viernes, agosto 20, 2010

Las fotos de Catalina

Cuando Manuel vio fotos de Catalina con otro hombre, sintió que se le iba el conocimiento por unos momentos. Y cuando volvió la luz a su mente, algunos segundos después, sintió que se desvanecía levemente, y se tuvo que sostener en el muro más cercano. Después se levantó, trémulo, para caminar en círculos, confundido, con el rostro desencajado, el pecho agitado, las manos sacudiéndose. Sintió que nuevamente se le iba el conocimiento, y rendido, se echó en el sofá antes de que un grito de impotencia se le escapara, involuntario.

Antes de que pudiera darse cuenta, ya había comenzado a buscar más fotos, en un arranque de impulsos. Era como si aquel ansia terrible pudiera sólo satisfacerse al saber más de aquel hombre, conocer detalles aleatorios de él, conocer la sonrisa que se dibujaba en su rostro cuando tomaba por la cintura a su prometida, conocer de dónde venía, qué hacía, a qué se dedicaba. Más que querer, necesitaba saber todo cuanto fuera posible, desconociendo que en ese estado de agitación podría auto infligirse una herida que le quemara por dentro. Un impulso ardiente que le desbordó por completo, que se hizo dueño de él, dejándolo momentáneamente no sólo sin cerebro, sin ideas, sin intelecto, hundiéndolo en sus emociones: ansiedad y miedo.

Buscó y buscó , y encontró más fotos, en las que salían ellos dos en otras tantas tomas con otras tantas personas. Pero eso no era lo que él quería, lo que necesitaba, lo que perseguía. Él buscaba fotos de los dos solos: fotos en las que él pudiera ver más de ese romance, más de ese pecado, de ese crimen. Le seguía la pista a las fotos, las acechaba, recorriéndolas todas en la cámara, siempre buscando ese detalle que acabara de destrozarle las entrañas. Un beso, una caricia, manos tomadas, una desnudez total o parcial, del cuerpo o del alma. Sudaba frío de sólo pensarlo, y casa instante le parecía hallarle finalmente. Pero no la encontró al cabo.

Sin saber qué pensar, pero todavía inmerso en el drama y la tragedia, corrió a buscar cualquier indicio adicional de que ya no era dueño del amor de Catalina - ni de sus ojos marrón, ni de sus labios finos, ni de su nariz prominente, ni de sus caricias tiernas, ni de sus labios ardientes. Buscó en las pertenencias de su amada, de forma desesperada. Los artículos que iba sacando de la maleta de viaje con presteza se le caían de las manos, incapaz de sostenerles, escurridizos. Buscó tanto como pudo, y cuando acabó, se fue a la otra maleta, pero nada encontró. Buscó también en el clóset, y en los cajones de la cómoda, y debajo de la cama, y en la alacena, y en el almaceń. Y nada.

Se sentó en el sofá, con la boca seca y la mirada perdida. Trató de poner un poco de orden en su mente, en sus emociones. Y luego un poco de resignación, si acaso era posible otorgársela a sí mismo en ese estado. Recordó entonces la funesta actitud de Catalina un día antes, cuando llegó de viaje, fría, poco cariñosa, distante. Por supuesto que la recordaba, pues fue esa actitud la que lo lanzó a buscar evidencia por la mañana, cuando ella se hubiera ido a desayunar con su madre, y él se hubiera negado a ir con ella so pretexto de tener una gripe de los mil demonios. Después simuló estar dormido mientras ella se vestía por la mañana, lentamente, sin musitar palabra alguna, como en un funeral.

Y en ese instante Catalina abrió la puerta, tras apenas media hora de haber dejado la casa. Entró, y aunque parecía que le iba a explicar del porqué de su vuelta inesperada, se quedó en silencio cuando vio a Manuel y a su ánimo desparramados por el sofá. Observó el cuarto, al fondo, y vio a lo lejos sus prendas fuera de la maleta, y la cámara digital sobre la mesa. Manuel tenía una mirada que ella no pude comprender muy bien: era por momentos una mirada de piedad -como un 'miénteme' que se pedía de rodillas-, y por momentos era mirada de odio, de frustración, de afrenta.

Catalina se sentó entonces, enfrente de él, en silencio. Tuvo ganas de sollozar, pero apenas le salieron un par de gemidos. Abrió los labios, pero Manuel la interrumpió:

- ¿Lo conociste durante el viaje, o ya le conocías?
- Manuel, por favor...
- Sólo quiero saberlo.
- Dios mío, Manuel, no puedo creer que esto esté pasando. Seamos, por Dios, un poco adultos ambos.
- Sólo responde la maldita pregunta- gritó entonces, fuera de sí.
- Maldita sea, ¿de quién hablas ahora?

Manuel guardó silencio, y en un instante comprendió que sus sospechas eran quizás desproporcionadas. Sintió que un leve alivio llegaba suave, paulatinamente a su cabeza. Y al mismo tiempo, una creciente vergüenza. Catalina entonces lo miró con reproche, con una lágrima que se le escapaba. Pero Manuel dijo de nuevo:

- ¿Quién es él?
- ¿Quién es quién? Puta madre, ¿quién? ¿algún hombre de las fotos? Todos son mis compañeros de trabajo, todos ellos. Y para que lo sepas, sí, me gustan dos o tres, ¿y qué? ¿No te gustan a ti, hombre hipócrita, dos o tres de tus compañeras de trabajo? ¿No te gustan tantas chicas que ves pasar, al azar, por la calle? Que me gusten incluso no significa que me los vaya a tirar. Manuel, Manuel, Manuel. Estoy harta de tus malditos celos, de tu paranoia. Esto ya es demasiado.

Y Manuel pensó que quizás era un subterfugio para dejarle. Claro, claro. Una jugada de doble propósito. Qué inteligente es Catalina. Pero ella lo observó, y conociéndole hasta el fondo del alma, le dijo:

- Si te conozco bien, diré que ahora mismo pensarás no sé qué cosa, y dirás que soy una cínica, o que estoy actuando para dejarte. ¿No es así, Manuelito? Tus ojos me lo dicen. Eres demasiado transparente para mí.

Catalina se echó a llorar en silencio, con la cabeza baja. Él sintió un remordimiento terrible, que le devoraba por dentro. Y *aún* por momentos venían a él decenas de ideas y de posibilidades que hallaban a Catalina culpable. Ella levantó la mirada.

- Manuel, ¿cuántas veces tengo que soportar esto? Estoy harta de que repitas las escenas dramáticas y de ruptura que tuviste con tus novias delante mío, como si yo fuera cada una de ellas. Un día soy María Guadalupe, y represento en tu cabeza el papel de la novia que te deja por tu mejor amigo; otro día soy María Mercedez, y represento, sin que yo lo represente, a la novia que te dejó por alguien a quien conoció en un viaje de dos semanas; otro día, si te complace, represento a María Elena, y tengo que soportar los gritos que le echaste a ella cuando te dijo que seguía amando a su profesor de la universidad, aunque lo hubiera dejado de ver hace cinco años. ¿A cuántas novias tuyas he representado ya, y a cuántas más me falta representar?

Las palabras de Catalina le lastimaban en lo más hondo. Le traían recuerdos terribles que habían dejado en él heridas que nunca llegaron a cicatrizar por completo, y al mismo tiempo la vergüenza de herir a quien quizás era la mujer más honesta con la que había estado, y en la que no podía acabar de confiar. ¿Acaso era posible encontrar a una mujer que no le fuera a herir *tanto* como las otras? ¿Acaso era posible encontrar a una con la que acabara, sí, triste, desolado, pero en paz?

Catalina, que le amaba desde lo más profundo de su corazón, le dijo entonces, tras limpiarse las lágrimas.

- El único consuelo que me queda es que pareces tener una catarsis cada vez que me obligas a tener estos dramas, y entonces olvidas ese parte de tu historia, para siempre. Mi único consuelo es pensar que pronto terminaremos de recorrer esa cadena de traumas tuyos, y que después tendremos nuestros propios problemas. - Y tratando de forzar una risa, involuntariamente, preguntó- ¿Cuańtas novias todavía me falta por representar?

lunes, agosto 09, 2010

Cuando María del Monte me fue infiel la primera vez

Cuando María del Monte me fue infiel por primera vez noté, cuando llegaba de haber salido, supuestamente, con sus amigas, que me miraba de manera distinta. Era una mirada fija, seria, escudriñándome, y que duró apenas entre cinco y diez segundos. Yo me di cuenta de que era una mirada peculiar, por supuesto, pero ignoraba por completo qué había tras de ella.

Cuando María del Monte me fue infiel en otra ocasión -según ella misma lo confiesa sin vergüenza en estos días-, llegó de una reunión social del trabajo (socialización político-laboral) y ella dice que sintió hueco en su estómago al verme cocinando, y tartamudeo por dos o tres minutos. Pero yo no recuerdo esa ocasión a decir verdad, y sólo me parecía que tartamudeaba de manera automática de vez en cuando. Qué se yo: cada dos o tres semanas, como un tic.

Cuando María del Monte se enamoró finalmente de uno de sus amantes, habiendo decidido dejar la casa que compartíamos por poco más de un año, llegó de noche, mi miro fijamente en silencio, y sin responder a mis preguntas, se metió al baño a llorar media hora, para salir y enumerar de manera más bien exagerada todas mis virtudes -ni mi madre diría tantas cosas buenas de mi persona-, diciendo el hombre tan extraordinario que era, el sueño de toda mujer, y que ella era la mujer más estúpida del mundo, porque se había enamorado de otro, y porque se iba a vivir con él desde ya.

Y cuando María del Monte dejó mi casa con cierta pesadumbre y quizás una pizca de remordimiento, mi casa estuvo inundada de preguntas sin respuesta, de recuerdos inextinguibles, de evocaciones de ella con su nuevo amante en su nueva casa, y sobre todo, de mucha, mucha soledad. Hasta que conocí a María del Rocío en una clase de fotografía a la que me metí por aburrimiento -soy fotógrafo profesional-, y en la que ella trataba de darle causa a una pasión reprimida.

Tras poco más de un año de conocernos, se vino a vivir a mi casa una tarde otoño, según creo recordar. Entró como si nunca antes hubiera estado aquí, y observó el pasillo, el baño, y el cuarto. Parecía analizar todo cuando veía. Me sonrío, y dijo que estaba feliz por estar aquí.

Entonces un día recuerdo que María del Rocío llegó de sus clases de posgrado en la universidad, por la tarde-noche, y me vio fijamente a los ojos, con sus ojos cafés, por cinco o diez segundos, y luego se quitó los zapatos, y me dio un beso. Una mirada distinta, fija, que me escudriñaba.

Y unas semanas después, una vez, mientras, de nuevo, regresaba de sus clases de posgrado, me vio fijamente, y tartamudeó que la clase había sido muy aburrida. Tartamudeó de nuevo mientras cenábamos, y tartamudeó cuando hablaba en sueños.

¿Está de más aceptar que caí en la paranoia, pensando en qué otros hombres tenía? Así que la seguí por las calles, revisé su celular mientras dormía, revisé los números llamados en la cuenta del teléfono, e incluso conseguí que un conocido abriera su correo, siempre tras las pistas de algún amante cualquiera. Le hacía preguntas capciosas, le llamaba a deshoras, y me armaba las teorías más estúpidas detrás de con quién está ahora mismo disfrutando del placer prohibido.

Pero, aunque mucho buscara, nada encontraba. Gasté miles de horas revisando cada foto, comentario, llamada, mensaje, correo, pistas aquí y allá. A veces me encontraba con evidencia que me desmentía, y luego se venía abajo mi sospecha. Acepté, en su momento, muchísimas veces, de manera precipitada, que algún tipo cualquiera había estado con ella. Lloré muchas veces mi resignación y mi duelo, esperando que un día ella se mirara, me alabara, y se metiera al baño a sollozar. Pero nunca pasaba. María del Rocío, aunque a veces me miraba fijamente, aunque a veces tartamudeaba, siempre estaba de buen humor, tan cariñosa como siempre. Yo la veía todo el tiempo con miedo, pensando o que ella era una gran mentirosa, o que yo era un gran pendejo.

Me di por vencido en mi búsqueda, y acepté que mis fantasmas del pasado no me dejaban vivir tranquilo. Pero un día, un año después, comencé a sentir remordimiento, y tuve ganas de confesarle algunas de mis pesquisas. Así que me tomé un buen ron, y la esperé en la sala cuando terminé de cocinar papas con pollo con orégano. Llegó María del Rocío, y sentí un nudo en la garganta, pero me armé de valor, y le confesé todas mis estupideces y miedos.

Ella me escuchó en silencio por completo, hasta que llegué a la parte de mis disculpas. Ella me vio y me dijo que to-to-todo estaba bi-bien. Entonces suspiró, se levantó, comenzó a dar vueltas, y me dijo que era un hombre maduro, tierno, responsable, y todas esas cosas que todo mundo ya sabe. Esas cosas que se dicen siempre en tropel, aunque mitad de ellas sean falsedad. Resignado, mientras seguía hablando como un loro -o eso me pareció a mí-, me serví medio vaso de ron, escuchando la lluvia de elogios. Gracias, mi querido público. Y cuando terminó, se metió al baño a llorar media hora, en la que yo acabé de devorar lo que quedaba de ron, mientras reservaba en mi computadora un viaje a España o a Italia o a República Dominicana, qué sé yo.

María del Rocío salió entonces, con los ojos hinchados, y yo, en medio de mi ebriedad, le dije que todo estaba bien, que qué podía yo hacer. Ella me miró consternada, mientras me decía que yo no lo entendía, que ella acaba de conocer a un chico hace dos semanas. Aguarda, aguarda un segundo. ¿Y tus miradas fijas de hace tiempo? Me dijo que eran siempre para observar si yo había estado con otra mujer en su ausencia. ¿Y tus tartamudeos denotaban algo? Dijo que sí, que a veces se sentía que yo le era infiel, y tartamudeaba al tratar de preguntármelo (¿y qué habría yo respondido, por supuesto?).

Me dijo que la perdonara, que había sido algo sin importancia. ¿Qué? Que había estado coqueteando con él, pero cuando él intentó besarla, ella sintió remordimiento. ¿Sólo eso? Ella reclamó: ¿quién crees que soy? (Y me pregunté sin preguntarle qué edad se supone que tenía). ¿Y después? Y después nada.

Así que nos perdonamos mutuamente nuestras respectivas y supuestas culpas, mientras ella me abrazaba, y me decía que ella jamás podría serme infiel como yo decía. Yo simplemente respondí: por algo se empieza, y ya llegará el día en que me dejes por otro. Pasará indudablemente. Pero mientras ese día no llegue, disfrutemos el uno del otro.

lunes, agosto 02, 2010

Si pudiera ser al aire

Si pudiera ser el aire, si pudiera ser el viento, y moverme libremente por donde quisiera, te habría visto caminar por tardes oscuras, perdida en la gran ciudad, caminando, llena de melancolía, con tristeza desgarrando tu belleza, con la mirada perdida, con la sonrisa arrancada, distraída, con los brazos caídos, dejándote llevar, en tu caminar, por tu dolor.

Si hubiera podido moverme entre los edificios, entre los árboles, sobre las aguas del río, te habría visto en tu soledad, en algún café distraída, sola, con una taza en la mano y tu frente apuntando a la mesa. Te habría visto, al caer la noche, cuando toda la gente se ha ido, en una biblioteca, cuando se te escapaban algunas lágrimas cuando te acordaste sin querer de aquel que juzgó que no eras suficientemente buena para él, y habría visto cómo se arrugaba tu frente, y salías huyendo. Te habría visto tratando de poner una sonrisa, como un antifaz grotesco, sobre tus bellos labios, cuando se te acercaba alguien en la universidad, o en algún bar, o en el cine, o en el tren.

Si fuera un hada que pudiera atravesar el límite entre la realidad y los sueños, y ver en qué se pierde tu mente de noche, habría dado fe de tus constantes sueños con aquel que prefirió a una rubia de grandes proporciones, mientras les veías irse juntos, a lo lejos, lejos de ti, mientras tú te quedabas con tu soledad. Habría dado fe de que soñabas que él recapitulaba un día, en el que reparaba en ese amor tan grande por ti, y regresaba a ti un amanecer cualquiera. Y habría dado fe de que despertabas con tu almohada húmeda, y de que tus ojos estaban resecos y rojos.

Si fuera un fantasma errante y vagabundo que atraviesa paredes por las noches, habría visto que se te acercó un hombre que se interesaba por ti, por tu mundo, por tus sueños, y que se preguntaba si preguntarte porqué sonreías sin sonreír, y se habría preguntado tanto sobre tus constantes cambios de ánimo y de parecer. Habría visto cómo intentaba hasta el cansancio acercarte a ti, a tu mundo, topándose con un muro impenetrable que pusiste para evitar que alguien ocupara el lugar que querías que siguiera ocupando aquel que te dejó sola algún ayer.

Si fuera tu amigo, y si te conociera lo suficiente para saber cuándo mientes y cuándo dices la verdad, y si pudiera discernir lo que realmente hay detrás de tus palabras, te habría escuchado hablar de que conociste ayer a un hombre maravilloso, que te parece como si se conocieran de toda la vida, que te hace reír, que te hace volar, y que sus besos te queman, que su mirada te arropa, que te sientes completa con él, que ambos fueron hechos el uno por el otro. Me habrías dicho, emocionada, deslumbrándome con tu mirada, que él, acaso sin conocerlo, ya te tiene toda, en cuerpo y alma. Te habrías olvidado hablar, como en otras veces, de la pena que te da aquel que te sigue como un perro, enamorado de ti, y también habrías olvidado hablar de aquel que amabas con locura hace algunos meses apenas.

Si fuera un dios menor, y pudiera ver todo desde el cielo o la tierra, habría visto que un simple día te topas con el recuerdo de tu amor supuestamente ya olvidado, y que te echas a llorar, porque no puedes olvidarle, porque tu nuevo amante es una caricatura, una mala copia de aquel otro, uno que estuvo en el momento de tu debilidad acaso, y que ahora no sabes ni siquiera si quieres estar un segundo más con él, si quieres volver a besarlo, si quieres volver a dejar que te muerda en el cuello, o que tome tu cuerpo.

Y habría visto que te quedas con él porque el dolor de tenerlo a tu lado es menor que el de no poder tener a aquel otro, que se deja ver entre tu mundo con su nueva novia, y te ve de lejos, sonríendote, tratando de que sean todos amigos: tú, su nueva novia, y tú. Te quedas con él aunque le detestes secretamente, acaso sin saberlo, no por sus defectos, sino por lo que no es, por lo que pensaste que era alguna madrugada cualquiera.