jueves, mayo 09, 2013

La que adoraba a los checos

Hay cosas que considero inadecuadas para ser escritas o mencionadas. Soñar con un amor estúpido es una de ellas. Pero lo voy a hacer esta vez, porque sí, porque porqué-no. 

Y es que soñé con una pequeña dulcinea a quien vi por última vez hace casi tres años. Sí, casi tres años. Dios, el tiempo vuela. Y desde entonces, por supuesto, las noticias que he tenido de ella han sido más bien pocas, casi inexistentes. Lo último que supe fue a través de una amiga suya, a quien me encontré en un pub de Praga, y la mencionó, junto con algunos datos que honestamente no recuerdo. Oh, no, recuerdo que dije que seguía viviendo en Praga. Y eso fue todo.

Nuestro idilio no lo fue, claro está. Me gustó a la primera vista, como si ella fuera un imán, tan amor-a-primera-vista (que últimamente juzgo como "patología compatible detectada a primera vista"). La vi, delgadísima como es, con el cabello castaño oscuro, mientras ella a su vez posaba sus ojos en los míos, con la mirada adolescente y retadora, burlona, pero amigable. Nos gustamos, podría decir.

Luego las cosas no salieron bien. No sé si fui muy pesado con ella, o intempestivamente cariñoso, o necio, o qué sé yo. Quizás ella era demasiado joven, tenía miedo de ir de prisa, se quería tomar las cosas con más calma, en tu terrible y muy profunda inseguridad (que rebasaba la mía, y eso ya es algo), y por que, también, siendo honestos, ella, eslovaca, tenía una fascinación con los checos. Sí, se lo escuché decir alguna vez, al hablar de un político, de un cantante, de un escritor. "Es que es checo!" decía con emoción. Kafka era su favorito, por supuesto.

Yo era apenas un hombre con el corazón roto aún, por el fantasma de toda mi vida (ex fantasma en poco tortuoso presente), y huí a ella, una ilusión, como se huye, literalmente, de un fantasma. Y ella una niña apenas, ansiosa de descubrir el mundo, de encontrarse, de alcanzar a definirse, de no sentir esa inseguridad atroz que tanto la azotaba, en su casi-soy-bella que rondaba su cabecita.

Lo extraño era que en el sueño ella me hablaba, en un presente surreal (como el de todos los sueños), y yo fingía no recordar su nombre. Y ella se quejaba. Y eso era todo. Sonrisas mutuas, finalmente honestas, sin máscaras. Y mi agradecimiento con ella, dicho en palabras silenciosas, dichas a mí mismo para ella, casi un soliloquio: gracias por hacermela olvidar, aunque haya sido apenas por un par de meses.

miércoles, mayo 08, 2013

Me voy a comprar un yate (y sin Juana)


Me pregunto si soy tan malo escribiendo como lo es Felipe, el eterno admirador de Juana. Sí, sí, escribiendo novelas mal hechas sobre ella, frankenstianas, en un idioma que no domina, usando historias pre-cocinadas (amor imposible, besitos robados, amores no correspondidos, muertes trágicas y mucha esencia kitsch).

Juana: aún recuerdo su nariz chueca en Milano el domingo aquel, nuestro último día por allá, en aquel delicioso país. La recuerdo sentada, a la luz plena del mediodía, en la plaza vieja. Y yo sentí que no la volvería a ver. Como eso mismo, una historia pre-cocinada. Ella dijo que no, que era seguro que nos volveríamos a ver. Y me lo repitió en un mensaje público, diciendo que era segurísimo, que había que tener paciencia, pero que sucedería.

¿Realmente tenía yo ganas de verla? Sí y no. Sí, por la profunda pura lujuria, las ganas de curarme el ego herido. No, porque me falló y no me curó ni la lujuria ni la calentura, y nomás me dejó el ego herido cuando no se vino a México, sino a cierto puchurriento país, a vivir (y porque cuando finalmente vino a México, se fue de vacaciones, seguramente pagadas, con su eterno y muy literalmente viejo, Felipe).

En aquel país, por cierto, cuyas fotos sólo muestran o edificios modernísimos o jungla absoluta (me pregunto si aquellos edificios están cerca de El Canal, y eso es todo), vive su amiga querida, la chica de ojos de gato que le dijo que yo era un caliente y no sé qué cosas. Ego herido de su parte, porque yo, admirador suyo -osea- había sido transferido a la fila de los que iba tras las nalgas de Juana.

Y luego regreso yo, muy feliz y campante (pese a las dudas enormes de la narizona Juana, quien dice que soy más bien neurótico y más bien inestable) a Praga, y entonces resuenan los ecos, y las preguntas, y las felicitaciones de su parte por volver a esta ciudad (en realidad llegué aquí por flojo, pero en realidad voy más allá, de tour por otras partes de este continente, antes de que, Dios lo quiera o no, se lo cargue la chingada temporalmente). Sí, dice que nos volveremos a ver. ¿Realmente importa? No. Palabritas más, palabritas menos. Kitsch molido.

Pero luego me dice Juana que la vida es maravillosa en aquel puchurriento país. Ah, sí, porque nunca fue más feliz. Que ojalá lo pudiera yo ser así algún día. Ja! Lo que no sabe es que nunca fui tan feliz como en los últimos tiempos, disfrutando unos putos chilaquiles cualquiera, huevos rancheros, cafecito en la mañana o a media tarde, una novelita, una peliculita en la noche, salsa aunque sea nomás escuchada en algún bar cerca del centro, y ya. Porque, querida Juana, tuve que adaptarme a ser feliz solo y pleno cuando perdí a mi trauma-obsesión-amor-de-mi-vida (que no eras tú, como seguramente sabes).

Ah, sí, ¿O quizás lo dijo meramente de ardilla, porque le di demasiados detalles sexuales y de orificios de mi actividad actual, mientras estaba ebrio de placer y de alcohol? Ja, quizás. ¿Realmente importa? No, no en realidad.

Y como lo dije en público: debería pedirle un dólar a cada personita que se declara prontamente feliz por haber conocida a la persona de su vida (y poder decirles, luego de que me lo den "felicidades por haber encontrado a la persona de tu vida - de nuevo"), y comprarme mi yate. Y es que yo me vería muy bien encima de un yate.

sábado, mayo 04, 2013

Nostalgia en Kiev


Y de pronto, no sé porqué, siento una terrible, indeseada, casi ajena, nostalgia en todo mi cuerpo. La siento recorrerlo suave, tibiamente, y acaso por instantes parece adormecerse, casi morirse. Pero allí sigue, en mí, deambulando, apareciendo y desapareciendo, haciéndome evocar, sentir el pasado, pensar en el hubiera, añorar el futuro pintado de rosa.

Supongo que es el cambio de ciudad, haber venido a Kiev, que luce tan distinta a mi tan familiar Praga, que está llena de edificios viejísimos y deliciosos, de cafés, de restaurantes comunes y corrientes, y de bares, y de gente llevando abrigo porque, incluso en principios de Mayo, llueve y hace un fuerte viento.

Aquí la cosa es más bien distinta, en Kiev. El calor llega casi a subyugarlo a uno, y el aire está impregnado de tierra, de flores secas, de árboles trémulos que parecen, como dijera Wilde, apenas soportar su propio peso. Tienen el olor a pueblo mexicano casi, y casi puedo sentir la fiesta a la vuelta de la esquina: unos quince años, una boda, o una primera comunión, entre mole poblano demasiado ácido, arroz rojo pasado de sal, Coca Cola y Bacardi Blanco. Casi.

Casi.