sábado, febrero 28, 2015

Encuentro improbable

Siempre me imaginé que toparme de nuevo con Jana sería algo bastante improbable -y lo era, en realidad-, pero que, si algún día ocurría, debía ser bajo condiciones que me permitieran tener al menos cierta revancha moral con ella: ella, la que exigía la mayor, irreal, absurda fidelidad de sus parejas, descartando incluso lo platónico, mientras ella, al mismo y preciso instante, tenía la libertad de tener cuantos affairs quisiera, egoísta, empáticamente miope.

El encontrarnos, en alguna ciudad específica -fuera la ciudad de México, fuera Praga, o fuera alguna en Italia-, bajo alguna estación -generalmente verano u otoño, en mis sueños guajiros-, y la forma de vernos, de vestirnos, de ir acompañados a solos: todo ello llegó a ser un pensamiento recurrente, una expectativa de la mente, de un ego herido, constante por el próximo año desde que dejamos de vernos. Después empezó a perder fuerza, quizás por la intensidad de algunos de mis propios affairs, hasta que incluso dejé de recordarla, la cosa más natural, parecía ser.

Por eso fue tan sorpresiva la situación. Porque no me imaginé estar auténticamente sorprendido cuando esa sorpresa, agradable o no, llegara a suceder. Porque me imaginé que cuando ello sucediera, si acaso llegaba a suceder, sería una situación en la que yo tomaría ventaja para lastimarla, en las formas más ridículas que mi intelecto y mi imaginación me permitían.

Porque, sencillamente, me imaginé topármela, mientras ella se giraba hacia mí, o porque me imaginé que nos veríamos en un café, cuando uno le escribiera al otro, coincidiendo en la ciudad. No me imaginé estar perfectamente enfrascado, sentado, esperando unos tacos de carnitas a mitad de la primavera en Praga, hablando de algún relato de Cortázar, tomando un ligero sol, mientras pasaba la gente.

El mesero venezolano vino a dejarnos las cervezas checas que habíamos pedido, sonriéndonos a ambos, aunque, claro, más a ella que a mí. Normal, nada raro. Y antes de que yo pudiera responderle a lo que María me dijera acera de lo que pensaba parecía ser la alegoría transmitida a través de la casa perdida, sentí yo más que ella una mirada encima de mí, como si alguien me echara agua caliente encima, o como si alguien, súbitamente, me hubiera enterrado una aguja en el brazo, como las que se usan para vacunar.

Noté que ella calló, abriendo un poco los ojos, todavía con su suave sonrisa de toda la vida -o al menos de la vida que teníamos juntos-, moviéndolos hacia mi derecha, un poco hacia arriba, justo antes de que yo me diera cuenta. Giré los ojos, por supuesto, con una sensación rara, para toparme con los ojos café oscuros de Jana, felinos, abiertos por completo, observándome a mí, con lo que me pareció una mirada de sorpresa ambigua.

Callé, abrí mucho los ojos a mi vez, en silencio aún, para sonreír tenuemente después con mis labios y con mi mirada también, con verdadera alegría de verla allí, pese a que ella parecía todavía con la mente ida: "Jana! vaya casualidad!". Pero Jana seguía fuera de sí, aunque algo menos desde que abrí a boca. Vio a María entonces, y luego a mi de nuevo, y de manera automática, robótica, me dijo entonces: "Sí, vaya sorpresa. Pues sí, estamos aquí, de vacaciones, en Praga, José Eduardo y yo", dijo ella, tomando del brazo a su acompañante, un señor que me pareció simpático, aunque algo mal humorado, de poco más de cuarenta años, rollizo, lampiño, moreno, latino, con unas enormes gafas Ray-Ban encima del rostro. Había algo ridículo pero agradable en él. Quizás porque me recordaba a mi tío Gregorio, allá en México.

"Pues es una casualidad muy grande que nos encontremos por aquí" dije con alegría, dirigiéndome a Jana y a mi tío. "Supongo entonces que no viven en Praga? Pues nosotros también hemos venido de vacaciones, aunque por un mes, pero no deja de ser una gran, agradable coincidencia". Pero el sonido que causó "agradable" pareció no serlo en el rostro de mi tío Gregorio, y en menor medida en el de Jana.

Noté entonces que ella giró su rostro, todavía sostenida, como de un pilar, del brazo del señor latino que iba con ella, que no había pronunciado palabra alguna, salvo asentir con la cabeza, sin mostrarme sus verdaderos ojos, algunos segundos antes. La miró, a María, de manera intensa, con fuerza, de arriba a abajo, por apenas dos segundos. Pensé que quizás la veía como se ve a algo que se intenta grabar en la memoria". Guardé silencio, al igual que a mi prometida, mientras esperábamos que ellos dijeran algo.

Noté que él sacó el teléfono, como si no estuviéramos nosotros dos enfrente de ellos dos, sentados, esperando la comida, mientras él leía algo, y luego le decía: "Es este el restaurante mexicano que dijiste, no?". Yo iba a decirles que sí, que seguramente este era el restaurante mexicano que buscaban, pero parecía que estaban allí, solos, ellos dos solamente, y por mera casualidad frente a nosotros, no con nosotros.

Giré un poco mi cabeza, echado hacia atrás en la silla hacia María, quien me veía un poco divertida, con una expresión que me daba a entender que ella entendía que el encuentro tenía algo o mucho de absurdo, que me podía seguir el juego.

En ese instante mi tío Gregorio y Jana volvieron a hablar, aunque esta vez de manera baja, sólo para sí mismos, para decir después ella: "Creo que esta vez podemos ir a Hard Rock café, que está allá enfrente", para partir, tomados del brazo, hacia el otro lado de la plaza, partiendo para siempre, sin más, sin despedirse.

"Y bien?", me preguntó mi prometida. "Ah, ella era una novia que tuve hace algunos años.". "Y?", me miró ella con más curiosidad que reproche. "Y parece que no le ha sentado del todo bien verme. Ella es la que te dije que se fue a México sin mí, de alguna forma dicho. La recordarás, no?". Ella asintió. "Lo verdaderamente curioso", le dije, como si habláramos de algún chisme ajeno, con interés, pero sin mucha emoción propia, " es que como terminamos mal, en una situación en la que siempre me pareció que ella tenía la ventaja, idealicé nuestro encuentro futuro, en una situación en la que yo pudiera hacerle ver que yo era un gran partido, y que me dejó ir. Aunque, también, tenía miedo de que fuera al revés, y de que me la encontrara en un momento en el que mi vida no fuera tan buena como la suya. Y a final de cuentas, me la encuentro, en la forma más simple del mundo, y no nos decimos cosa alguna de importancia, sin herirnos el uno al otro, como tanto hacíamos en el pasado, como me imaginé que haríamos.".

María me observa, todavía divertida, pero pensando en algo. Quizás le da curiosidad escuchar la historia que tuve con Jana, con algunos detalles sí, y con otros detalles no. Noto que mueve la cabeza, mirando hacia enfrente. Me hace una señal al mover la cabeza de lado y abriendo y cerrando los ojos, como una lampara que quiere mover el foco de atención. Miro hacia donde ella me señala, sin decírmelo, y noto que avanzan allá, hacia otra calle, Jana y mi tío.

"Somos bastante diferentes, esa ex novia tuya y yo, no? Incluso físicamente lo somos. El color de los ojos, el pelo. Colores opuestos.". Sí, es verdad, y asiento, sonriendo un poco más. "Hay algo de atractivo en su pareja", me dice, con toda la seriedad del mundo. Suelto una ligera carcajada. "Bueno, justamente pensaba que me recuerda a mi tío, al que tiene una joyería en Cuernavaca. Así que imagino que así luciré en década y media. Sólo tienes que esperar un poco para que yo, en teoría, luzca así". Ella suelta una cálida carcajada a su vez.

"Y bueno, entonces no te parece que la casa en el cuento de Cortázar es una alegoría?", me pregunta de nuevo, volviendo a nuestra conversación. "Desde luego lo es", le respondo, alegre.