lunes, mayo 31, 2010

¿A qué juego?

¿A qué juego al tratar de olvidarte, con todo lo que tengo de ti? ¿A qué juego al tratar de pensar que me olvidaré de tus ojos, de tu mirada burlona, de tus labios tímidos, de tu sonrisa cínica? ¿A qué juego al decirme que te olvidaré con todo lo que eres, con lo poco o mucho que fuiste, con lo que pudiste ser? ¿A qué juego al decirme que habrá un mañana más bien pronto en el que pronunciar tu nombre no me causará la más pequeña nostalgia?

¿A qué juego cuando, de noche en noche, me digo que se me pasará tu recuerdo con celeridad, y que un nuevo y exquisito placer me espera mañana, haciendo que me olvide de ti por completo? ¿A qué juego al tratar de no pensarte cuando me vienen tus ojos a la mente, y escucho de manera leve tu voz en mis oídos? ¿A qué juego al buscar otras tantas chicas rubias o morenas, más jóvenes o más maduras, más gordas o más flacas, prometiéndome, si acaso me hundo en ellas, las más grandes satisfacciones que me purifiquen de mi deseo por ti?

¿A qué juego al escuchar los consejos de otros, y al supuestamente creerme que no me convienes, que nunca me has convenido? ¿A qué juego al tratar de convencerme de que eres más bien una mujer promedio, no demasiado bella, no demasiado inteligente, no demasiado culta, no demasiado madura, no demasiado tierna, ni demasiado inocente? ¿A qué juego al tratar de compararte con otras mujeres más hermosas, que se parecen tanto a esas estatuas perfectas en mármol, y tratar de encontrarte todos los defectos del mundo, si, al cabo, nunca me pude explicar ese arrebato que causaste en mi desde la vez primera en que te vi?

¿Y a qué juegas tú, cuando me dices palabras dulces, y luego me las quitas, escondiéndolas, como si nunca hubieran sido pronunciadas ni pensadas? ¿A qué juegas tú cuando intentas no darme demasiada importancia, y a tratar de pensar que soy no otra cosa que tu mero amigo? ¿A qué juegas cuando separas tu cuerpo y tu mente de mi comarca, si al cabo eres tú quien vuelve a mi, de manera tímida, sonriendo apenas, para luego irte como si nada hubiera pasado? ¿A qué juegas cuando dices y luego te desdices, y luego pretendes, además, que nunca te has desdicho?

Me pregunto si no juego yo a pensar que tú juegas también, cuando tú, en realidad, no lo haces; o acaso, tu juego sea el de no jugar, y dejarme, en cambio, jugar en un tablero en el que solamente yo participo, muevo mis piezas como un loco, y tú, querida mía, sólo me ves, me ves, me ves.

viernes, mayo 21, 2010

La mujer de anoche

Ayer, al verte por vez primera, no pude dejar de darme cuenta a simple vista, a media luz, de tu deslumbrante belleza. Tu cabello negro en contraste con tu piel blanca te daban un toque de elegancia; y tu mirada levemente altiva, ligeramente burlona, con tu ojos bien abiertos, chispeando, con tus labios a punto de dejar escapar un desdén, en un ardiente rojo, te daban un aire que no pude dejar de alabar en mi mente. Por supuesto que eras muy atractiva; no, lo correcto sería decir que eras ridículamente atractiva, porque no sólo se conjugaban en ti la belleza y el porte, sino el misterio y un no sé qué que no me pude explicar en ese instante. Apenas, inexperto, sospechaba que había algo más allá, algo indecible, que parecía flotar alrededor tuyo, místico.

Bailaste por horas, sola, con gran suavidad, con gran cadencia, mientras todos volteaban a verte. Varios hombres, de forma casi cavernícola, embrutecidos algunos por el alcohol, otros por el deseo, otros simplemente arrastrados por esa seducción que dejabas escapar a cada paso como un perfume, se acercaban a ti, para contemplarte, para bailar a tu lado, todos incapaces de dirigirte la palabra, esperando de ti tan sólo una leve sonrisa. ¿Te tendrían miedo, como yo, acaso? ¿O sería que, viéndote tan hermosa y altiva, pensaran que ir tras tus pasos era perder el tiempo, ante un seguro rechazo?

Seguiste bailando mientras la noche avanzaba lentamente, siempre sola. No dejaba de observarte, mientras el amigo que me acompañaba esta noche inolvidable no dejaba de murmurar al viento cuán radiante estabas, que eras brutalmente bella, una diosa. Te contemplaba siempre esperando toparme con tu mirada, tener un en instante un poco de contacto visual. Y cuando por fin llegó esa casualidad, que apenas duró algunos segundos, creí alcanzar a vislumbrar de manera muy pequeña tu esencia, tu espíritu, en esa mirada ardiente como el fuego, como los rayos del sol del mediodía. Me conformaba con verte bailar, con ver el perfecto movimiento de tus caderas, ataviada en unos simples pantalones de mezclilla y una blusa oscura abotonada que parecían no estar a la altura de tus ojos y de tus labios, profanando tu cuerpo y tu belleza. Me conformaba al verte, al observarte extasiado, como todos los hombres que permanecían a tu alrededor, presos de ti.

Deambulé, durante esas horas, entre la oscuridad, en busca de perderme en el alcohol, como otros tantos, y de olvidar un triste recuerdo que había empañado mis horas diurnas y nocturnas las últimas semanas. Y mientras deambulaba, siempre pensando que era suficiente para mí el haberte visto bailar sola, en un instante, pude ver cómo bailabas con un niño, con un adolescente que jugaba a ser hombre, con su camisa clara abierta hasta la mitad del pecho, con collares colgándole del cuello y pulseras de colores en las muñecas. Un niño jugando a ser hombre, un niño tratando de acrecentar su experiencia y su placer a través de un baile supuestamente sensual, tomándote por la cintura, acariciándote los brazos, las mejillas, disfrutando del roce de tus caderas. Un niño, porque, finalmente, solamente parecía respirar como un toro, apenas controlando su excitación a intervalos irregulares, apenas modulando sus sentidos. Verte allí, con él, hizo que rugiera dentro de mi un deseo: el de poder ya no sólo verte, sino tenerte como te tenía ese niño, ese adolescente.

Y llegó, por fortuna, el momento en el que te encontré sola de nuevo, esta vez descansando. Tomabas con tus delicados dedos una copa de vino blanco, sonriendo. Me acerqué a ti de manera rápida, decidida y al mismo tiempo nerviosa, para sonreírte y extender mi mano para pedirte la satisfacción de bailar conmigo una pieza, con mi mejor sonrisa. Me miraste, un poco divertida, un poco seria, un poco dubitativa. Me miraste por seis o siete segundos, a los ojos, fijamente, con los labios entre abiertos, como si no acabaras de decidirte. Me sonreíste, como si hubieras decidido finalmente, en un último instante, darme ese beneficio, ese placer, esa satisfacción. Me extendiste a tu vez tu blanca mano, suave y cálida como la brisa de un amanecer primaveral.

Te pusiste de pie, y pude admirar tu perfecta silueta, que se alzaba altiva ante mí. Suspiré. Tus ojos, de cerca, brillaban con mayor fuerza y tus rasgos resultaban más perfectos. La proporción de tu cintura y tus caderas se parecía a una de esas estatuas en mármol de algún mítico artista italiano. Y tu inmensa elegancia – nunca dejaré de mencionar tantas y tantas veces tu porte, lo refinada que me resultaste. Tomé tus dos manos, y luego tomé tu cintura con mi brazo derecho, de manera delicada, como si resultaras la más frágil figura de vidrio, o quizás porque sentía que estaba sin querer y queriéndolo, profanando tu cuerpo. Coloqué tu mano derecha en mi mano izquierda, y me acerqué a ti. Sentí por vez primera tu aliento, en la cercanía. Un aliento de mujer, de una mujer de verdad, no como esas niñas que juegan a ser feme fatales, que apenas huelen a inexperiencia y a dudas. Tus labios parecían invitarme a tocarlos con los míos, y tus ojos parecían saber ya todo lo que pasaba en mi interior, llenos de experiencia, llenos de seducción.

Conforme avanzaba la música trataba de ajustar tu cuerpo al mío, a que llevaras el ritmo de la melodía. Y cuando tus pies erraron consecutivamente, me pediste perdón, riendo, como si realmente no te importara no saber qué pasos se utilizaban en ese baile; como si esa disculpa fuera precisamente, en ese tono, lanzada de esa manera, la forma en que me decías: no me importa no saber bailar. Entonces, mientras reías, me tomé por completo entre mis brazos, y traté de unir tu cuerpo al mío, para que pudieras fundirte con mayor rapidez conmigo y con la música. Tus pasos comenzaron entonces a tener la cadencia que yo buscaba darte, suaves, lentos, precisos. Sentí cómo tu cadera se hacía dueña de la mía, poco a poco, instante a instante, cuando me ibas llenando de ti.

Yo, que se supone era el que intentaba llevarte en el baile, el conocedor, me vi preso de ti, porque tú tomaste el control verdadero de la pieza, mientras me hacías pensar que era yo el que te llevaba, en una mentira, ilusión. Me tomaste con fuerza, sin miedo, completamente decidida -como sólo lo puede hacer una mujer de verdad-, y me apretaste contra tu pecho. Colocaste tu cabeza en mi cabeza y sentí cómo literalmente me dejabas fundirte, al cabo, con mi cuerpo. Una llama terrible comenzó a devorarme por dentro, extasiado, perdido en ti. Recorrí con mi mano trémula tu espalda, mientras te iba suavemente meciendo. Esta cercanía de nuestros cuerpos estaba más allá de otras cercanías, tantas veces prosaicas y estrictamente animales, que tuve con otras chicas, con algunas más jóvenes, con otras más maduras. Tú sabías, no sé cómo ni de qué forma, entregárteme en el baile, y llenar de verdadera pasión nuestra danza. Te sentía arder, y pensé en un instante que ambos nos consumiríamos en la pista, a media luz, a media oscuridad.

Pero tristemente la pieza tenía que llegar a su fin, y yo estaba todavía extasiado hasta el infinito por tu aliento, por tu cuerpo, por tu cadencia, por esa forma tan poderosa en la que me hablaste con tu cuerpo. Y me sonreíste de nuevo. Te pedí -no podría ser de otra forma- una pieza más, o dos o tres, o cuatro. Me sonreíste, satisfecha, pero decidida a darme las gracias y nada más. Me sonreíste, sí, de manera coqueta, pero al mismo tiempo con un aire en el que me dejabas entrever que esa clase de placer no podía ser brindado sino en muy pequeñas dosis.

Ahora, cuando el cielo se ha pintado de gris, en este nuevo día, no puedo dejar de pensarte, y me lleno de tristeza al saber que no te pregunté nada. ¿Acaso me habrías dicho tu verdadero nombre si te lo hubiera preguntado? ¿Habrías permitido por más tiempo levantar esta barrera de hierro entre los hombres y tú, en esta noche? No lo sé, no lo sé. Me lo sigo preguntando, queriendo que cada pequeño instante del día que ha muerto se quede en mí, en mis recuerdos, y que pueda mantenerte en mis recuerdos tanto como sea posible. Poder recordar de manera absoluta tus labios tan rojos, tu cabello negro y largo, tu rostro de diosa mítica, tus caderas, tu silueta, tu elegancia, tu seguridad. Poder recordar que pude bailar con una mujer de verdad, más allá de mi entendimiento. Te extrañaré, supongo, cuando siga bailando con tantas chicas, unas más jóvenes, otras más adultas, como ya he bailado con tantas y tantas, que dudan, que no se entregan, que ni siquiera son capaces de verme a los ojos mientras bailamos, o que llenan de animal deseo el baile, sin perfección, sin arte. Te recordaré cuando baile también con perfectas bailarinas, que tienen técnica pulida con los años, pero que no tienen tu pasión, ese ardor en el pecho, tu experiencia. Me veré perdido, pues, en bailes impersonales, como hasta ahora reconozco. Y pensaré que algún día quizás pueda bailar contigo nuevamente, quizás sola una pieza. O quizás toda la noche, finalmente.