domingo, julio 17, 2011

Cuando José Manuel vino de Madrid

Ella lloró al despertar, en medio de la noche, y darse cuenta de que José Miguel no estaba con ella. Y no era su ausencia, precisamente, lo que la lastimaba. No. Lloró en silencio, largo y tendido, cuando él debía estar con ella, esta noche, haciendo el amor, y en su lugar, más que una simple ausencia, más que pena por ese hombre que no estaba, había un sueño roto, resquebrajado.

Porque él era el hombre de su vida -¿no lo era, en verdad, con ese cabello negro color noche, con esa mandíbula cuadrada, varonil, y esos ojos profundos, que parecían leer en lo hondo de su alma?-. Porque había, sin darse cuenta, sin querer, tejido en su mente una perfecta ilusión, un ideal. Expectativas del hombre de su vida, de una vida nueva, sin dolores, llena de amor, de noches llenas de besos y de desnudez del alma y del cuerpo, llena de él.

Y ahora solamente su ausencia, que era como una burla, como una burla de la vida, cuando la puesta en escena se vino abajo; como si de pronto se hubiera ella dado cuenta de que era una comedia, una tragicomedia, una burla, con los escenarios grotescos y falsos, y los diálogos llenos de lugares comunes: te amo, eres la mujer de mi vida, somo el uno para el otro, eres lo mejor que me ha pasado, nadie me lo hizo como tú -sic-. Y ellos eran los actores, con un maquillaje que ahora, cuando se veían el uno al otro con mayor claridad, les hacía recordar a un payaso. Y una actuación tan absurda, tan fingida, tan falsa.

Porque se conocieron cuando ella fue a Madrid por el trabajo, y quedó prendada de él, de lo que él proyectó en aquel instante. Porque pasaron días juntos en aquella ciudad, que para ella representaba la ciudad más bella de España, entre copas y cenas y besos y nuevas desnudeces. Todo el tiempo dedicado el uno al otro en un fin de semana extendido, en un sueño, una burbuja, una dimensión alternativa a la realidad, perfecta.

Pero cuando él vino a su pequeño pueblo, la simplicidad y lo cotidiano parecieron desgarrar esa farsa que ambos habían levantado. Primero fueron los simples detalles, y el jabón y la ducha, y los ronquidos y el desayuno mal preparado. Luego fue encontrarse cara a cara, en esa simplicidad absoluta de esa pequeña ciudad, con los rincones ya conocidos, con la realidad y sus problemas y sus complicaciones diarias.

La simple simplicidad de lo cotidiano. Así, simple. Qué prosaico se escuchaba. Qué frágil la puesta en escena. Qué grotescos sus creadores. Ni los besos, ni los lamidos, ni los orgasmos eran lo mismo. Ni las cenas, ni las pláticas, ni los cumplidos. Ahora sólo había, de pronto, no sorpresivamente, puntos de vista distintos, silencios interminables, disgustos, y falta de comunicación. Era como si, de alguna manera, él, al llegar a esa ciudad, hubiera dejado de ser un ser divino, renunciando a ese privilegio al estar con ella, al poner su pie en la estación de trenes.

Y el pasado que nunca dejó de irse estaba ahora allí, con ella, en ese silencio del alma y de la noche. Porque hubo en su momento un José María, que tocaba tan majestuosamente la guitarra, que la conquistó cuando ella estuvo en Valencia una semana, quien dejó de ser divino, también, al venir a su pequeña ciudad. Y porque hubo un José Alfredo, pintor fuera de serie, al que conoció en Barcelona, y el que, no sorpresivamente, también perdió ese aire majestuoso al poner en pie en la estación de autobuses.

Y ella estaba furiosa, sí, Enojada, frustrada, llena de odio. Pero no contra sí misma, ni contra la vida, ni contra el destino, ni contra los astros. Estaba llena de ira contra la simple cotidianeidad y la simplicidad que exhala un día común y corriente. Porque eso era lo que, realmente, había acabado con sus romances nacidos de bellas e inmaculadas vacaciones.