquí nadie nos pondrá atención. Veo que no llevas esta vez libro alguno entre tus manos. Echas una mirada a tu reloj un par de veces. ¿Estás preocupado, Roberto, amor mío, por llegar tarde a alguna parte? ¿Una cita, quizás? ¿Y con quién? ¿Con una mujer? ¿Con una mujer atractiva? ¿Con una mujer atractiva e inteligente, quizás?

No dejo de preguntarme tu destino esta noche, con esa playera polo gris que llevas puesta en este verano praguense, a las nueve de la noche menos tres minutos. Si te conozco bien, estarás pensando que es demasiado temprano para irte a casa, aunque sea apenas un martes. Y creo que sí: veo que pasas por enfrente de la estación de metro de Mustek, sin entrar en ella, mientras te volteas distraídamente a verle las piernas a un par de chicas muy jóvenes y rubias que llevan faldas muy, muy cortas. ¿Qué se supone que debería sentir al verte hacer esto? ¿Celos? ¿Enojo? ¿Molestia? ¿Decir que eres, al fin y al cabo, no sólo hombre, sino hombre latino?

En la esquina te me pierdes, al doblar hacia la izquierda en la avenida de San Wenceslao, en dirección a la plaza vieja. Apresuro mi paso, abriéndome paso entre la distraída concurrencia, con una pequeña ansia, como un suave hormigueo, porque entre tanta gente en esa avenida te me puedes perder. Y no quiero perderte: ni aquí, siguiéndote los pasos, ni nunca. Nunca más, nunca jamás.

En la esquina me da un vuelco el corazón al verte a apenas a unos pasos, detenido, hablando con dos tipos que son claramente latinos: reconozco en su español un acento que no es mexicano. Los veo apenas, mientras cruzo la calle, hacia el otro lado, para poder esperar desde allí a que sigas tu camino. Y volteo cada tres pasos, para ver si sigues allí, porque, querido, ya te lo he dicho: no quiero perderte nunca más.

Y desde la otra acera te observo, simulando hacer una llamada. Siempre llamando a todos y a nadie. Y trato de distinguir a esos dos tipos: uno de ellos es más bien rollizo, con una barba de candado y casi sin cabello, que manotea agitadamente, riendo, carcajeando, de lo que él mismo se escucha decir. El otro está completamente a rape, de piel muy morena, sonriendo amigablemente, silencioso. Ambos deben tener alrededor de cuarenta años. No los reconozco, por mucho que lo intente. Y tú pareces escuchar lo que dice el tipo gordo, pero noto en tu expresión -aunque esté del otro lado de la acera, Roberto mío-, que te desagrada, aunque le sonrías con amabilidad. ¿Es que quizás habla demasiado, o lo que dice te parece una sarta de estupideces, querido? ¿Y porque no encaminas tus pasos ya, si es que, como me imagino, te los encontraste por desafortunada casualidad?

Pareces escucharme. Le echas una mirada al reloj, les dices algo -supongo que explicas que tienes que irte-, y te despides de ambos. Ja. Apenas has avanzado un par de pasos, cuando me parece reconocer esa mueca de alivio: sonrisa de lado, los ojos abriéndose en estupefacción. Sí, estoy segura: estás contento de dejar de escuchar a aquel hombre con barba. Y entonces llegas a la calle de Narodni, y das vuelta a la izquierda. Me apresuro, o te pierdo. No te perderé.

Te sigo en esta calle, que está algo menos llena de gente, y más llena de oscuridad. Apresuras el paso, mas luego te relajas. Y nuevamente aceleras el paso. Y nuevamente te relajas. No quieres llegar tarde, pero luego te dices que no tiene importancia llegar con leve retraso. Y dudas. Y vuelves a dudar. Sin dejar de caminar, sacas de pronto tu teléfono, que parece brillar: un mensaje de texto. Sin dejar de caminar lo lees. Apresuras el paso, al cabo, porque, supongo, se han quejado de tu tardanza.

Tengo que casi-correr para no perderte, cuando das la vuelta a la derecha en Na Perstyne. Se me acelera el pulso al darme cuenta de que esa calle va a estar bastante, bastante menos llena de gente, y sobre todo, más oscura. En la oscuridad, en ese silencio, escuchando pasos detrás de ti, podrías voltear en algún momento. ¿Y si te das cuenta, de pronto, que te sigo? ¿Podría yo ocultar que mis pasos iban tras los tuyos, y caminar, indiferente, por delante tuyo, como si no te hubiera visto, con mirada altiva, distraída? ¿O quizás podría detenerme en algún bar en el que pase por enfrente en ese instante, reuniéndome con una amiga que claramente no estará allí? Y no sé porqué, pero ese miedo se entremezcla en mí con profundos e irracionales deseos de que eso suceda. Sí, de que suceda. Como si esa pequeña tragedia me fuera, de alguna manera, placentera. Dulce tragedia.

A mitad de la calle das la vuelta hacia la derecha. Dios, Roberto, ¿te vas a meter en esa pequeña, oscurísima calle-callejón? ¿Es que es irremediable que te des cuenta de que voy detrás tuyo? Mas no tengo tiempo de pensar, porque mientras dudo, mis pies, azuzados por mis ansias, apresuran su velocidad, arrastrándome hacia ti. Ya no puedo pensar bien: que lo inevitable pase, y si nos encontramos, que pase lo que tenga que pasar.

Y das vuelta a la derecha, en esa pequeña calle, como si trataras de salir de un laberinto. Nadie más que nosotros dos estará allí. ¿Y sí me esperas en la oscuridad, acechando, para ver mi rostro, y conocer a quien no deja de seguir tu rastro? Pero no: en realidad, Roberto, si no me equivoco, creo que sé a dónde vas: hacia aquel restaurante que está pintado de amarillo, en una esquina, subterráneo, junto a esa pequeña iglesia, al que solías venir a cenar con Óscar -¿en qué parte de Europa, o del mundo estás ahora mismo, querido Óscar?-. Sí, allí irás.

Sí, no me equivocaba. Sigues caminando en línea recta. Abandonados a este silencio y a esta oscuridad, sólo tú y yo. Pareces voltear involuntariamente, mirando sobre tu hombro, con precaución. Miedo de los miedos, ansia de las ansias verme expuesta a ti. Te detienes, y sacas tu teléfono, mientras fijas tu mirada hacia mi figura, aunque no puedes reconocer mi rostro aún, a esta distancia, vestida de oscuridad. ¿Debería seguir mi camino, como si nada, como si no te viera, indiferente, o debería, porque sí, por cualquier cosa, volver sobre mis pasos, lenta o rápidamente, con el riesgo de que te des cuenta de que, en efecto, alguien te persigue en esta ciudad?

Mis pies se mueven, se mueven, se mueven. Debo estar pálida, ¿no, Roberto, amor? Pero, a pesar de todo, me preparo, o eso intento, porque yo ya no soy yo: mis emociones fuera de control me han convertido en otra persona. No quería que me vieras, no así, no de esta forma. Y si me reconoces, por ventura, si llegas a extender tu mano para obstruirme el paso, o porque me haces una pregunta absurda cualquiera, fingiré que no sé de qué hablas, de que yo no te seguía, de que simplemente iba al bar de al lado, casualidad de las casualidades.

Milagro de los milagros al ver que en la esquina sale alguien de pronto -una mujer-, y te toma del brazo, precisamente a unos metros de aquel restaurante amarillo al que venías a cenar con Óscar siempre que le rompía el corazón alguna checa o eslovaca-¿En dónde estarás ahora, querido Óscar?-. Volteas hacia ella, la saludas de beso en la mejilla, mientras parece decir algo, disculparse quizás. En español. Y te dice que aunque había llegado ya hace quince minutos, salió a comprar cigarros. En español. Y con su voz femeninamente grave te dice, burlándose amigablemente, riendo, que eres igual que todos los mexicanos, impuntuales hasta el cansancio. En español.

En ese instante, mientras escucho su conversación, mientras reconozco sus palabras, me doy cuenta de que intentas poner tu mirada en mi, escudriñándome, reconociéndome, preguntándome con tus ojos quién soy. Pero yo me volteo hacia el otro lado, discretamente, en donde la oscuridad cubre mi rostro, escondiéndolo. Y aquella mujer -que habla en español- te dice que pasen al interior del lugar, que quiere pedir algo para cenar. Me sigues mirando cuando ya me separan varias pisadas de ti. Lo puedo sentir: me ves la espalda. ¿Me reconociste acaso, querido?

Pero al llegar a la esquina y doblar a la derecha, acelero el paso, con profundos deseos de huir, en caso de que decidas dejar a tu compañera de cena, y vengas tras mis pasos. Camino con torpeza, perdida levemente en este revoltijo de calles, huyendo de ti, de la posibilidad de que seas ahora tú el que me siga, de calle en calle, buscando saber no solamente quién soy, sino qué hago, o qué pretendo. Y mientras huyo, no puedo dejar de preguntarme también quién era ella, con esa frágil pero bella figura, con ese cabello castaño oscuro, que le caía en los hombros en leves rizos, y con tez blanca, ojos café oscuros, europea, con una mirada que, por supuesto, denota inteligencia. No puedo dejar de preguntarme quién era ella -que habla español-. Y sigo huyendo, perdida, sin saber a dónde voy, pero no puedo dejar de consumirme ligeramente en ansiedad.

Esto tiene que ser una broma, ¿no?