martes, noviembre 10, 2009

Soñé que soñaba

No recuerdo en qué momento nos encontramos, ni en dónde, ni a qué hora. Todo lo que recuerdo es que cuando me vino luz a la consciencia estábamos en tu recámara, que se hallaba plenamente iluminada, blanca por completo. Me veías con tus ojos profundos, seria, pensativa, como si te hubieras hecho una pregunta que no alcanzaras a responderte, como si la indecisión se hubiera plantado en tu pecho. Tus ojos profundos se clavaban en mi, como lo más naural del mundo, e iban a tu cuello mis labios, que se deslizaban lentamente a través de tu piel.

Y era todo tan natural, tan obvio, inevitable. Ni siquiera tuve tiempo de preguntarme cómo había pasado aquello, cómo es que me llevaste hasta tu morada, cómo era que me permitías contemplarte en la desnudez del alma y del cuerpo. ¿En qué momento y debido a qué razones habíamos podido deshechar nuestras pequeñas grandes diferencias, para dar paso a la comunión corporal y espiritual? Preguntas diversas y dudas trataban de agitarme, de hacerse dueñas de mi, pero no podía ponerles atención, porque no tenía tiempo para pensar, concentrado por completo, abstraído, en ti.

En otro instante, quizás menos arrebatado por tu aroma, podría haberme puesto a pensar en que este paso me resultaba demasiado peligroso. Porque después de estar juntos, en nuestra desnudez común, las cosas no volverían a ser las mismas de antes, y tendríamos que cambiar, tú, yo, nuestros lazos. Mas, aquí, contigo, en ti, lo celestial ahuyentaba a lo mundano, con mis dudas, con mis miedos, con mi cobardía.

Sólo pienso, ahora, que un leve instante, en aquel oasis no de felicidad, sino más bien de éxtasis, pensé en que otros hombres te habrían visto como yo te veía en ese instante, desnuda, en tu recámara blanca, sin tela alguna que te protegiera, que te disfrazara. No tuve celos, pero me pregunto cuán efímero podría ser este momento, y hasta qué grado podría yo ser eso, uno más de tus amantes, eso y nada más, sin poder verte en la desnudad del alma. Pero después de que esa curiosidad creara una leve discontinuidad en aquel paraíso, fui arrebatado por ti, por tus ojos, por tu cuerpo, por el placer, por el movimiento, por tu voz. Así es, más que en el placer, en la felicidad a tu lado, en un tiempo sin tiempo.

Después llegó el alba, y cuando cerraste los ojos, sólo recuerdo que te dejé tranquila, durmiendo, en tu recámara blanca, y vistiéndome rápido salí, quizás huyendo, ¿de qué? No sé. De ti, de mi, de nuestro pasado, de nuestro futuro. Te dejé allí, sola, apacible, sonriendo, debajo de las sábanas, en tu mundo, en tu resguardo, en el resguardo de tu mente, en tus sueños.

Y al despertar mío, sonreí mucho, y tenía casi lágrimas de llorar de felicidad ante lo inesperado. Me vestí con nerviosismo, dispuesto a ir a verte, ya en la tarde, con la mañana que se había fugado. Nervioso porque no sabía cómo reaccionarías al verme, un día después. Era obvio que tendría que cambiar lo que teníamos, esa fraterna amistad que nos unía, pero me daba tanto miedo que todo se viniera abajo por aquella noche. O quizás actuarías como si nada hubiera pasado, como si aquello no tuviera importancia, siempre, a partir de ahora, evitando que se mencionara.

Al tocar tu puerta, vi que estaba abierta, y entré, con paso sigiloso, y te vi en la recámara, vestida con un traje sastre color azul oscuro, mientras te pintabas los labios con prisa, enfrente del espejo. Pretendiste no darte cuenta de mi presencia, hasta cuando levanté mi voz, y me reconociste, sin sonreír de manera especial, sino simplemente mostrando que estabas apurada. ¿Te habías olvidado de mí, de la noche recién devorada, de lo que pasó? No me dijiste nada más, siempre preocupada en salir pronto. Ni siquiera te pregunté si ibas al trabajo, si ibas con las amigas, si ibas a comprar algo, o si tenías una cita. Me senté en tu cama, viéndote, con cariño, aunque viera tan sólo tu espalda, tu indiferencia.

Y cuando dejabas tu morada, me acerqué a ti, que seguías tratándome de manera cotidiana, con tus ojos profundos como el cielo. Salí de allí contigo, preguntándome si, como yo pensaba, tomarías que aquello no había pasado, ignorándolo, inexistente. Y cuando te seguía los pasos, como un perro, nos topamos, en el jardín del edificio, con tu mejor amiga, quien me vio, y me sonrió. Luego te saludó, y cuando le dijiste, con aparente prisa, que nos íbamos, nos vio a los dos nuevamente, y te dijo, sorprendida, que si no nos dábamos un beso de despedida. Tú entonces te pusiste nerviosa, como si ella no debiera haber dicho eso. Me viste por un segundo, sorprendida, sin saber qué hacer. Leíste en mi rostro, sobre todo, en mi sonrisa estúpida e infantil, que podía inferir y ver el fondo de tu alma en base a esas palabras lanzadas al aire.

Aquella amiga tuya nos abandonó, y tú mirabas, ahora con menos prisa, al pavimento, pensativa. No te ibas de mi lado, esperando quizás que yo dijera algo, en esa tarde nublada, en el silencio, solos. Yo te veía solemnemente, tratando de entenderte, de adivinarte. Cuando el silencio se alargó demasiado, nerviosa, me besaste en los labios, muy brevemente, en un beso adolescente, y pusiste todo el peso de tu mirada en mí. Sonreí. Te dije, después, que me gustaría que me acompañaras en la noche a dar una vuelta. Un helado, quizás. Sin pensar, me dijiste que sí, que estaba bien, que tenías tiempo, mientras bajabas la mirada, aunque seguías nerviosa. Y en mi inexperiencia fortuita, no dije las palabras que acallaran tus dudas, evidenciadas en tu silencio. Te dije que si el sábado vendrías conmigo a bailar, y me dijiste que sí, en un tono en el que me mostrabas que era lo más natural, tú, que siempre te negabas a ir conmigo a ir a bailar los sábados por la noche.

Después viste tu reloj con desidia, mientras me decías que tenías que irte, de verdad, pero que nos veríamos en la noche. Me viste una vez más, esperando mis palabras. Sonreí, con la sonrisa más grande de mi vida, porque no vinieron tus palabras tan decididas como de costumbre, negándote, que esperaba de ti. Pero estabas demasiado nerviosa, y me seguías viendo. Te dije entonces que me dieras un beso de despedida, por el tiempo que estaríamos separados, y me dijiste que otro beso era, quizás, sólo quizás, demasiado después del otro que nos dimos. Pero lo dijiste con tranquilidad, con esas dudas que parecían huir de ti, finalmente, con tus fantasmas que finalmente se alejaban, mientras te acercabas a mi, mientras acercabas a mi tu dulce rostro, decidida esta vez. Y eso era todo lo que me importaba, todo lo que esperaba, todo lo que tanto añoré.

martes, octubre 06, 2009

Imagenes mentales

Te extraño aunque no tenga ahora más que imágenes mentales tuyas, esparcidas en mi memoria en un perfecto desorden, acurrucadas, escondidas, un tanto reprimidas, e inevitablemente mueren poco a poco, en la oscuridad, faltas de agua, faltas de vida, faltas de amor. Se tornan borrosas, pierden el color, se hacen grises, opacas. Las líneas se confunden, se desvanecen. Tengo cada día menos de ellas, y sin embargo me aferro a ellos, pues una vez que todas se hayan marchado a la nada, nada de ti me quedará entonces.

Te extraño aunque no estés a mi lado, y la esperanza que tengo contigo no sea más que un sueño o alucinación. En otro tiempo esa luz me guiaba, me mantenía alegre, entusiasmado incluso en los momentos de mayor soledad, pero un buen día comprendí cuán irreal era, ridículo, caricaturesco, exagerado, una perfecta farsa, mintiéndome a mí mismo.

Te extraño aunque estés alejada de mí, pues aunque estamos tan cerca el uno del otro en esta ciudad, tu mente, tu corazón y tu perdón se hayan tan lejos de mí, que me mareo al observar ese abismo que se interpone entre nosotros.

Te extraño, aunque no tenga de ti más que imagenes mentales, recuerdos que se aferran a la vida, aunque sea inevitable su muerte, mientras veo, al cerrar mis ojos, esos ojos tuyos claros que me ven, sombríos, tristes, llenos de dolor, que, sin embargo, intentan verme con dulzura, con alegría fingida, con una máscara de color que nadie se cree, excepto tú. Y allí te sigo viendo, y por eso no quiero abrir mis ojos, pues tengo miedo que esta imagen tuya, que se me hace la más brillante de todas, sea quizás la última que me queda, y tengo miedo que al abrirse mis párpados no puedo verte ni recordarte, por muchas veces que intente evocarte al abrir repetidamente mis ojos nuevamente, tratando de revivirte en mi ser.

miércoles, septiembre 23, 2009

Ave nocturna

Anoche, mientras escribía versos en el firmamento de mi nostalgia, mientras cosechaba melancolía en el jardín de mi memoria, la luna resplandeciente fue testigo del canto de una mal intentionada ave, cuya horrible forma apenas recuerdo, si bien su chillona voz aún resuena con dolor en mis recuerdos. Un ave-títere, manejada por lejanos hilos invisibles de algún titiritero aún más mal intencionado, inconforme con su vida -¿qué tengo que ver con tu vida, titiritero, si nunca hemos hablado el uno con el otro?-, y que ahora, por diversión, por frustración o por locura, se ha empeñado en fastidiarme mi tranquilidad.

Y ayer, pues, mientras descansaba, noté cómo de la rama más baja de un enorme árbol que estaba a mi lado, un ave de un horrible tono café, con ojos razgados, que se perdían en una pequeña inmensidad, con forma anti natural, con pesado aletear, venía a pararse torpemente. Y así, el ave-titere me vio, y empezó a lanzar chillidos, tratando de llamar mi atención. Fue entonces que intenté cerrar mis oídos, encerrarme en mi mente, diciéndome que no le escucharía. Pero el ave no se dio por vencida, y siguió cantando, chillando, no sé bien con qué propósito, sin quitarme la vista de encima, por horas y horas.

Esa ave calló tras mucho tiempo, en esa oscuridad, y estúpido fui al pensar que dicha ave había callado tras el fastidio, tras darse por vencida, que estaba ahora dormitando, distraída, y que podría yo en un instante escaparme en la noche a aquella ave terrible y de mal augurio. Y estúpido e inocente fui al así pensarlo, pues esa ave que no era un ave, pero que intentaba serlo, al escuchar el silencio de mis pasos delicados, intentando huir, lanzó un gruñido, un chillido, alarido hiriente, y con voz humana, con la voz de un conocido mío -ah, cuánto te odio, maldita voz, maldita ave feroz-, gritó en medio de la oscuridad y del silencio:

La vida se llevará consigo a un distante lugar, durante algunas semanas tu felicidad, de manera inevitable, inevitable, inevitable, inevitable...

¡Ah! Maldita ave que huíste en ese instante mientras te escuché en pesado aletear, imaginándome ver los invisibles hilos que te movían, ave sin ser ave, volando sin volar, chillando sin chillar. Escapaste tan cobarde como tu titiritero, y tu como titiritero, como tu domador, tan llena de cobardía huíste sin la oportunidad de brindarme una leve, muy pequeña insatisfacción.

Ave nocturna, ave de rapiña, ave que no eres ave, ave que no vuelas, ave que es movida por invisibles hilos, te encontraré de nuevo en la inmensidad de la nada, de la noche y la oscuridad, y te seguiré y te lanzaré piedras, para que caigas de tu caminar-volar, y te haré caer y me vengaré de tu mal augurio que vino en mala noche, como una profecía inevitable que hubiera querido no saber, y que hará que, inevitablemente, inevitablemente, inevitablemente, mi felicidad sea en efecto arrebatada algunas semanas, llevada lejos, tan lejos y tan cerca, de mí.

viernes, agosto 21, 2009

Esperando

Nunca me ha fascinado esperar. En realidad, soy un hombre increíblemente impaciente, que con gran facilidad se ve fastidiado ante las más pequeñas esperas. Sin embargo, a través de los años, he ido dejando, poco a poco, lentamente, esa forma infantil de ser, y aceptar que las cosas sucedan un poco después de lo que yo quisiera.

Y a pesar de todo, hay esperas que me siguen pareciendo ridículas, o tontas, o molestas. Increíblemente molestas. Una de ellas es la que me aqueja estos días, ya varias semanas. ¿No resulta acaso irrisorio que no me desespere de llegar a comer comida mexicana, que tardará, por mucha que yo quiera, todavía cuatro meses, mientras que me desespero de que las últimas dos semanas hayan transcurrido con lentitud?

Muchas personas dirían que dos semanas es nada. Y yo mismo lo acepto, lo sé, y lo reconozco. Dos semanas es nada en cualquier caso, por bien o mal que se aproveche el tiempo. Pero contrariamente a lo que sucede con el placer, que hace que el tiempo parezca acortarse, es siempre el dolor el que parece extender su duración.

De acuerdo, dejaré de lado el drama excesivo e innecesario: no es precisamente dolor lo que me ha torturado en estas dos últimas semanas. Frustración, más bien, es lo que me acongoja. ¿Quizás celos? Quizás. Lo cierto es que aunque he encontrado algunas formas leves de disminuir esta frustración, cada día espero que de manera casi mágica desaparezca. Escúchenme bien: no es que quiera que un simple día, al levantar la vista, distraído, note que simplemente ya no hay rastros de impaciencia en mi alma. Más bien, espero una noticia, un aviso, un permiso. Y eso es lo que me mantiene al acecho, más que a la espera.

Mientras tanto, esperando como niño y como tonto, a cada instante, recibir esa noticia, vivo en la frustración, imaginándome cosas, no sólo teniendo visiones molestas en mis sueños, sino también durante la vigilia. Porque vienen visiones que me torturan lentamente, y que claramente, están en contra de mis deseos, ya que no soy en forma alguna alguien que le guste sufrir, y mucho menos, masoquista. Es tan sólo que soy un necio y mi imaginación me juega malas pasadas, de tal forma que en vez de disfrutar un domingo en casa, distraído, leyendo, pensando en nada, comiendo, echado en la cama, tengo que soportar que mi mente me diga que TODAVÏA NO llega la noticia. Y además, tengo que soportar muchas ideas que me vienen al pensar porqué no viene esa noticia.

Creo que esta espera me está destruyendo los nervios. Me da insomnio y a veces siento que la lengua está seca. No es que sea un dolor, como dije, que me devore por dentro. Pero es una espera de esas que, como en mis años de niño, no puedo soportar, unido a mi imaginación que parece hallar placer en torturarme, mostrándome por las noches y en los fines de semana -únicamente en las noches y en los fines de semana- imágenes que detesto ver. No sólo imágenes, en realidad: también colores, sabores, sonidos, gestos, alaridos, tonos, temperaturas, y un montón de tonterías, en un festival de la auto tortura.

Sigo esperando que en cualquier momento llegue esa notificación. Pero quizás no va a llegar tan pronto como yo pensaba (dos o tres semanas), sino que se prolonge, no sé, dos o tres meses. Y eso, por supuesto, me dejaría bastante jodido, no porque no pueda vivir esperando tanto tiempo, sino porque, literalmente, me dejaría fuera de juego. Digamos que si se prolonga dos o tres meses, para mí representa la eternidad.

Así que ahora espero a que la vida me diga si acerté en mis cálculos supuestamente lógicos, o soy un tonto que se ha auto engañado en sus ideas. O quizás sólo un tonto que no le atinó al problema.

sábado, junio 20, 2009

La noche en que Andrea despertó sobresaltada y tuvo que ir al baño a vomitar su alma (1)

Andrea observó en el espejo el reflejo del cuerpo desnudo de Armando, que yacía boca abajo, sobre las sábanas blancas. Dormía. Dormía con su cabello negro despeinado, con el sudor seco en su pecho impregnado. Exhausto. Y ahora tranquilo como un bebé. Ese cuerpo que se estuvo restregando contra el suyo hasta el cansancio aquella noche, tantas veces apreciado en la leve oscuridad de tantas otras ocasiones, allí, tendido, le llenaba de repulsión de pronto.

Sintió nuevamente náuseas, y nuevamente vomitó. Sintió que nuevas lágrimas salían expulsadas de sus ojos como violento reflejo del vómito. Y sintió, nuevamente, cómo el fluido amargo era fuertemente expulsado por su nariz. Y luego, tras limpiarse la boca, los ojos, y dejar que el agua del inodoro del hotel se llevara lo que se tenía que llevar, respiró con un poco de tranquilidad.

Caminó con cuidado hacia la cama, desnuda, solamente con el brasier blanco y las bragas blancas -haciendo conjunto-, que se puso tras hacer el amor tres veces con Armando, porque no le gustaba dormir sin ropa interior. Recogió, junto a la cama, el pantalón de mezclilla azul que había sido arrojado con furor cuando Armando la desvestía, horas antes, sediento y hambriento de su cuerpo. Y después se puso la blusa negra de tirantes de la que se despojó cuando ya no cabían más besos de él en su boca. Finalmente se puso unos tenis que sacó con cuidado de su maleta, y a punto de dejar la habitación, aunque no quería ver el cuerpo de su novio, no pudo dejar de escuchar el sonido acompasado de sus ronquidos profusos.

Salió casi despavorida del hotel, cruzando por enfrente de la recepción con pasos alargados, esperando que nadie la viera ni le preguntara nada, con su cola de caballo al aire, huyendo de todo. Y al poner su pie derecho en la banqueta, fuera, y al sentir el primer soplo leve de la brisa marítima que le daba en el rostro, se sintió un tanto más aliviada. Vio hacia ambos lados de la calle, y aunque notó que el silencio allí reinaba, comenzó a caminar, sin preocuparse demasiado por lo que pudiera pasar.

Y así, con el cuerpo trémulo, con la mirada baja, sintiendo nuévamente náuseas, llegó hasta el mar, del que no estaba demasiado lejos. Y allí, vio la inmensidad, la oscuridad, el leve murmullo de las olas, y se sentó en la arena, suspirando.

Confundida, llena de una desagradable sorpresa. Había sido tomada, desprevenida, al despertar en medio de la noche, por un sentimiento terrible que le llenó de dolor el estómago, de desencanto, de repulsión contra Armando, y también contra sí misma. Se vio desnuda ante una dolorosa verdad. Y vio, por primera vez desde hace mucho tiempo, las cosas con mayor claridad. Con dolorosa claridad. Y cuando todo este huracán de emociones se estrelló contra la bahía de su cuerpo y alma, había corrido hacia el baño, vomitando tres ocasiones de manera terrible.

Pero ahora, allí, sola, en la arena, debajo de la noche, en medio de la madrugada, con las primeras luces a punto de salir, podía desahogarse finalmente, en su soledad.

jueves, febrero 26, 2009

Encuentro ocasional

Alguna vez me la encuentro por la calle, y al verla, cuando sonrío y ella me sonríe, cuando nos abrazamos tras tantos años de larga y constante separación, no podemos sino reír del pasado.

Nos sentamos en la banca de un café cualquiera. Ella con ropa negra, llevando zapatos deportivos, y ya no usa lentes. Sonríe más que nunca, y se nota que la madurez alcanzó su pecho. Escucha con atención, y se nota la energía inmensa en su rostro.

Y ella me dice que he cambiado. Que mi mente ha dejado de vagar en el limbo de lo irrealizable, de lo exagerado, de lo infantil. Al mismo tiempo, sin embargo, me he vuelto más complejo. Quizás todavía un poco necio como en el pasado, me dice, y le creo por completo. Soñador, sí, todavía, pero ya no de manera absurda -o de manera menos absurda en todo caso-.

Ella me platica sobre su vida, sobre sus viajes, sobre su último gran amor, ahora lejos, en el mismo continente, pero en el otro extremo del mundo. Le quiere, le extraña, mas la distancia les separó tras haber estado juntos por años enteros. Ahora sale con tipos interesantes: escritores, publicistas, comunicadores. Pero no es lo mismo, con el amor no cicatrizado, bohemio, alejado de la pose de lo artístico, de lo falso, de lo plástico.

Y yo le cuento sobre mi vida, sobre mis viajes, sobre mi trabajo, y por esa terrible e insidiosa fascinación -ella lo sabe- por buscarme problemas, por tener tanta facilidad en fastidiarme la vida eligiendo los caminos incorrectos en el diario vivir. Me aconseja con pronunciado acento que deje eso, que rompa mi patrón, que deje de buscar esas formas de placer-sufrimiento. Y cuando escucha mi penúltima aventura, estupefacta, me dice que ese es el colmo de los males. Sin embargo, la tranquiliza que mi última no sea de esa forma, tan baja ni terrible.

Y nos despedimos al encontrarnos por mera casualidad, cuando ella me pensaba en otro país al norte, y yo a ella en otro del sur. Nos despedimos tras años separados, quizás para separarnos de nuevo. Sí, estaremos en contacto. Sí, nos escribiremos para contarnos las cosas más tontas, las decisiones más bobas. Y le doy un beso en la frente, como el beso que quise darle hace algunos años, cuando mi inexperiencia y la suya nos sumieron en la amargura a ambos. Y ella sonríe, y veo un dejo de nostalgia en su rostro, en su mirada, en su sonrisa. Pero esa nostalgia es momentánea, no permanente, como antes.

Y nos despedimos, como nos encontramos, ¿por cuánto tiempo? No sé. Sólo espero seguir sus consejos.

miércoles, febrero 25, 2009

Aclaración

En días pasados, un acontecimiento más bien lamentable he llegado a mi persona, cuando me he enterado que algunas personas han tomado algunos de mis textos como cosas reales, desconociendo que los cuentos no son más que eso: cuentos. Son meras historias que se nos ocurren a quienes, incluso sin ser escritores, y que nada tienen que ver con la realidad.

Quien escribe una historia sobre asesinato, no es por ello alguien con deseos de matar, un asesino en potencia. Quien escribe una historia de amor, no es por ello, necesariamente, amado. Quien escribe una historia de ciencia ficción, no es una persona que tiene, de manera enfermiza, ideas totalmente fuera de la realidad.

Estas personas, pensando que lo que en su momento fue inspiración -e inspiración de un momento hace largo tiempo, y además, de uno muy triste, y casi diría terrible-, piensan ahora que en realidad es una forma de quejarme ante el mundo de ellos, revelando su intimidad, han esparcido rumores sobre mi personas, y además, mentiras y acusaciones sobre mí.

Es por ello, por el hecho de que no pueden entender que ellos no son más que la inspiración, que no lo que escribo sobre 'ellos' no es más que producto de mi imaginación (ya que los personajes que se me ocurrieron ni siquiera con ellos), que he decidido suprimir todas las entradas que mostraban historias que me surgieron a raíz de ellos (solamente espero que no tengan la grave locura de pensar, de momento, que todas las entradas pertenecen a su historia).

Lo hago, incluso cuando sé que no es un crimen ni mucho menos -un ejemplo de un verdadero crimen sería haber mostrado sus nombres reales, quizás a veces con otros datos adicionales, que pudieran hacer que conocidos en común leyeran estas historias-, quiero evitarme cualquier clase de chisme sobre mi persona, como los que ya han hecho correr, tan lejos de mí, colocándome como un loco, insensato, y demás.

Y para mis amigos de B (en el país de C1), y para mis amigos de P (en el país de C2), por favor, les pido dejen de leer este blog, pues aunque bien me abstendré de escribir sobre su pequeña historia, no quiero que puedan pensar, en un momento futuro que hago alusión a ustedes.

Y a mi amigo de B, en el país de C1, le digo: oh amigo mío, querído desconocido, te honro y agradezco la atención de leerme en tus muchos ratos libres que tenías en tu trabajo, según parece, pues hubiera pensado que eras tú el que menos vendría a honrarme con su lectura. Te lo agradezco mientras haya durado, y espero que mis textos, aunque muy imperfectos, te hayan mostrado una forma de diversión alejada al mundo de los números en el que te desenvuelves.

lunes, febrero 16, 2009

Con lágrimas en los ojos se despertó a la mitad de la madrugada

Sentado al borde de la cama, a las tres o cuatro de la madrugada se despertó de pronto, sobre saltado. No sabía qué había soñado, pero debió haber sido muy triste, pues sus ojos estaban húmedos, llenos de llanto. Y gimió levemente sin saber todavía porqué, aún no del todo recuperado del sueño.

Gimió después, de manera más suave cada vez, otras tres ocasiones. Se limpió los ojos, y se quedó allí, anclado a la cama, como una estatua, quieto, apenas respirando. Y se dio cuenta de que la pesadumbre dominaba su pecho. ¿Qué cosa era la que había, pues, soñado? ¿Qué terrible, triste o deprimente pesadilla había arrasado su ánimo mientras descansaba en la oscuridad de la noche?

Se limpió los ojos cuando notó que una lágrima escapaba, sin su permiso, del ojo derecho, deteniéndola mientras recorría suavamente su mejilla todavía cálida por las cobijas. Quiso levantarse y no pudo. Quiso echarse a la cama, y no pudo. Sólo pudo, en cambio, cerrar los ojos del cuerpo, y abrir los del alma, cuando el sueño le revelaba que un ciclo de su vida había llegado por fin a su término. Él sabía que debiera ser más bien motivo de alegría, de tranquilidad, cuando un luto llega a su fin, cuando la tormenta ha cedido a la luz del sol, cuando las nubes se apartaron para dejarle acariciciar la ciudad.

Él había comenzado a soñar a Marcela después de dos semanas de separarse de ella, cuando, precisamente, comenzaba a pensar que era raro que no sintiera pena por su partida. Y noche a noche, sin quererlo, sin desearlo, y después odiándolo, destestándolo, siendo regresiones diarias de su dolor, tuvo que vivir con ello. Y siempre viendo a Marcela en distintos papeles, en distintos lugares, en distintas situaciones.

La primera semana la soñó regresando a él, hundiéndose en su pecho, sollozando de felicidad por regresar a casa, renunciado a todo por él. Y en esa semana, al despertar, pobre de él, que veía con terrible amargura que ella no estaba a su lado, que estaba tan cerca pero tan lejos, pero jamás a su lado, nunca regresando a él.

La segunda semana soñaba que ella estaba con otro hombre, que se iba con él caminando debajo de la luna, con la calle iluminada por los faroles en un principio de primavera. O a veces la vía caminando, sonriendo del brazo de otro hombre, cuya rostro no veía, mientras la lluvia les mojaba a ambos, que simplemente, se sonreían el uno al otro. Y otras veces las soñaba en un café, o encontrándoselos en el cine, o en la calle en un domingo cualquiera. El despertar le traía una amargura, porque la realidad no distaba demasiado de sus sueños, de sus pesadillas. Despertaba dolido, herido, envidioso, a veces fuera de sí.

La tercera semana la pasó entre gritos apagados a mitad de la noche, al verla desnuda, siendo poseída por él, o a veces simplemente besándose delicadamente en un jardín de mediodía. Otras veces simplemente soñaba que era un árbol que, desde afuera de una casa, a través de una enorme ventana, veía cómo se acurrucaban juntos en el sofá, mientras él la besaba en la mejilla, en la frente, y en los labios. Y enojado se paseaba por la ciudad durante las horas diurnas, con el semblante serio, apagado, con el ceño fruncido.

La cuarta semana soñó con ella, así, sin compañía, caminando en la calle pensativa, a veces viendo su propio reflejo en los cristales del metro, y otras tantas leyendo, sentada en su cama, con la pijama puesta. Ella no parecía demasiado feliz, pero tampoco triste. Simplemente estaba tranquila.

Y las demás semanas, ¡ah! ¿Alguien las recordaba, por ventura? Eran retazos, sueños incompletos mezclados con delirios, con pesadillas, con mentiras, por todo lo que él se había, sin querer, reprimido ante el abandono de ella. Todo lo que pensaba, pero que se callaba, que evitaba pensar, sus miedos, sus dudas, sus preguntas, y todo se veía allí revuelto, en colores por momentos oscuros, por momentos claros, a veces de noche, a veces de día. A veces la veía sonriendo, a veces enojada con él, y otras tantas, tantas, simplemente viéndole indiferentemente al pasar por enfrente de él, en un parque, sola o acompañada.

Y, terrible cosa, hubo instantes en los que él pensaba que los sueños eran las marcas del destino, del futuro, de lo que pasaría. A veces le parecía que eran las posibilidades que se abrían en el tiempo, en la vida, en el mundo. Y a través de esos traicioneros sueños, como si fueran un reparto de canciones, a veces renacía en él la esperanza; a veces, en cambio, se veía ahogado por la negatividad; a veces, por la resignación, que le llenaba de un vacío insoportable. Otras tantas vino a tocar a su puerta el orgullo, y otras tantas el dolor, o la desesperanza.

Y, finalmente, llegó el hartazgo, al notar que había soñado con ella, sin quererlo, sin desearlo, detestándolo desde lo más profundo de su ser, el doble de noches de las que la había tenido con él, y que, también, según decían las malas lenguas, en todo este tiempo, el doble del que estuvo con él, había ya pasado con aquel otro nuevo amor. Y se sentía frustrado, recordando un pasado muerto, extinto, reviviendo fotos rotas, recuerdos amargos, esperanzas ahogadas, muertas, apagadas.

Y esa noche, que era más bien madrugada, se convertía en un leve instante en amanecer, y se dio cuenta, todavía con los ojos humedecidos, con el pelo alborotado, con la espalda encorvada, con un sentimiento de tristeza, que era la primera noche en mucho, mucho tiempo, en que no soñaba a Marcela. Había soñado, sí, pero había soñado con sí mismo, como no pasaba hace tantos años. Y en esa breve noche tuvo dos sueños, pero en ambos estaba él, allí, como era, sin ser tristes, ni alegres, sino así, como la vida es, ni completamente triste, ni completamente feliz.

A pesar de todo, había llorado mientras dormía. Y se sentía triste, melancólico. ¿Porque, entonces, se plantaban de esa forma estos sentimientos en su espíritu? Quizás por que Marcela, o mejor dicho, el fantasma de ella -que no era cosa que una mezcla de ilusiones, de desilusiones, de sueños, de desencantos, de frustraciones, de recuerdos buenos y no tan buenos-, había finalmente dejado su pecho. Y lloraba al despedirse, finalmente, no de ella, sino de ese fantasma.

A todo esto, ¿qué haría en ese momento Marcela? Quizás estaría durmiendo tranquilamente, abrazada por su esposo o novio. Quizás estuviera ya despierta, preparándose para llegar temprano al trabajo. O tal vez ya se hallaba despierta, o ya se hallaba a punto de dormirse, en un horario distinto, en alguna ciudad lejana. Quizás durmiendo sola. QUizás triste, o quizás alegre. Y él pudo, finalmente, sonreír, porque esas lágrimas que se le escaparon al alma mientras dormía, eran las últimas para ella, las que habían marcado su despedida para siempre de él. ¿Marcela entonces? Que Marcela esté bien, y eso era suficiente como un mero deseo lanzado al mar o al cielo, desapareciendo en el olvido apenas haber sido pronunciado.

Pero, que te vaya bien, Marcela.

viernes, febrero 06, 2009

Cuando las horas se alargan (V)

Vergüenza.

Hoy me averguenzo de dos cosas que en otros tiempos me podrían haber parecido de lo más bajo e insignificante. Pero la vida da vueltas, y es por ello que ahora hacen que mi sea mi alma, más que mi persona, la que esconda el rostro apenado cuando recuerdo esas dos tristes realidades que azotan mi ser.

La primera es del pesar que, a pesar de todo, reprimí como un ser insensible, o acaso como un ser que no necesito de las emociones, ni se deja corroer por ellas. Un ser frío, al que no le importaba que la vida no le fuera, en un leve instante, benéfica. Escondía -como bien dice el dicho- yo mi dolor, y solamente a algunos amigos se los compartí. Y mientras tanto, me aparecía ante el mundo con una máscara de alegría, hipócritamente, sintiendo que si me mostraba tal como me sentía, me ganaría el desdén de las otras personas. Y no es que sean insensibles o tengan prejuicios contra el pesar, sino que, cobardes como somos todos, huyen como yo quizás también huiría del dolor, con pánico, con miedo, sin querer contagiarse por él.

Y la segunda cosa de la que me averguenzo, es de haber perdido totalmente el control sobre mí, sobre mi persona, sobre mis deseos, sobre mis necesidades y sueños. Me vi dominado por un ansia irrefrenable de un ideal que ahora juzgo bajo, vil y vano, deseando por encima de todas las cosas dominarlo, tenerlo para mí. Rompí mi control, y mi persona se vio envuelta en una pasión maligna que desbocó todo lo malo que hay en mí. No pudo venir la razón en mi ayuda, ni mi lógica pudo detener este terrible avanzar de la locura.

Y por un instante siento más remordimiento sobre esa pasión que me dominó de manera tan absurda y estúpida, por que mi ideal, al igual que yo, estaba inundado, a su vez, de una carencia de control tan inmensa, y en realidad, mucho más inmensa que la mía, que debí de haberme visto a través de su situación, como una persona que había dejado de actuar razonablemente en lo absoluto, creyendo en realidades inexistentes, como sediento de meros sueños irrealizables, poniendo mi vida al borde de la locura por una estupidez que seguí como una religión.

Hoy, que veo que el dolor ha pasado, y que no necesito máscaras con los cobardes que tienen miedo del dolor; y ahora, en que veo que mi persona ha sido arrasada, en más de una manera, por esa obsesión tan vana, solamente puedo ver que cosas buenas deben de salir de ello. Por momentos pienso, no sé sin con razón o no, que haber pasado por esa experiencia me ha hecho poder ver algunas cosas de manera más clara, por ruines, vacuas, o insignificantes que sean, lejos de la gloria que, no sé en qué momento, les impregne en mis sueños.

jueves, febrero 05, 2009

Cuando las horas se alargan (IV)

Recuerdo.

Solo en otra ciudad, caminando entre desconocidos, comiendo con desconocidos, y riendo con desconocidos gastaba algunos días alejado de mi ciudad. Dos o tres días, apenas. Y me iba con el alma aconjogada, preocupada.

Había vislumbrado que me habían mentido. Y así, entre la resignación de la mentira, y el querer pensar que todo era un error, mi mente erraba en ese viaje, en la mañana cálida, entre el ruido de los coches del mediodía, en la tarde que caía llenando todo de oscuridad.

Y pensé que todo podía ser resuelto. Por supuesto, todo se aclararía. Pensaba que todo tenía solución. Y de esta forma gasté un día perdido en una ciudad en la que estaba solo, entre en el ruido de las gallinas, de las aves tropicales. Y al llegar la noche, salí a caminar, pensando siempre en aquello que me desesperaba y me llenaba de alegría a un mismo tiempo. Salí, y caminé, aferrándome a ese ideal, entre emociones antagónicas.

Y feliz regresé, tonto, a mi ciudad, en donde no sólo me esperaban mis amigos, sino, también, ese ideal, aunque realmente estuviera a kilómetros de distancia. Y me moría por huir a él, por perderme en ese ideal, por escucharle, por verle, por abandonarme en aquello que tanto adoraba. Porque ya no iba a estar solo, como un día antes, en la oscuridad de mi alma.

Y al llegar la fuente de mis alegrías, tristezas e ilusiones, estalló lo que tanto temía: desídia. La amargura impregnaba su canto, la indiferencia pintaba su alma. Fue poca la amabilidad que sobre mí virtió, cuando antes lo hacía siempre, sin faltar. Parecía tener prisa, prisa, prisa. ¿Prisa por hacer qué cosa?

La confesión terrible, lamentable, demente, exasperante resonó de manera horrible en mi alma, dejándole muerta, de pie, con el cuchillo clavado en el corazón, impactada, anonadada. Esa soledad que pasé un día antes había sido todo lo que yo no quería, qye ahora se convertía en mi futuro: soledad, preguntas, miedo, oscuridad.

Hasta el día de hoy sigo sin comprender, sin entender. Quizás nunca lo haga. Pero el recuerdo sigue allí, allí, clavado en mí, sin que pueda moverle.

viernes, enero 16, 2009

Cuando las horas se alargan (III)

Día 9.

Resignación.

Resignación cuando veo tus fotos en mi memoria, y escucho tu voz grave resonar en mi mente. Resignación cuando recuerdo tu sonrisa, tus burlas, tus inseguridades y prejuicios. Resignación cuando sé que te hallas lejos de mí, tan cerca de la locura, tan cerca del caos.

Resignación en mi dolor, cuando te imagino, sin que yo pueda evitarlo -oh, querida y maldita mente que no te controlo, caballo desbocado- desnuda, sudando, gimiendo, francamente, mientras él te hace suya. Tú gritas, él grita, y yo, en mis adentros, también grito. Pero nuestros gritos nacen de emociones diferentes, ¿no?.

Resignación cuando me imagino cómo gastas las horas en estos días. Apenas ha pasado poco más de una semana. Poco más. Este tiempo avanza tan lenta, lenta, lentamente. Y a ti, quizás te rinda más, y a mi, me tortura también más.

Resignación cuando, siguiendo las instrucciones de mi psicóloga, uso un ardid para no pensarte desnuda y gimiendo y gozando. Resignación cuando, producto de ese ardid, te dejo de evocar, y entonces me lleno de molestia, o de coraje, o de cansancio, o de tristeza, o de melancolía. Si me enojo, me aguanto. Si me da melancolía, escucho canciones tristes. Y si me entristezco o me siento cansado, duermo largas siestas.

Resignación cuando ya no hay nada que perder. En realidad, nunca hubo cosa que perder. Resignación cuando estás lejos, resignación cuando estás cerca de mí, al mismo tiempo (te alejan de mí dos o tres semanas). Resignación cuando mi estabilidad emocional se interpone entre nosotros. Resignación cuando sé que no me convienes, y resignación cuando sé que no me lo puedo creer, por obvio que sea para todos, menos para mí.

Resignación que llega, después de tantas semanas. Resignación en mi dolor, en mi olvido. Resignación en mi resignación.

Y resignado, cuando siento que casi te he olvidado, que casi te he superado, me doy cuenta de que...

Te extraño.

sábado, enero 10, 2009

Cuando las horas se alargan (2)

Mi tercer día.

A veces uno quisiera poder vivir sin saber algunas cosas, incluso cuando, en general, el saber es una bendición, una libertad. Porque, a pesar de que a través del conocimiento se alcanzan formas más complejas y completas formas de ver el mundo, resultan ciertas verdades profundamente dolorosas en nuestros pechos.

Y entonces viene a nosotros, volando, como un efluvio, la mentira, el ocultamiento de las verdades, le negación de lo evidente, para que así, de esa forma quizás aparentemente tan infantil, puedo uno escapar a una realidad menos trágica y dolorosa. Trucos de la vida, trucos de la mente, mentiras que nos creemos, que se creen los demás, que se creen todos, y que se nos revelan contra nosotros, sin embargo, en los sueños que se convierten en pesadillas. Simulaciones de realidad inexistentes que nos salvan de una terrible congoja, de una realidad que nos ahoga. Y en todo ello, a veces solamente engañamos a los demás, y otras tantas fingimos engañarnos a nosotros mismos; mas, qué terrible resulta cuando, a veces, ignoramos en nuestro arranques pasionales, tan irracionales a veces, que esa mentira también nosotros, sin advertirlo, nos la hemos creído, juzgándola como verdad absoluta.

Yo quisiera, en caso particular, que una de esas hermosas y tan brillantes mentiras viniera a mi mente, a mis sueños, en las noches, en los días, en esos instante perdidos en tantas horas, para que yo mismo sea engañado, sin saberlo. Dormir pensando en una realidad de plástico, en una realidad incompleta, en una realidad benigna, sin que un millón de pensamientos funestos, como abejas iracundas, me ataquen el ánimo, llenándome con sus picadas de dolor, de ansiedad, de frustración, de tristeza, de ira, de cólera, de desesperación, que me arrancan a la fuerza las pocas lágrimas que aún me quedan. Ser inmune a su horrible veneno, que me devora, que me asfixia, de noche, de día, en mis pesadillas, en mis horas de negatividad, en mis horas tristes.

Yo quisiera atrapar una de esas mentiras tan preciosas, como una mariposa que se atrapa con la mano, violentamente, en un instante, y atraparla en mí, sabiéndolo sin saber, y permanecer con mis ojos vendados, con mis oídos sordos, y con el espíritu en calma dormido, sin tener instante alguno para sumergirme en esas ensoñaciones que me trae la vida con gran pesar, que me arrojan lejos de aquí, no al ahora, sino a un lugar lejano, de tantos kilómetros separado, cuya sola visión me destruye por dentro.

Atraparla, atraparla, atraparla, y por esa mentira, que mi alma fuera devorada.

jueves, enero 08, 2009

Cuando las horas de la noche se alargan (I)

Yo quisiera, pues, de una vez, en una larga jornada, que abarque muchos días y sobre todo, largas e interminables noches, expresar todo lo que guardo en el baúl de mi alma, y que he escondido allí por algunos días, semanas, meses.

Quisiera hacer de él un imperfecto canto, o una serie de ideas al viento, de pensamientos sin sentido que, quizás al unirse en tropel, puedan dar un significado una vez siendo un todo. Un rompecabezas, un jarrón roto cuyas piezas han sido desperdigadas a lo largo de camino, pistas que ha dejado un hada madrina.

Cantar hoy, en estos días, que para mí son noches, en una larga jornada, que apenas empieza hoy, que varios días y varias noches durará, quizás posponiéndose, y espero que no, hasta la eternidad. Cantar de mis amores, de mis fracasos, de mi despecho, de mi desilusión, de mis cuitas, del corazón. Cantar de mis alegrías, de mis esperanzas, de mis sueños, y de mi vida diaria. ¿Qué importa si al final qué expreso sino una serie de cosas cotidianas sin beneficio?

Yo sólo quiero levantar la voz, y al levantarla, quiero enjugar mis lágrimas, que mi alegría se esparsa; que mi mente vuele, que el recuerde se despedace; que el futuro se apresure, que el pasado se aleje; que en mi pecho no quede rastro alguno de emociones que no me pertenecen.

Un canto, pues, que dure por varios días, por varias noches, por algunas semanas, y se apague en él toda mi inquietud - hecha esté de alegrías, o de dolores, o de sueños rotos, o de sátiras cotidianas, o de sin sabores divertidos, o de felicidad amarga.

Ideal ideal

He de aceptar mi culpa, al decir que soy una persona que ha hecho del verbo "idealizar" su pan de cada día. Y este exceso, este abuso, ha tenido un costo muy alto para mi persona, al dar tonos de grandeza a personas que no lo merecen, o tratanto de colocar un brillo de perfección en ellas. A veces se logra ignorando o disumulando sus imperfecciones, y a veces, lo acepto, llevando el contexto a un nivel totalmente fuera de la realidad.

Y sin embargo, me gustaría imaginarte ese ideal tan profundo, que no puedo siquiera imaginar o comprender, que se anida en alguna profunda caverna del inconsciente de una chica a la que alguna quise con mucho furor. Me gustaría poder imaginarme esos tonos, esas formas elevadas a un rango muy por encima de la perfección, más allá de lo increíble, más bello que lo bello, más divino que lo divino.

Quisiera poder, una vez, por un instante, ponerme en su lugar, y tratar de entender qué pasa por su mente, cuando ha elevado a un rango superlativo un ideal, un sueño, una ilusión, haciendo de ella su motivación para vivir, el pañuelo en el que enjuga sus lágrimas, el amigo que escuche sus confesiones y secretos, y haciendo, en otras palabras, la fuerza motriz de su vida.

Quisiera imaginarme cómo es, cuando se muestra en sus sueños, en que la mera presencia de ese ideal le llena de alegría, de esperanza, por mucho que no alcance a discernirlo claramente, a causa de lo borroso de su imagen. Imaginarme qué formas tan distintas, pero hermosas y dolorosamente irreales, toma forma en esos sueños: quizás a través de divininades eternas, o de amantes de novela, o de pensadores clásicos, o de estrelas de rock legendarias. Quizás podría tomar un día la forma del padre ausente, y otro día la forma del amor jamas olvidado, perdido, tan anhelado.

Me gustaría imaginármelo, desde luego, y verlo, a pesar de todo, en perspectiva, en la irrealidad a la que pertenece, poder ver que es parte de una dimensión que está fuera de la lógica, la razón, e incluso de los sentimientos verdaderos, guardándose solamente en la dimensión de los sueños rotos y falsos. Me gustaría poder ver esa aberración tan maravillosa, tan misteriosa, contradictoria, adictiva, peligrosa.

Y sin embargo, a pesar de querer conocerla, entenderla, sentirla, emocionarme como se emociona ella al pensar en ese falso ideal, llorar de felicidad como llora ella al pensarle, temblar de alegría como tiembla ella al recordarle, y alegrarse como ella se alegra cuando llega a su alma la noche, no quisiera, por nada del mundo, jamás, nunca, ver ese terrible, doloroso, inmenso, y quizás demente amanecer en el que ese ideal se vea revelado tal cual es, tan falso, plástico, falto de espíritu, de esencia, de gracia, de colores, de cualquier verdadero sentimiento. Quisiera no poder ver ese terrible momento en que ese dios, divinidad, amante perfecto, o estrella de rock, esa ilusión, se vea rota, ridiculizada, caricaturizada, llevada a la nada, en medio del dolor de su pérdida, no por algo que se va, que se esfuma, sino por algo que nunca existió, que solamente era un espejimos terrible.