jueves, febrero 26, 2009

Encuentro ocasional

Alguna vez me la encuentro por la calle, y al verla, cuando sonrío y ella me sonríe, cuando nos abrazamos tras tantos años de larga y constante separación, no podemos sino reír del pasado.

Nos sentamos en la banca de un café cualquiera. Ella con ropa negra, llevando zapatos deportivos, y ya no usa lentes. Sonríe más que nunca, y se nota que la madurez alcanzó su pecho. Escucha con atención, y se nota la energía inmensa en su rostro.

Y ella me dice que he cambiado. Que mi mente ha dejado de vagar en el limbo de lo irrealizable, de lo exagerado, de lo infantil. Al mismo tiempo, sin embargo, me he vuelto más complejo. Quizás todavía un poco necio como en el pasado, me dice, y le creo por completo. Soñador, sí, todavía, pero ya no de manera absurda -o de manera menos absurda en todo caso-.

Ella me platica sobre su vida, sobre sus viajes, sobre su último gran amor, ahora lejos, en el mismo continente, pero en el otro extremo del mundo. Le quiere, le extraña, mas la distancia les separó tras haber estado juntos por años enteros. Ahora sale con tipos interesantes: escritores, publicistas, comunicadores. Pero no es lo mismo, con el amor no cicatrizado, bohemio, alejado de la pose de lo artístico, de lo falso, de lo plástico.

Y yo le cuento sobre mi vida, sobre mis viajes, sobre mi trabajo, y por esa terrible e insidiosa fascinación -ella lo sabe- por buscarme problemas, por tener tanta facilidad en fastidiarme la vida eligiendo los caminos incorrectos en el diario vivir. Me aconseja con pronunciado acento que deje eso, que rompa mi patrón, que deje de buscar esas formas de placer-sufrimiento. Y cuando escucha mi penúltima aventura, estupefacta, me dice que ese es el colmo de los males. Sin embargo, la tranquiliza que mi última no sea de esa forma, tan baja ni terrible.

Y nos despedimos al encontrarnos por mera casualidad, cuando ella me pensaba en otro país al norte, y yo a ella en otro del sur. Nos despedimos tras años separados, quizás para separarnos de nuevo. Sí, estaremos en contacto. Sí, nos escribiremos para contarnos las cosas más tontas, las decisiones más bobas. Y le doy un beso en la frente, como el beso que quise darle hace algunos años, cuando mi inexperiencia y la suya nos sumieron en la amargura a ambos. Y ella sonríe, y veo un dejo de nostalgia en su rostro, en su mirada, en su sonrisa. Pero esa nostalgia es momentánea, no permanente, como antes.

Y nos despedimos, como nos encontramos, ¿por cuánto tiempo? No sé. Sólo espero seguir sus consejos.

miércoles, febrero 25, 2009

Aclaración

En días pasados, un acontecimiento más bien lamentable he llegado a mi persona, cuando me he enterado que algunas personas han tomado algunos de mis textos como cosas reales, desconociendo que los cuentos no son más que eso: cuentos. Son meras historias que se nos ocurren a quienes, incluso sin ser escritores, y que nada tienen que ver con la realidad.

Quien escribe una historia sobre asesinato, no es por ello alguien con deseos de matar, un asesino en potencia. Quien escribe una historia de amor, no es por ello, necesariamente, amado. Quien escribe una historia de ciencia ficción, no es una persona que tiene, de manera enfermiza, ideas totalmente fuera de la realidad.

Estas personas, pensando que lo que en su momento fue inspiración -e inspiración de un momento hace largo tiempo, y además, de uno muy triste, y casi diría terrible-, piensan ahora que en realidad es una forma de quejarme ante el mundo de ellos, revelando su intimidad, han esparcido rumores sobre mi personas, y además, mentiras y acusaciones sobre mí.

Es por ello, por el hecho de que no pueden entender que ellos no son más que la inspiración, que no lo que escribo sobre 'ellos' no es más que producto de mi imaginación (ya que los personajes que se me ocurrieron ni siquiera con ellos), que he decidido suprimir todas las entradas que mostraban historias que me surgieron a raíz de ellos (solamente espero que no tengan la grave locura de pensar, de momento, que todas las entradas pertenecen a su historia).

Lo hago, incluso cuando sé que no es un crimen ni mucho menos -un ejemplo de un verdadero crimen sería haber mostrado sus nombres reales, quizás a veces con otros datos adicionales, que pudieran hacer que conocidos en común leyeran estas historias-, quiero evitarme cualquier clase de chisme sobre mi persona, como los que ya han hecho correr, tan lejos de mí, colocándome como un loco, insensato, y demás.

Y para mis amigos de B (en el país de C1), y para mis amigos de P (en el país de C2), por favor, les pido dejen de leer este blog, pues aunque bien me abstendré de escribir sobre su pequeña historia, no quiero que puedan pensar, en un momento futuro que hago alusión a ustedes.

Y a mi amigo de B, en el país de C1, le digo: oh amigo mío, querído desconocido, te honro y agradezco la atención de leerme en tus muchos ratos libres que tenías en tu trabajo, según parece, pues hubiera pensado que eras tú el que menos vendría a honrarme con su lectura. Te lo agradezco mientras haya durado, y espero que mis textos, aunque muy imperfectos, te hayan mostrado una forma de diversión alejada al mundo de los números en el que te desenvuelves.

lunes, febrero 16, 2009

Con lágrimas en los ojos se despertó a la mitad de la madrugada

Sentado al borde de la cama, a las tres o cuatro de la madrugada se despertó de pronto, sobre saltado. No sabía qué había soñado, pero debió haber sido muy triste, pues sus ojos estaban húmedos, llenos de llanto. Y gimió levemente sin saber todavía porqué, aún no del todo recuperado del sueño.

Gimió después, de manera más suave cada vez, otras tres ocasiones. Se limpió los ojos, y se quedó allí, anclado a la cama, como una estatua, quieto, apenas respirando. Y se dio cuenta de que la pesadumbre dominaba su pecho. ¿Qué cosa era la que había, pues, soñado? ¿Qué terrible, triste o deprimente pesadilla había arrasado su ánimo mientras descansaba en la oscuridad de la noche?

Se limpió los ojos cuando notó que una lágrima escapaba, sin su permiso, del ojo derecho, deteniéndola mientras recorría suavamente su mejilla todavía cálida por las cobijas. Quiso levantarse y no pudo. Quiso echarse a la cama, y no pudo. Sólo pudo, en cambio, cerrar los ojos del cuerpo, y abrir los del alma, cuando el sueño le revelaba que un ciclo de su vida había llegado por fin a su término. Él sabía que debiera ser más bien motivo de alegría, de tranquilidad, cuando un luto llega a su fin, cuando la tormenta ha cedido a la luz del sol, cuando las nubes se apartaron para dejarle acariciciar la ciudad.

Él había comenzado a soñar a Marcela después de dos semanas de separarse de ella, cuando, precisamente, comenzaba a pensar que era raro que no sintiera pena por su partida. Y noche a noche, sin quererlo, sin desearlo, y después odiándolo, destestándolo, siendo regresiones diarias de su dolor, tuvo que vivir con ello. Y siempre viendo a Marcela en distintos papeles, en distintos lugares, en distintas situaciones.

La primera semana la soñó regresando a él, hundiéndose en su pecho, sollozando de felicidad por regresar a casa, renunciado a todo por él. Y en esa semana, al despertar, pobre de él, que veía con terrible amargura que ella no estaba a su lado, que estaba tan cerca pero tan lejos, pero jamás a su lado, nunca regresando a él.

La segunda semana soñaba que ella estaba con otro hombre, que se iba con él caminando debajo de la luna, con la calle iluminada por los faroles en un principio de primavera. O a veces la vía caminando, sonriendo del brazo de otro hombre, cuya rostro no veía, mientras la lluvia les mojaba a ambos, que simplemente, se sonreían el uno al otro. Y otras veces las soñaba en un café, o encontrándoselos en el cine, o en la calle en un domingo cualquiera. El despertar le traía una amargura, porque la realidad no distaba demasiado de sus sueños, de sus pesadillas. Despertaba dolido, herido, envidioso, a veces fuera de sí.

La tercera semana la pasó entre gritos apagados a mitad de la noche, al verla desnuda, siendo poseída por él, o a veces simplemente besándose delicadamente en un jardín de mediodía. Otras veces simplemente soñaba que era un árbol que, desde afuera de una casa, a través de una enorme ventana, veía cómo se acurrucaban juntos en el sofá, mientras él la besaba en la mejilla, en la frente, y en los labios. Y enojado se paseaba por la ciudad durante las horas diurnas, con el semblante serio, apagado, con el ceño fruncido.

La cuarta semana soñó con ella, así, sin compañía, caminando en la calle pensativa, a veces viendo su propio reflejo en los cristales del metro, y otras tantas leyendo, sentada en su cama, con la pijama puesta. Ella no parecía demasiado feliz, pero tampoco triste. Simplemente estaba tranquila.

Y las demás semanas, ¡ah! ¿Alguien las recordaba, por ventura? Eran retazos, sueños incompletos mezclados con delirios, con pesadillas, con mentiras, por todo lo que él se había, sin querer, reprimido ante el abandono de ella. Todo lo que pensaba, pero que se callaba, que evitaba pensar, sus miedos, sus dudas, sus preguntas, y todo se veía allí revuelto, en colores por momentos oscuros, por momentos claros, a veces de noche, a veces de día. A veces la veía sonriendo, a veces enojada con él, y otras tantas, tantas, simplemente viéndole indiferentemente al pasar por enfrente de él, en un parque, sola o acompañada.

Y, terrible cosa, hubo instantes en los que él pensaba que los sueños eran las marcas del destino, del futuro, de lo que pasaría. A veces le parecía que eran las posibilidades que se abrían en el tiempo, en la vida, en el mundo. Y a través de esos traicioneros sueños, como si fueran un reparto de canciones, a veces renacía en él la esperanza; a veces, en cambio, se veía ahogado por la negatividad; a veces, por la resignación, que le llenaba de un vacío insoportable. Otras tantas vino a tocar a su puerta el orgullo, y otras tantas el dolor, o la desesperanza.

Y, finalmente, llegó el hartazgo, al notar que había soñado con ella, sin quererlo, sin desearlo, detestándolo desde lo más profundo de su ser, el doble de noches de las que la había tenido con él, y que, también, según decían las malas lenguas, en todo este tiempo, el doble del que estuvo con él, había ya pasado con aquel otro nuevo amor. Y se sentía frustrado, recordando un pasado muerto, extinto, reviviendo fotos rotas, recuerdos amargos, esperanzas ahogadas, muertas, apagadas.

Y esa noche, que era más bien madrugada, se convertía en un leve instante en amanecer, y se dio cuenta, todavía con los ojos humedecidos, con el pelo alborotado, con la espalda encorvada, con un sentimiento de tristeza, que era la primera noche en mucho, mucho tiempo, en que no soñaba a Marcela. Había soñado, sí, pero había soñado con sí mismo, como no pasaba hace tantos años. Y en esa breve noche tuvo dos sueños, pero en ambos estaba él, allí, como era, sin ser tristes, ni alegres, sino así, como la vida es, ni completamente triste, ni completamente feliz.

A pesar de todo, había llorado mientras dormía. Y se sentía triste, melancólico. ¿Porque, entonces, se plantaban de esa forma estos sentimientos en su espíritu? Quizás por que Marcela, o mejor dicho, el fantasma de ella -que no era cosa que una mezcla de ilusiones, de desilusiones, de sueños, de desencantos, de frustraciones, de recuerdos buenos y no tan buenos-, había finalmente dejado su pecho. Y lloraba al despedirse, finalmente, no de ella, sino de ese fantasma.

A todo esto, ¿qué haría en ese momento Marcela? Quizás estaría durmiendo tranquilamente, abrazada por su esposo o novio. Quizás estuviera ya despierta, preparándose para llegar temprano al trabajo. O tal vez ya se hallaba despierta, o ya se hallaba a punto de dormirse, en un horario distinto, en alguna ciudad lejana. Quizás durmiendo sola. QUizás triste, o quizás alegre. Y él pudo, finalmente, sonreír, porque esas lágrimas que se le escaparon al alma mientras dormía, eran las últimas para ella, las que habían marcado su despedida para siempre de él. ¿Marcela entonces? Que Marcela esté bien, y eso era suficiente como un mero deseo lanzado al mar o al cielo, desapareciendo en el olvido apenas haber sido pronunciado.

Pero, que te vaya bien, Marcela.

viernes, febrero 06, 2009

Cuando las horas se alargan (V)

Vergüenza.

Hoy me averguenzo de dos cosas que en otros tiempos me podrían haber parecido de lo más bajo e insignificante. Pero la vida da vueltas, y es por ello que ahora hacen que mi sea mi alma, más que mi persona, la que esconda el rostro apenado cuando recuerdo esas dos tristes realidades que azotan mi ser.

La primera es del pesar que, a pesar de todo, reprimí como un ser insensible, o acaso como un ser que no necesito de las emociones, ni se deja corroer por ellas. Un ser frío, al que no le importaba que la vida no le fuera, en un leve instante, benéfica. Escondía -como bien dice el dicho- yo mi dolor, y solamente a algunos amigos se los compartí. Y mientras tanto, me aparecía ante el mundo con una máscara de alegría, hipócritamente, sintiendo que si me mostraba tal como me sentía, me ganaría el desdén de las otras personas. Y no es que sean insensibles o tengan prejuicios contra el pesar, sino que, cobardes como somos todos, huyen como yo quizás también huiría del dolor, con pánico, con miedo, sin querer contagiarse por él.

Y la segunda cosa de la que me averguenzo, es de haber perdido totalmente el control sobre mí, sobre mi persona, sobre mis deseos, sobre mis necesidades y sueños. Me vi dominado por un ansia irrefrenable de un ideal que ahora juzgo bajo, vil y vano, deseando por encima de todas las cosas dominarlo, tenerlo para mí. Rompí mi control, y mi persona se vio envuelta en una pasión maligna que desbocó todo lo malo que hay en mí. No pudo venir la razón en mi ayuda, ni mi lógica pudo detener este terrible avanzar de la locura.

Y por un instante siento más remordimiento sobre esa pasión que me dominó de manera tan absurda y estúpida, por que mi ideal, al igual que yo, estaba inundado, a su vez, de una carencia de control tan inmensa, y en realidad, mucho más inmensa que la mía, que debí de haberme visto a través de su situación, como una persona que había dejado de actuar razonablemente en lo absoluto, creyendo en realidades inexistentes, como sediento de meros sueños irrealizables, poniendo mi vida al borde de la locura por una estupidez que seguí como una religión.

Hoy, que veo que el dolor ha pasado, y que no necesito máscaras con los cobardes que tienen miedo del dolor; y ahora, en que veo que mi persona ha sido arrasada, en más de una manera, por esa obsesión tan vana, solamente puedo ver que cosas buenas deben de salir de ello. Por momentos pienso, no sé sin con razón o no, que haber pasado por esa experiencia me ha hecho poder ver algunas cosas de manera más clara, por ruines, vacuas, o insignificantes que sean, lejos de la gloria que, no sé en qué momento, les impregne en mis sueños.

jueves, febrero 05, 2009

Cuando las horas se alargan (IV)

Recuerdo.

Solo en otra ciudad, caminando entre desconocidos, comiendo con desconocidos, y riendo con desconocidos gastaba algunos días alejado de mi ciudad. Dos o tres días, apenas. Y me iba con el alma aconjogada, preocupada.

Había vislumbrado que me habían mentido. Y así, entre la resignación de la mentira, y el querer pensar que todo era un error, mi mente erraba en ese viaje, en la mañana cálida, entre el ruido de los coches del mediodía, en la tarde que caía llenando todo de oscuridad.

Y pensé que todo podía ser resuelto. Por supuesto, todo se aclararía. Pensaba que todo tenía solución. Y de esta forma gasté un día perdido en una ciudad en la que estaba solo, entre en el ruido de las gallinas, de las aves tropicales. Y al llegar la noche, salí a caminar, pensando siempre en aquello que me desesperaba y me llenaba de alegría a un mismo tiempo. Salí, y caminé, aferrándome a ese ideal, entre emociones antagónicas.

Y feliz regresé, tonto, a mi ciudad, en donde no sólo me esperaban mis amigos, sino, también, ese ideal, aunque realmente estuviera a kilómetros de distancia. Y me moría por huir a él, por perderme en ese ideal, por escucharle, por verle, por abandonarme en aquello que tanto adoraba. Porque ya no iba a estar solo, como un día antes, en la oscuridad de mi alma.

Y al llegar la fuente de mis alegrías, tristezas e ilusiones, estalló lo que tanto temía: desídia. La amargura impregnaba su canto, la indiferencia pintaba su alma. Fue poca la amabilidad que sobre mí virtió, cuando antes lo hacía siempre, sin faltar. Parecía tener prisa, prisa, prisa. ¿Prisa por hacer qué cosa?

La confesión terrible, lamentable, demente, exasperante resonó de manera horrible en mi alma, dejándole muerta, de pie, con el cuchillo clavado en el corazón, impactada, anonadada. Esa soledad que pasé un día antes había sido todo lo que yo no quería, qye ahora se convertía en mi futuro: soledad, preguntas, miedo, oscuridad.

Hasta el día de hoy sigo sin comprender, sin entender. Quizás nunca lo haga. Pero el recuerdo sigue allí, allí, clavado en mí, sin que pueda moverle.