miércoles, diciembre 29, 2010

Cuando un simple día te encuentro

Cuando en un simple día de verano extinguiéndose, te veo pasar de manera inesperada muy cerca de mí, giro mi mirada hacia el lado opuesto, de manera violenta, inmerso en un miedo natural. He alcanzado a ver tu cabello enmarañado, libre, dorado, que danza cadenciosamente con el viento. Y he alcanzado a verte los labios rojos, que arden en una carcajada; y he alcanzado a reconocer también tus manos alargadas, suaves y blancas como la nieve.

Pero volteo, lleno de pánico, huyendo de tu rostro, porque no quiero toparme con tus ojos, con esas esmeraldas que coronan tu belleza color oro. No quiero enfrentarme con esos ojos que ya no recuerdo, que me obligué a olvidar hace tanto tiempo, que tanto trabajo me costo arrancar de mis sueños. No quiero que vuelva a la vida ese miedo que aún tengo de lo olvidado que, quizás, resucitando de ese entierro involuntario, atrapado en un algún ataúd en el olvido de mi vida, libre y furioso, me estrangule, me asfixie.

No voltees, por favor, hacia mí, que huyo desesperadamente de esa mirada tuya. Y si me reconoces como el verdugo apenas efímero de tu alegría un cualquier ayer, no fijes tu atención en mi persona, ni me otorgues el perdón que en otro tiempo tanto pedí. Que tus ojos no se detengan en mí, y si lo hacen, que sigan guardándome profundo desprecio, absoluto rencor, y que ese odio mueva tus pies a seguir adelante, sin saludarme, sin buscar mis ojos pecadores, sin pronunciar ni siquiera un merecido insulto.

Camina, camina más, un poco más. Más allá aún, a donde tus ojos no me alcancen, en un lugar en el que pueda apenas distinguirte, reconocer tu cabello, tus labios, tu nariz, tu delicada figura. Y poder recordarte, aún con gran melancolía. Allá, donde no me veas, ni me distingas, en donde no alcance a reconocer esos dos océanos en los que casi muero al sumergirme en ellos, en donde no quiero, aunque gozoso en otro tiempo lo hiciera, morir ahogado.

lunes, diciembre 20, 2010

Soy tu dictador

Observo mi reloj mientras echo mi última bocanada. Son las seis con veinticinco minutos. Muy retrasado, como de costumbre. Y como de costumbre me doy la vuela en la esquina, en donde me siento o me paro a hacer nada, a fumar y esperar que unos minutos más se consuman. Exhalo y dirijo mis pasos hacia donde estás tú, hacia donde estás, María. Aquí, a unos pasos, a donde llegaste, precisamente, veinticinco minutos. Siempre puntual.

Te observo por la espalda, ligeramente impaciente, mientras observas tu reloj con insistencia. Llevas vaqueros, con tu cabello castaño cobrizo cayendo suavemente sobre tu ya conocido abrigo púrpura. Cuando mis pasos resuenan detrás tuyo, te das la vuelta, y me encuentro con tus ojos marrones, que me reclaman amigablemente el haber llegado tarde. Sonríes casi imperceptiblemente, apenas por un pequeñísimo instante. No pongo, aparentemente, atención a tu ligero reproche, y no me disculpo por la tardanza, como nunca lo hago. Tú guardas silencio tras mi silencio, y te me acercas, tocas mis labios con los tuyos y me tomas del brazo. Te dirijo con mis pasos hacia mi café favorito. Tú, por supuesto, no sabes que yo sé que es tu café favorito también.

Llegamos e impacientemente llamo al camarero. Pido un café americano para mí, y un capuccino para ti. ¿O querías otra cosa, María querida? Yo sé que quieres beber un capuccino. Tu mirada cae sobre mí, con un leve tono de reclamo, nuevamente un reclamo amigable, y me sonríes, satisfecha, llena de ternura, y yo te sonrío cínicamente a mi vez. Te cuento del trabajo, de las reuniones, de los proyectos. Gasto tus minutos en una crónica que debiera resultarle poco interesante a todo el mundo, porque no es otra cosa que la misma crónica del día a día. Pero la recito de principio a fin y tú la escuchas, embelesada. Hablo, hablo, y hablo, y al final, te sonrío de manera orgullosa, altiva, y te hago preguntas muy específicas sobre tu trabajo, mofándome, de vez en cuando, de tus compañeras de la oficina. Tú sólo me sonríes al respecto, y quizás, al cabo, tras unos instantes, eres de mi misma opinión.

Terminamos el café. Como tengo hambre, pagamos la cuenta, y nos vamos hacia un restaurante español en donde sirven un gazpacho bastante decente. Caminamos mientras te comento que me han recomendado una película de Milos Forman, que no hemos visto. Tu asientes mientras tus brazos rodean mi brazo izquierdo, y me dices que deberíamos verla, que adoras a Milos Forman, que es uno de tus directores favoritos. Hablo más, y hablo, y hablo, de películas independientes, de obras de teatro avant-garde, de las nuevas tendencias del arte, de las novelas más polémicas del momento. Y hablo de todo, como si fuera una gran autoridad en cada uno de esos campos, conocedor que no acepta réplica ni retroalimentación, con un punto de vista único, universal y absoluto. Me escuchas, María, con tus ojos perdidos en mi, marrones, y guardas silencio, absorta en mí, y a cada instante siento cómo tus me aprietas con mayor fuerza, como si quisieras por un momento fundirte en mi.

Nos sentamos, y como vengo a veces sin ella a este lugar, antes de que ordenemos, le sugiero fuertemente que pida un buen corte español, mi favorito, el mejor, no cabe duda, del restaurante. Tienes que probarlo, María. De verdad. Me ves, por un instante seria, y luego asientes. Cuando llega el camarero, pareces una dulce niña que ordena lo que su padre le ha indicado pedir. Sonríes después, y cuando te digo que me cuentes sobre su día, callas. Te miro fijamente, y te ordeno, sin posibilidad de réplica, que lo hagas. Y después, entonces, comemos, y hablo más de cualquier cosa, cualquiera que se me ocurra, siempre y cuando sea con gran autoridad. ¿Qué importa que esté equivocado? Lo único importante es que yo piense que tengo, siempre, por siempre, la razón.

Al salir, cuando caminamos hacia mi casa, y tomamos el tram 17. Yo hablo mucho, a diferencia de los checos, que me escuchan, con la voz soberbia, y sus ojos giran hacia mí, no sé si con duda, con rencor, con miedo, o con mera curiosidad de aquel extranjero que ha osado romper con el imperturbable silencio. Y tú me sigues observando, siempre ávida de mis palabras, insaciable de mis opiniones. Te rindes a mi, como cada día, como cada hora que pasamos juntos. E incluso las veces en las que tú misma sientes la necesidad de hablar sin que yo te lo imponga, me lo cuentas, más que pidiendo, rogando mi aprobación, mi punto de vista. Me observas, y yo siempre domino tu punto de vista, tus opiniones. Y lo hago de manera sutil, carismática, pero siempre sin dudar. Soy tu dictador, tu dictador carismático, tu padre, tu autoridad, y pareces sentir que la vida se te aligera cuando pones toda tu persona bajo la mía.

Y lo que no sabes, y lo que no sabrás quizás nunca, María, es que cuando te juzgo, cuando doy mis puntos de vista, no te doy más que tus propios puntos de vista. Esas opiniones que te impongo son ya, en realidad, tuyas, que siendo reverberadas, se vuelven más fuertes en tu pecho. Y que cuando pido por ti, pido lo que más quieres, tras conocerte, tras observarte, tras reconocer en todo instante tus necesidades. Y lo que ignoras es que de lo que tanto hablo, de esas películas, de esas novelas, de esas puestas en escena, hablo solamente de lo que tú estás interesada en ver, en escuchar, en leer. Y lo que no sabes es que si parezco por momentos no quererte, si parezco un hombre insensible a tus necesidades, es solamente un disfraz que me he cosido al alma, porque yo, más que ningún otro, velo por ti, porque no quiero que me halles patético, débil, demasiado tierno, quizás como un perdedor, como en el pasado lo fui para ti.

Porque aprendí, en el tiempo en el que no te tuve, que necesitaba dominarte, o simular dominarte, para poder tenerte. A veces maltratarte, a veces llevarte la contraria, a veces ignorarte. Ser por instante un necio, autoritario, intolerante. Que necesitaba, si deseaba mantenerte conmigo, mostrarme todo el tiempo frío, como si no me importaras, como si la vida me fuera lo mismo contigo o sin ti, y que te hacía un favor al estar contigo. Porque te deseo, porque siempre te hube de desear, y porque no me importa el precio que tenga que pagar para poder amarte.

viernes, octubre 22, 2010

El sevillano de Praga 6

A las once menos diez de la noche la puerta del piso número seis del edificio número siete de una calle cualquiera cerca de Cechovo Namesti fue abierta por la mano de Jan Z., quien por mero azar era la persona más cercana a la puerta cuando sonó el timbre. Y en ese instante entró la peculiar figura de Miroslav S., alta pero todavía adolescente por sus miembros débiles y frágiles, con sus ojos pequeños, hundiéndose en su rostro alargado que terminaba en una descomunal quijada coronada con una barba irregular de un mes o dos, y con los dientes, como pequeñas sierras, escapándose de la boca, en una estúpida sonrisa, debajo de la nariz prominente de perico que coronaba la cómica fealdad de su persona.

Entró con pasos largos en la estancia, jorobado, con una botella de champaña barata envuelta en una bolsa, estirando su cuello de avestruz entre la concurrencia, que, dicho sea de paso, no reparó en él, como nunca reparaban de él en la universidad -a menos de que dejara escapar un graznido chillón que tenía por risa-, a merced de que todos los presentes estaban ya en la primera, segunda, o tercera etapa del cortejo. Se perdió durante varios minutos buscando a Patricia, la de las tetas grandes, a quien encontró con Milan, en plena sesión de jugueteo bucal. Luego a Monika, a quien encontró en un rincón, dándole la espalda, mientras las manos de Ratislav le acariciaban las nalgas. Desconsolado, buscó a Zuzana, a quien no encontró, y de quien le dijeron que se acababa de ir con Honza "a tomar aire" hace unos veinte minutos.

Resignado al celibato esa noche de principios de verano y de fines del semestre de la universidad de Carlos en Praga, buscó un lugar para sentarse, se sirvió una copa de la champaña barata que llevaba, cuando de pronto observó que Lenka "la loca" estaba sentada sola en un rincón, con la mirada perdida en el suelo, demasiado sobria. Se le acercó con su sonrisa de bufón y los ojos pequeños brillando, llenos de lujuria adolescente. Pero Lenka "la loca" no puso atención cuando Miroslav se le presentó, ni cuando le ofreció un trago, ni cuando le preguntó si acaso estaba cansada.

martes, octubre 19, 2010

Al despertar me doy cuenta

Un simple día, al despertar, me doy cuenta de que ya no te busco como antes lo hacía. Ya no busco con ansias tus fotos tras tu ausencia, ni te evoco en mis momentos de silencio. No me pregunto a cualquier hora sobre tu paradero, ni sobre lo que estarás haciendo. Ya no siento ese impulso de llamarte, de querer verte con ansiedad, de querer tocar tu cuerpo con ardor. Todo eso se ha ido, se ha desvanecido, consumido en un momento, en un sólo instante, para siempre.

Y ese simple día, en que ya no te busco, no me siento triste, ni quiero derramar lágrimas al haberte perdido -¿alguna vez te tuve?-. No siento dolor al pensarte, ni al ver tus fotos, ni al verte, si acaso nos cruzamos por la calle, aunque tú lleves esa mirada perdida, por ese nuevo amor fallido. Te sonrío, amablemente, y sigo mi camino.

Qué alegría no haber pasado un duelo, qué afortunado soy al no tener que llorarle a lo que fue, a lo que pudo haber sido, a lo que nunca fue. No tener que soportar el insomnio, las pesadillas, los pensamientos recurrentes e involuntarios, con tus labios en los labios de otros, con tu cuerpo desnudo poseído noche a noche, con tu cariño derramado en alguien más. Qué alegría quedarme indiferente ante las noticias que me llegan de ti, por buenas o malas que puedan ser, y qué afortunado soy de que no me duela que vuelvas o vuelvas a terminar con aquel que te sedujo en mi presencia.

Pero, ¡ah!, qué raro es este sentimiento de vacío que tengo en el pecho cada amanecer, o por la tarde, o por la noche, ansiedad que arde todo el tiempo en mi alma, que me hace sentir un hoyo en el pecho, en mi día, en mi tiempo. Qué raro sentir que me falta algo, sin saber qué, como si me faltara un brazo, o una pierna, o un dedo de la mano derecha. Supongo que es porque de alguna manera

viernes, agosto 20, 2010

Las fotos de Catalina

Cuando Manuel vio fotos de Catalina con otro hombre, sintió que se le iba el conocimiento por unos momentos. Y cuando volvió la luz a su mente, algunos segundos después, sintió que se desvanecía levemente, y se tuvo que sostener en el muro más cercano. Después se levantó, trémulo, para caminar en círculos, confundido, con el rostro desencajado, el pecho agitado, las manos sacudiéndose. Sintió que nuevamente se le iba el conocimiento, y rendido, se echó en el sofá antes de que un grito de impotencia se le escapara, involuntario.

Antes de que pudiera darse cuenta, ya había comenzado a buscar más fotos, en un arranque de impulsos. Era como si aquel ansia terrible pudiera sólo satisfacerse al saber más de aquel hombre, conocer detalles aleatorios de él, conocer la sonrisa que se dibujaba en su rostro cuando tomaba por la cintura a su prometida, conocer de dónde venía, qué hacía, a qué se dedicaba. Más que querer, necesitaba saber todo cuanto fuera posible, desconociendo que en ese estado de agitación podría auto infligirse una herida que le quemara por dentro. Un impulso ardiente que le desbordó por completo, que se hizo dueño de él, dejándolo momentáneamente no sólo sin cerebro, sin ideas, sin intelecto, hundiéndolo en sus emociones: ansiedad y miedo.

Buscó y buscó , y encontró más fotos, en las que salían ellos dos en otras tantas tomas con otras tantas personas. Pero eso no era lo que él quería, lo que necesitaba, lo que perseguía. Él buscaba fotos de los dos solos: fotos en las que él pudiera ver más de ese romance, más de ese pecado, de ese crimen. Le seguía la pista a las fotos, las acechaba, recorriéndolas todas en la cámara, siempre buscando ese detalle que acabara de destrozarle las entrañas. Un beso, una caricia, manos tomadas, una desnudez total o parcial, del cuerpo o del alma. Sudaba frío de sólo pensarlo, y casa instante le parecía hallarle finalmente. Pero no la encontró al cabo.

Sin saber qué pensar, pero todavía inmerso en el drama y la tragedia, corrió a buscar cualquier indicio adicional de que ya no era dueño del amor de Catalina - ni de sus ojos marrón, ni de sus labios finos, ni de su nariz prominente, ni de sus caricias tiernas, ni de sus labios ardientes. Buscó en las pertenencias de su amada, de forma desesperada. Los artículos que iba sacando de la maleta de viaje con presteza se le caían de las manos, incapaz de sostenerles, escurridizos. Buscó tanto como pudo, y cuando acabó, se fue a la otra maleta, pero nada encontró. Buscó también en el clóset, y en los cajones de la cómoda, y debajo de la cama, y en la alacena, y en el almaceń. Y nada.

Se sentó en el sofá, con la boca seca y la mirada perdida. Trató de poner un poco de orden en su mente, en sus emociones. Y luego un poco de resignación, si acaso era posible otorgársela a sí mismo en ese estado. Recordó entonces la funesta actitud de Catalina un día antes, cuando llegó de viaje, fría, poco cariñosa, distante. Por supuesto que la recordaba, pues fue esa actitud la que lo lanzó a buscar evidencia por la mañana, cuando ella se hubiera ido a desayunar con su madre, y él se hubiera negado a ir con ella so pretexto de tener una gripe de los mil demonios. Después simuló estar dormido mientras ella se vestía por la mañana, lentamente, sin musitar palabra alguna, como en un funeral.

Y en ese instante Catalina abrió la puerta, tras apenas media hora de haber dejado la casa. Entró, y aunque parecía que le iba a explicar del porqué de su vuelta inesperada, se quedó en silencio cuando vio a Manuel y a su ánimo desparramados por el sofá. Observó el cuarto, al fondo, y vio a lo lejos sus prendas fuera de la maleta, y la cámara digital sobre la mesa. Manuel tenía una mirada que ella no pude comprender muy bien: era por momentos una mirada de piedad -como un 'miénteme' que se pedía de rodillas-, y por momentos era mirada de odio, de frustración, de afrenta.

Catalina se sentó entonces, enfrente de él, en silencio. Tuvo ganas de sollozar, pero apenas le salieron un par de gemidos. Abrió los labios, pero Manuel la interrumpió:

- ¿Lo conociste durante el viaje, o ya le conocías?
- Manuel, por favor...
- Sólo quiero saberlo.
- Dios mío, Manuel, no puedo creer que esto esté pasando. Seamos, por Dios, un poco adultos ambos.
- Sólo responde la maldita pregunta- gritó entonces, fuera de sí.
- Maldita sea, ¿de quién hablas ahora?

Manuel guardó silencio, y en un instante comprendió que sus sospechas eran quizás desproporcionadas. Sintió que un leve alivio llegaba suave, paulatinamente a su cabeza. Y al mismo tiempo, una creciente vergüenza. Catalina entonces lo miró con reproche, con una lágrima que se le escapaba. Pero Manuel dijo de nuevo:

- ¿Quién es él?
- ¿Quién es quién? Puta madre, ¿quién? ¿algún hombre de las fotos? Todos son mis compañeros de trabajo, todos ellos. Y para que lo sepas, sí, me gustan dos o tres, ¿y qué? ¿No te gustan a ti, hombre hipócrita, dos o tres de tus compañeras de trabajo? ¿No te gustan tantas chicas que ves pasar, al azar, por la calle? Que me gusten incluso no significa que me los vaya a tirar. Manuel, Manuel, Manuel. Estoy harta de tus malditos celos, de tu paranoia. Esto ya es demasiado.

Y Manuel pensó que quizás era un subterfugio para dejarle. Claro, claro. Una jugada de doble propósito. Qué inteligente es Catalina. Pero ella lo observó, y conociéndole hasta el fondo del alma, le dijo:

- Si te conozco bien, diré que ahora mismo pensarás no sé qué cosa, y dirás que soy una cínica, o que estoy actuando para dejarte. ¿No es así, Manuelito? Tus ojos me lo dicen. Eres demasiado transparente para mí.

Catalina se echó a llorar en silencio, con la cabeza baja. Él sintió un remordimiento terrible, que le devoraba por dentro. Y *aún* por momentos venían a él decenas de ideas y de posibilidades que hallaban a Catalina culpable. Ella levantó la mirada.

- Manuel, ¿cuántas veces tengo que soportar esto? Estoy harta de que repitas las escenas dramáticas y de ruptura que tuviste con tus novias delante mío, como si yo fuera cada una de ellas. Un día soy María Guadalupe, y represento en tu cabeza el papel de la novia que te deja por tu mejor amigo; otro día soy María Mercedez, y represento, sin que yo lo represente, a la novia que te dejó por alguien a quien conoció en un viaje de dos semanas; otro día, si te complace, represento a María Elena, y tengo que soportar los gritos que le echaste a ella cuando te dijo que seguía amando a su profesor de la universidad, aunque lo hubiera dejado de ver hace cinco años. ¿A cuántas novias tuyas he representado ya, y a cuántas más me falta representar?

Las palabras de Catalina le lastimaban en lo más hondo. Le traían recuerdos terribles que habían dejado en él heridas que nunca llegaron a cicatrizar por completo, y al mismo tiempo la vergüenza de herir a quien quizás era la mujer más honesta con la que había estado, y en la que no podía acabar de confiar. ¿Acaso era posible encontrar a una mujer que no le fuera a herir *tanto* como las otras? ¿Acaso era posible encontrar a una con la que acabara, sí, triste, desolado, pero en paz?

Catalina, que le amaba desde lo más profundo de su corazón, le dijo entonces, tras limpiarse las lágrimas.

- El único consuelo que me queda es que pareces tener una catarsis cada vez que me obligas a tener estos dramas, y entonces olvidas ese parte de tu historia, para siempre. Mi único consuelo es pensar que pronto terminaremos de recorrer esa cadena de traumas tuyos, y que después tendremos nuestros propios problemas. - Y tratando de forzar una risa, involuntariamente, preguntó- ¿Cuańtas novias todavía me falta por representar?

lunes, agosto 09, 2010

Cuando María del Monte me fue infiel la primera vez

Cuando María del Monte me fue infiel por primera vez noté, cuando llegaba de haber salido, supuestamente, con sus amigas, que me miraba de manera distinta. Era una mirada fija, seria, escudriñándome, y que duró apenas entre cinco y diez segundos. Yo me di cuenta de que era una mirada peculiar, por supuesto, pero ignoraba por completo qué había tras de ella.

Cuando María del Monte me fue infiel en otra ocasión -según ella misma lo confiesa sin vergüenza en estos días-, llegó de una reunión social del trabajo (socialización político-laboral) y ella dice que sintió hueco en su estómago al verme cocinando, y tartamudeo por dos o tres minutos. Pero yo no recuerdo esa ocasión a decir verdad, y sólo me parecía que tartamudeaba de manera automática de vez en cuando. Qué se yo: cada dos o tres semanas, como un tic.

Cuando María del Monte se enamoró finalmente de uno de sus amantes, habiendo decidido dejar la casa que compartíamos por poco más de un año, llegó de noche, mi miro fijamente en silencio, y sin responder a mis preguntas, se metió al baño a llorar media hora, para salir y enumerar de manera más bien exagerada todas mis virtudes -ni mi madre diría tantas cosas buenas de mi persona-, diciendo el hombre tan extraordinario que era, el sueño de toda mujer, y que ella era la mujer más estúpida del mundo, porque se había enamorado de otro, y porque se iba a vivir con él desde ya.

Y cuando María del Monte dejó mi casa con cierta pesadumbre y quizás una pizca de remordimiento, mi casa estuvo inundada de preguntas sin respuesta, de recuerdos inextinguibles, de evocaciones de ella con su nuevo amante en su nueva casa, y sobre todo, de mucha, mucha soledad. Hasta que conocí a María del Rocío en una clase de fotografía a la que me metí por aburrimiento -soy fotógrafo profesional-, y en la que ella trataba de darle causa a una pasión reprimida.

Tras poco más de un año de conocernos, se vino a vivir a mi casa una tarde otoño, según creo recordar. Entró como si nunca antes hubiera estado aquí, y observó el pasillo, el baño, y el cuarto. Parecía analizar todo cuando veía. Me sonrío, y dijo que estaba feliz por estar aquí.

Entonces un día recuerdo que María del Rocío llegó de sus clases de posgrado en la universidad, por la tarde-noche, y me vio fijamente a los ojos, con sus ojos cafés, por cinco o diez segundos, y luego se quitó los zapatos, y me dio un beso. Una mirada distinta, fija, que me escudriñaba.

Y unas semanas después, una vez, mientras, de nuevo, regresaba de sus clases de posgrado, me vio fijamente, y tartamudeó que la clase había sido muy aburrida. Tartamudeó de nuevo mientras cenábamos, y tartamudeó cuando hablaba en sueños.

¿Está de más aceptar que caí en la paranoia, pensando en qué otros hombres tenía? Así que la seguí por las calles, revisé su celular mientras dormía, revisé los números llamados en la cuenta del teléfono, e incluso conseguí que un conocido abriera su correo, siempre tras las pistas de algún amante cualquiera. Le hacía preguntas capciosas, le llamaba a deshoras, y me armaba las teorías más estúpidas detrás de con quién está ahora mismo disfrutando del placer prohibido.

Pero, aunque mucho buscara, nada encontraba. Gasté miles de horas revisando cada foto, comentario, llamada, mensaje, correo, pistas aquí y allá. A veces me encontraba con evidencia que me desmentía, y luego se venía abajo mi sospecha. Acepté, en su momento, muchísimas veces, de manera precipitada, que algún tipo cualquiera había estado con ella. Lloré muchas veces mi resignación y mi duelo, esperando que un día ella se mirara, me alabara, y se metiera al baño a sollozar. Pero nunca pasaba. María del Rocío, aunque a veces me miraba fijamente, aunque a veces tartamudeaba, siempre estaba de buen humor, tan cariñosa como siempre. Yo la veía todo el tiempo con miedo, pensando o que ella era una gran mentirosa, o que yo era un gran pendejo.

Me di por vencido en mi búsqueda, y acepté que mis fantasmas del pasado no me dejaban vivir tranquilo. Pero un día, un año después, comencé a sentir remordimiento, y tuve ganas de confesarle algunas de mis pesquisas. Así que me tomé un buen ron, y la esperé en la sala cuando terminé de cocinar papas con pollo con orégano. Llegó María del Rocío, y sentí un nudo en la garganta, pero me armé de valor, y le confesé todas mis estupideces y miedos.

Ella me escuchó en silencio por completo, hasta que llegué a la parte de mis disculpas. Ella me vio y me dijo que to-to-todo estaba bi-bien. Entonces suspiró, se levantó, comenzó a dar vueltas, y me dijo que era un hombre maduro, tierno, responsable, y todas esas cosas que todo mundo ya sabe. Esas cosas que se dicen siempre en tropel, aunque mitad de ellas sean falsedad. Resignado, mientras seguía hablando como un loro -o eso me pareció a mí-, me serví medio vaso de ron, escuchando la lluvia de elogios. Gracias, mi querido público. Y cuando terminó, se metió al baño a llorar media hora, en la que yo acabé de devorar lo que quedaba de ron, mientras reservaba en mi computadora un viaje a España o a Italia o a República Dominicana, qué sé yo.

María del Rocío salió entonces, con los ojos hinchados, y yo, en medio de mi ebriedad, le dije que todo estaba bien, que qué podía yo hacer. Ella me miró consternada, mientras me decía que yo no lo entendía, que ella acaba de conocer a un chico hace dos semanas. Aguarda, aguarda un segundo. ¿Y tus miradas fijas de hace tiempo? Me dijo que eran siempre para observar si yo había estado con otra mujer en su ausencia. ¿Y tus tartamudeos denotaban algo? Dijo que sí, que a veces se sentía que yo le era infiel, y tartamudeaba al tratar de preguntármelo (¿y qué habría yo respondido, por supuesto?).

Me dijo que la perdonara, que había sido algo sin importancia. ¿Qué? Que había estado coqueteando con él, pero cuando él intentó besarla, ella sintió remordimiento. ¿Sólo eso? Ella reclamó: ¿quién crees que soy? (Y me pregunté sin preguntarle qué edad se supone que tenía). ¿Y después? Y después nada.

Así que nos perdonamos mutuamente nuestras respectivas y supuestas culpas, mientras ella me abrazaba, y me decía que ella jamás podría serme infiel como yo decía. Yo simplemente respondí: por algo se empieza, y ya llegará el día en que me dejes por otro. Pasará indudablemente. Pero mientras ese día no llegue, disfrutemos el uno del otro.

lunes, agosto 02, 2010

Si pudiera ser al aire

Si pudiera ser el aire, si pudiera ser el viento, y moverme libremente por donde quisiera, te habría visto caminar por tardes oscuras, perdida en la gran ciudad, caminando, llena de melancolía, con tristeza desgarrando tu belleza, con la mirada perdida, con la sonrisa arrancada, distraída, con los brazos caídos, dejándote llevar, en tu caminar, por tu dolor.

Si hubiera podido moverme entre los edificios, entre los árboles, sobre las aguas del río, te habría visto en tu soledad, en algún café distraída, sola, con una taza en la mano y tu frente apuntando a la mesa. Te habría visto, al caer la noche, cuando toda la gente se ha ido, en una biblioteca, cuando se te escapaban algunas lágrimas cuando te acordaste sin querer de aquel que juzgó que no eras suficientemente buena para él, y habría visto cómo se arrugaba tu frente, y salías huyendo. Te habría visto tratando de poner una sonrisa, como un antifaz grotesco, sobre tus bellos labios, cuando se te acercaba alguien en la universidad, o en algún bar, o en el cine, o en el tren.

Si fuera un hada que pudiera atravesar el límite entre la realidad y los sueños, y ver en qué se pierde tu mente de noche, habría dado fe de tus constantes sueños con aquel que prefirió a una rubia de grandes proporciones, mientras les veías irse juntos, a lo lejos, lejos de ti, mientras tú te quedabas con tu soledad. Habría dado fe de que soñabas que él recapitulaba un día, en el que reparaba en ese amor tan grande por ti, y regresaba a ti un amanecer cualquiera. Y habría dado fe de que despertabas con tu almohada húmeda, y de que tus ojos estaban resecos y rojos.

Si fuera un fantasma errante y vagabundo que atraviesa paredes por las noches, habría visto que se te acercó un hombre que se interesaba por ti, por tu mundo, por tus sueños, y que se preguntaba si preguntarte porqué sonreías sin sonreír, y se habría preguntado tanto sobre tus constantes cambios de ánimo y de parecer. Habría visto cómo intentaba hasta el cansancio acercarte a ti, a tu mundo, topándose con un muro impenetrable que pusiste para evitar que alguien ocupara el lugar que querías que siguiera ocupando aquel que te dejó sola algún ayer.

Si fuera tu amigo, y si te conociera lo suficiente para saber cuándo mientes y cuándo dices la verdad, y si pudiera discernir lo que realmente hay detrás de tus palabras, te habría escuchado hablar de que conociste ayer a un hombre maravilloso, que te parece como si se conocieran de toda la vida, que te hace reír, que te hace volar, y que sus besos te queman, que su mirada te arropa, que te sientes completa con él, que ambos fueron hechos el uno por el otro. Me habrías dicho, emocionada, deslumbrándome con tu mirada, que él, acaso sin conocerlo, ya te tiene toda, en cuerpo y alma. Te habrías olvidado hablar, como en otras veces, de la pena que te da aquel que te sigue como un perro, enamorado de ti, y también habrías olvidado hablar de aquel que amabas con locura hace algunos meses apenas.

Si fuera un dios menor, y pudiera ver todo desde el cielo o la tierra, habría visto que un simple día te topas con el recuerdo de tu amor supuestamente ya olvidado, y que te echas a llorar, porque no puedes olvidarle, porque tu nuevo amante es una caricatura, una mala copia de aquel otro, uno que estuvo en el momento de tu debilidad acaso, y que ahora no sabes ni siquiera si quieres estar un segundo más con él, si quieres volver a besarlo, si quieres volver a dejar que te muerda en el cuello, o que tome tu cuerpo.

Y habría visto que te quedas con él porque el dolor de tenerlo a tu lado es menor que el de no poder tener a aquel otro, que se deja ver entre tu mundo con su nueva novia, y te ve de lejos, sonríendote, tratando de que sean todos amigos: tú, su nueva novia, y tú. Te quedas con él aunque le detestes secretamente, acaso sin saberlo, no por sus defectos, sino por lo que no es, por lo que pensaste que era alguna madrugada cualquiera.

domingo, julio 25, 2010

Esperarte sin esperarte

Desde hace ya algunas semanas, en las que me hiciste renunciar a ti, vivo día a día con tu ausencia. Con tu ausencia que me recuerda que no veo tus ojos, ni escucho tu voz, ni toco tu piel, ni siento tu respiración. Con tu ausencia que me recuerda que estás lejos de mí, apartada, temporalmente. Con esa ausencia tuya que acepté solamente porque pensé que podría olvidarte.

Pero los días pasan, y no quiero olvidarte. Me he mentido a mi mismo al prometerme dejar de pensarte. Porque ni siquiera lo he intentado. Me mentía día a día en aquellas tardes al decirme que te estaba superando. En el fondo, me negaba, porque recordaba tus miradas, tu voz, tus palabras, tu dulzura. Porque me decías que no con tu boca, pero tu cuerpo me decía otra cosa. Y un buen día, simplemente, me di cuenta de que esperaba que regresaras geográficamente, y que entonces quizás estuvieras conmigo espiritualmente. Dos meses y medios y nada más.

Y desde el principio me dije que no quería esperarte, aunque te esperara. Quería seguir mi vida, mi rutina, mi trabajo, mis lecturas. Seguir jugando al conquistador, seguir jugando al parrandero. Seguir jugando al cazar mariposas, mariposas ajenas. Seguir sin ti, esperándote sin esperarte, convenciéndome de no pensarte demasiado, de estar preparado por si no volvías. Esperarte sin esperarte, esperando por el día de tu vuelta.

Y qué difícil -imposible- me resulta esperarte sin esperarte. Estar contando los días y las semanas que me faltan para que este tiempo se me acabe, sin tener esperanzas, sin imaginarme tus ojos, tus labios, tus manos. Esperarte sin caer en ansias. Esperarte sin pensar en si hubo algo en medio. Esperarte sin sueños de tenerte, sólo por verte. Esperarte y aceptar que tu podrías conseguirte alguien para amarte. Esperarte e intentar que no me afecte, que siga mi vida, si vuelves ocupada.

Qué ridículo tratar de esperarte sin esperarte - estupidez, contradicción. Si te espero, es porque no me puedo guardar mis ilusiones y cariño, y si no intento no esperarte, es por el miedo de algo. De algo, no sé qué, ni cómo, ni dónde. Pero un algo, un algo, un algo.

jueves, junio 24, 2010

Encontraré a una como tú

Encontraré a una que sea toda como tú. No sé cómo, ni en qué forma, ni en qué día, ni en qué año. Buscaré, y buscaré y buscaré. Saldré a las calles de esta vieja ciudad, en busca de ella, caminando por las calles empedradas, junto al río, por la plaza vieja, en los alrededores del castillo, de mañana, de tarde, de noche, en la madrugada. Y si no la encuentro en esta ciudad, saldré a buscarla en las ciudades todas de este pequeño país, o iré al pequeño país en el que naciste, y la buscaré de extremo a extremo. Quizás no la encuentre tampoco, y en tal caso, saldré a recorrer el continente entero, yendo de taberna en taberna, de café en café, de chalet en chalet, de castillo en castillo, de plaza en plaza, de bahía en bahía. Y si tampoco la encontrara aquí, la seguiré buscando en ultramar, o en el desierto, o en las llanuras, o en el oriente.

Esperaré a encontrarla, sin desesperarme, y haré que mi paciencia se extienda como el horizonte, perdiéndose hasta donde alcanza la vista. La buscaré, aunque con los días vengan las semanas, con las semanas los meses, y con los meses los años. La esperaré siempre inmerso en la esperanza de que algún día, simplemente, mientras camine distraído, mientras coma en algún lugar cualquiera, mientras me halle en la calle con la vista perdida, la halle, allí, en alguna parte, dormida en el asiento de un tren, o platicando en un café con una amiga, o a mi lado en un avión, o envalentonada por el vino en algún lugar de baile, o quizás en algún domingo soleado en alguna plaza pública, brillando más que el sol.

La reconoceré porque tendrá el pelo café oscuro, hasta los hombros, en leves rizos, como lo tienes tú, y porque serán sus ojos marrón, grandes, expresivos, como lo son los tuyos. La reconoceré en su talle delgado, fino, tan frágil, y por sus pechos pequeños, por sus pies delicados, por sus brazos esbeltos, por su nariz afilada y grande, con sus piernas tan delgadas, con una complexión que, como la tuya, parezca la de una adolescente apenas, como una figura de cartón que se puede llevar volando el viento de la tarde. Reconoceré en ella la joroba cuando camine, como si lo hiciera con flojera, y reconoceré en ella la mirada brillante, fija, desafiante, que tienes cuando estás segura de lo que dices, o la mirada dulce y cómplice cuando quieres mostrar tu simpatía. Al escucharla reconoceré que tiene una voz tan parecida a la tuya, con el mismo tono, igual de grave, amigable, juguetona. Y cuando toque su mano, me parecerá que toco la tuya, porque serán sus dedos tan parecidos a los tuyos, delgados, finos, blancos como la nieve.

Si acaso tengo dudas de si la he encontrado en verdad, me daré cuenta de que viste con colores que no combinan, que lastiman a la vista, con prendas que tratan de esconder su femineidad, con el pelo quizás recogido con una cinta roja o amarilla. La reconoceré cuando la escuche hablar enardecidamente de los derechos humanos, del arte, de la música, de lo bello que es el mundo, de política, de teatro, de poesía, inmersa en la ingenuidad de su edad. La reconoceré cuando camine distraída con la vista clavada en la nada, cuando olvide llamarme a pesar que se dijo que no lo olvidaría, cuando se sienta triste y prefiera no responderme, o cuando no pueda evitar guardarse las verdades que pretendía mantenerme escondidas. Sonreiré con gusto al corroborar que es ella cuando trate de mostrarse tan segura de sí misma, y, sin embargo, se le enciendas en rojo las mejillas, y tartamudee por que no controla el nerviosismo.

Habrá, sin embargo, un pequeñísimo defecto que no le perdonaré, y que estoy seguro, no tendrá, y ese pecado es estar enamorada de algún tonto. No tendrá el minúsculo, casi imperceptible defecto de estar enamorada de algún adolescente, de poner sus ojos siempre en él, de soñar con sus besos, con su regreso. No pecará al estar enamorada de otro que no la quiere, que la ha dejado, que ha huido con otra, y llorarle sin término. No rechazará a todos los hombres siempre con el pecho ardiente en esperanzas de tener de nuevo a aquel que no la supo valorar, que no tuvo cuidado de herirla, de lastimarla, siempre disponible para él y sólo para él.

Porque si tiene ese defecto, eso quiere decir que he buscado en vano, y que he encontrado, en cambio, a una persona que ya conozco, y que he vuelto, sin querer, al lugar de mi partida, fallido, encontrado mi derrota anterior, insalvable.

sábado, junio 05, 2010

Fuera de mi control

Manuel acaba su leve risa, dedicada a mí y mi necedad. Mira al infinito, satisfecho, y luego me sonríe de nuevo, con su mirada burlona, haciendo hincapié en que siga su consejo. El consejo de todos, en realidad. Yo levanto mis hombros y mis manos ven hacia el cielo. Digo que es más fácil decir que hacer. Ni digo ni que sí ni que no.

Rubén se acaricia la cabeza, mientras me ve con una mirada que intenta escudriñarme. Me dice que, francamente, no me entiende y no tiene ni puta idea de qué pasa en mi cabeza. Repite una vez más las palabras que ha dicho toda la semana pasada: "Es que no entiendo qué le ves, del porqué le encuentras tan atractiva". Levanto nuevamente los hombros, mientras digo como otras veces: "Francamente lo ignoro". Y es verdad: no puedo entenderlo ni explicarlo.

Ernesto, por su parte, parece distraído leyendo el periódico, mientras el leve bochorno de una noche de finales de primavera nos llega. Contrariamente a lo que yo pensaba, se ha mantenido atento a nuestra conversación, y agrega, sin verme, con sus ojos siempre puestos en las noticias, que siente decirme que ya me lo había advertido, y que necesito fijarme en la cantidad de errores -años- la vez próxima. Como no me ve -aunque los otros sí-, simplemente callo. Callo porque sé mi culpa, porque me lo advirtió de manera constante, y porque soy un pendejo.

María levanta la mirada mientras ve pasar a un mancebo que parece ser de su gusto, luego toma un suave sorbo de su capuccino, y sonriendo de forma acaso comprensiva, me dice que si acaso me quedé viviendo en la década pasada. Me pregunta mi edad, y me dice que necesito asumir mis años. Me siento como un payaso, porque es verdad. Porque necesito buscarme pantalones de mi talla y amores que le queden a mis años.

Todos, por supuesto, hablan y recomiendan. Diez mil consejos por minuto. O quizás más. Opiniones e incomprensiones. Bendiciones y maldiciones. Puntos en contra y más puntos en contra. Y las burlas son todas para mí. Para mi bien. Luego se los agradeceré.

¿Pero es que acaso no he mencionado todo este tiempo que hay cosas que están fuera mi control?

miércoles, junio 02, 2010

Me pregunto si es un pecado

Me pregunto si es un pecado observar tus fotos en estos instantes. Si es un pecado en contra mía el sonreír al hacerlo, y no dejar ir tu recuerdo por completo, tratando de retrasar el olvido y la resignación tanto como puedo.

Me pregunto si es un pecado permitirme sentir nostalgia al verte sonriendo en algunas fotos, con tu cabello castaño oscuro que cae suavemente sobre tus hombros, como tantas veces que te vi sonreír en las noches de Bohemia. Me pregunto si no cometo un pecado al sentir tristeza y al impedir que la resignación me llegue, porque siento si se lo permito, me arrancará por completo tu mirada, tu voz, tu perfume.

Me pregunto si es un pecado admitir que no puedo olvidarte, que no es tan fácil como pensé, y admitir que pese a mis intentos de arrancarte de mi mente, siempre inventándome toda clase de pretextos y justificaciones, no puedo dejar de pensarte, de preguntarme dónde estás, qué haces, con quién estás; si acaso ríes, o acaso lloras.

Me pregunto si cometo un pecado al reprimir esto que siento, intentar callar la voz de mi alma, y pasar a tu lado, tratando de ser indiferente, y responderle a tus amigas, cuando me preguntan si te he olvidado, con una vil mentira. Me pregunto si es pecado seguirlo haciendo, mientras me doy cuenta que reprimir y negar que te extraño no me ayuda a olvidarte. Ni tantito.

lunes, mayo 31, 2010

¿A qué juego?

¿A qué juego al tratar de olvidarte, con todo lo que tengo de ti? ¿A qué juego al tratar de pensar que me olvidaré de tus ojos, de tu mirada burlona, de tus labios tímidos, de tu sonrisa cínica? ¿A qué juego al decirme que te olvidaré con todo lo que eres, con lo poco o mucho que fuiste, con lo que pudiste ser? ¿A qué juego al decirme que habrá un mañana más bien pronto en el que pronunciar tu nombre no me causará la más pequeña nostalgia?

¿A qué juego cuando, de noche en noche, me digo que se me pasará tu recuerdo con celeridad, y que un nuevo y exquisito placer me espera mañana, haciendo que me olvide de ti por completo? ¿A qué juego al tratar de no pensarte cuando me vienen tus ojos a la mente, y escucho de manera leve tu voz en mis oídos? ¿A qué juego al buscar otras tantas chicas rubias o morenas, más jóvenes o más maduras, más gordas o más flacas, prometiéndome, si acaso me hundo en ellas, las más grandes satisfacciones que me purifiquen de mi deseo por ti?

¿A qué juego al escuchar los consejos de otros, y al supuestamente creerme que no me convienes, que nunca me has convenido? ¿A qué juego al tratar de convencerme de que eres más bien una mujer promedio, no demasiado bella, no demasiado inteligente, no demasiado culta, no demasiado madura, no demasiado tierna, ni demasiado inocente? ¿A qué juego al tratar de compararte con otras mujeres más hermosas, que se parecen tanto a esas estatuas perfectas en mármol, y tratar de encontrarte todos los defectos del mundo, si, al cabo, nunca me pude explicar ese arrebato que causaste en mi desde la vez primera en que te vi?

¿Y a qué juegas tú, cuando me dices palabras dulces, y luego me las quitas, escondiéndolas, como si nunca hubieran sido pronunciadas ni pensadas? ¿A qué juegas tú cuando intentas no darme demasiada importancia, y a tratar de pensar que soy no otra cosa que tu mero amigo? ¿A qué juegas cuando separas tu cuerpo y tu mente de mi comarca, si al cabo eres tú quien vuelve a mi, de manera tímida, sonriendo apenas, para luego irte como si nada hubiera pasado? ¿A qué juegas cuando dices y luego te desdices, y luego pretendes, además, que nunca te has desdicho?

Me pregunto si no juego yo a pensar que tú juegas también, cuando tú, en realidad, no lo haces; o acaso, tu juego sea el de no jugar, y dejarme, en cambio, jugar en un tablero en el que solamente yo participo, muevo mis piezas como un loco, y tú, querida mía, sólo me ves, me ves, me ves.

viernes, mayo 21, 2010

La mujer de anoche

Ayer, al verte por vez primera, no pude dejar de darme cuenta a simple vista, a media luz, de tu deslumbrante belleza. Tu cabello negro en contraste con tu piel blanca te daban un toque de elegancia; y tu mirada levemente altiva, ligeramente burlona, con tu ojos bien abiertos, chispeando, con tus labios a punto de dejar escapar un desdén, en un ardiente rojo, te daban un aire que no pude dejar de alabar en mi mente. Por supuesto que eras muy atractiva; no, lo correcto sería decir que eras ridículamente atractiva, porque no sólo se conjugaban en ti la belleza y el porte, sino el misterio y un no sé qué que no me pude explicar en ese instante. Apenas, inexperto, sospechaba que había algo más allá, algo indecible, que parecía flotar alrededor tuyo, místico.

Bailaste por horas, sola, con gran suavidad, con gran cadencia, mientras todos volteaban a verte. Varios hombres, de forma casi cavernícola, embrutecidos algunos por el alcohol, otros por el deseo, otros simplemente arrastrados por esa seducción que dejabas escapar a cada paso como un perfume, se acercaban a ti, para contemplarte, para bailar a tu lado, todos incapaces de dirigirte la palabra, esperando de ti tan sólo una leve sonrisa. ¿Te tendrían miedo, como yo, acaso? ¿O sería que, viéndote tan hermosa y altiva, pensaran que ir tras tus pasos era perder el tiempo, ante un seguro rechazo?

Seguiste bailando mientras la noche avanzaba lentamente, siempre sola. No dejaba de observarte, mientras el amigo que me acompañaba esta noche inolvidable no dejaba de murmurar al viento cuán radiante estabas, que eras brutalmente bella, una diosa. Te contemplaba siempre esperando toparme con tu mirada, tener un en instante un poco de contacto visual. Y cuando por fin llegó esa casualidad, que apenas duró algunos segundos, creí alcanzar a vislumbrar de manera muy pequeña tu esencia, tu espíritu, en esa mirada ardiente como el fuego, como los rayos del sol del mediodía. Me conformaba con verte bailar, con ver el perfecto movimiento de tus caderas, ataviada en unos simples pantalones de mezclilla y una blusa oscura abotonada que parecían no estar a la altura de tus ojos y de tus labios, profanando tu cuerpo y tu belleza. Me conformaba al verte, al observarte extasiado, como todos los hombres que permanecían a tu alrededor, presos de ti.

Deambulé, durante esas horas, entre la oscuridad, en busca de perderme en el alcohol, como otros tantos, y de olvidar un triste recuerdo que había empañado mis horas diurnas y nocturnas las últimas semanas. Y mientras deambulaba, siempre pensando que era suficiente para mí el haberte visto bailar sola, en un instante, pude ver cómo bailabas con un niño, con un adolescente que jugaba a ser hombre, con su camisa clara abierta hasta la mitad del pecho, con collares colgándole del cuello y pulseras de colores en las muñecas. Un niño jugando a ser hombre, un niño tratando de acrecentar su experiencia y su placer a través de un baile supuestamente sensual, tomándote por la cintura, acariciándote los brazos, las mejillas, disfrutando del roce de tus caderas. Un niño, porque, finalmente, solamente parecía respirar como un toro, apenas controlando su excitación a intervalos irregulares, apenas modulando sus sentidos. Verte allí, con él, hizo que rugiera dentro de mi un deseo: el de poder ya no sólo verte, sino tenerte como te tenía ese niño, ese adolescente.

Y llegó, por fortuna, el momento en el que te encontré sola de nuevo, esta vez descansando. Tomabas con tus delicados dedos una copa de vino blanco, sonriendo. Me acerqué a ti de manera rápida, decidida y al mismo tiempo nerviosa, para sonreírte y extender mi mano para pedirte la satisfacción de bailar conmigo una pieza, con mi mejor sonrisa. Me miraste, un poco divertida, un poco seria, un poco dubitativa. Me miraste por seis o siete segundos, a los ojos, fijamente, con los labios entre abiertos, como si no acabaras de decidirte. Me sonreíste, como si hubieras decidido finalmente, en un último instante, darme ese beneficio, ese placer, esa satisfacción. Me extendiste a tu vez tu blanca mano, suave y cálida como la brisa de un amanecer primaveral.

Te pusiste de pie, y pude admirar tu perfecta silueta, que se alzaba altiva ante mí. Suspiré. Tus ojos, de cerca, brillaban con mayor fuerza y tus rasgos resultaban más perfectos. La proporción de tu cintura y tus caderas se parecía a una de esas estatuas en mármol de algún mítico artista italiano. Y tu inmensa elegancia – nunca dejaré de mencionar tantas y tantas veces tu porte, lo refinada que me resultaste. Tomé tus dos manos, y luego tomé tu cintura con mi brazo derecho, de manera delicada, como si resultaras la más frágil figura de vidrio, o quizás porque sentía que estaba sin querer y queriéndolo, profanando tu cuerpo. Coloqué tu mano derecha en mi mano izquierda, y me acerqué a ti. Sentí por vez primera tu aliento, en la cercanía. Un aliento de mujer, de una mujer de verdad, no como esas niñas que juegan a ser feme fatales, que apenas huelen a inexperiencia y a dudas. Tus labios parecían invitarme a tocarlos con los míos, y tus ojos parecían saber ya todo lo que pasaba en mi interior, llenos de experiencia, llenos de seducción.

Conforme avanzaba la música trataba de ajustar tu cuerpo al mío, a que llevaras el ritmo de la melodía. Y cuando tus pies erraron consecutivamente, me pediste perdón, riendo, como si realmente no te importara no saber qué pasos se utilizaban en ese baile; como si esa disculpa fuera precisamente, en ese tono, lanzada de esa manera, la forma en que me decías: no me importa no saber bailar. Entonces, mientras reías, me tomé por completo entre mis brazos, y traté de unir tu cuerpo al mío, para que pudieras fundirte con mayor rapidez conmigo y con la música. Tus pasos comenzaron entonces a tener la cadencia que yo buscaba darte, suaves, lentos, precisos. Sentí cómo tu cadera se hacía dueña de la mía, poco a poco, instante a instante, cuando me ibas llenando de ti.

Yo, que se supone era el que intentaba llevarte en el baile, el conocedor, me vi preso de ti, porque tú tomaste el control verdadero de la pieza, mientras me hacías pensar que era yo el que te llevaba, en una mentira, ilusión. Me tomaste con fuerza, sin miedo, completamente decidida -como sólo lo puede hacer una mujer de verdad-, y me apretaste contra tu pecho. Colocaste tu cabeza en mi cabeza y sentí cómo literalmente me dejabas fundirte, al cabo, con mi cuerpo. Una llama terrible comenzó a devorarme por dentro, extasiado, perdido en ti. Recorrí con mi mano trémula tu espalda, mientras te iba suavemente meciendo. Esta cercanía de nuestros cuerpos estaba más allá de otras cercanías, tantas veces prosaicas y estrictamente animales, que tuve con otras chicas, con algunas más jóvenes, con otras más maduras. Tú sabías, no sé cómo ni de qué forma, entregárteme en el baile, y llenar de verdadera pasión nuestra danza. Te sentía arder, y pensé en un instante que ambos nos consumiríamos en la pista, a media luz, a media oscuridad.

Pero tristemente la pieza tenía que llegar a su fin, y yo estaba todavía extasiado hasta el infinito por tu aliento, por tu cuerpo, por tu cadencia, por esa forma tan poderosa en la que me hablaste con tu cuerpo. Y me sonreíste de nuevo. Te pedí -no podría ser de otra forma- una pieza más, o dos o tres, o cuatro. Me sonreíste, satisfecha, pero decidida a darme las gracias y nada más. Me sonreíste, sí, de manera coqueta, pero al mismo tiempo con un aire en el que me dejabas entrever que esa clase de placer no podía ser brindado sino en muy pequeñas dosis.

Ahora, cuando el cielo se ha pintado de gris, en este nuevo día, no puedo dejar de pensarte, y me lleno de tristeza al saber que no te pregunté nada. ¿Acaso me habrías dicho tu verdadero nombre si te lo hubiera preguntado? ¿Habrías permitido por más tiempo levantar esta barrera de hierro entre los hombres y tú, en esta noche? No lo sé, no lo sé. Me lo sigo preguntando, queriendo que cada pequeño instante del día que ha muerto se quede en mí, en mis recuerdos, y que pueda mantenerte en mis recuerdos tanto como sea posible. Poder recordar de manera absoluta tus labios tan rojos, tu cabello negro y largo, tu rostro de diosa mítica, tus caderas, tu silueta, tu elegancia, tu seguridad. Poder recordar que pude bailar con una mujer de verdad, más allá de mi entendimiento. Te extrañaré, supongo, cuando siga bailando con tantas chicas, unas más jóvenes, otras más adultas, como ya he bailado con tantas y tantas, que dudan, que no se entregan, que ni siquiera son capaces de verme a los ojos mientras bailamos, o que llenan de animal deseo el baile, sin perfección, sin arte. Te recordaré cuando baile también con perfectas bailarinas, que tienen técnica pulida con los años, pero que no tienen tu pasión, ese ardor en el pecho, tu experiencia. Me veré perdido, pues, en bailes impersonales, como hasta ahora reconozco. Y pensaré que algún día quizás pueda bailar contigo nuevamente, quizás sola una pieza. O quizás toda la noche, finalmente.