martes, noviembre 10, 2009

Soñé que soñaba

No recuerdo en qué momento nos encontramos, ni en dónde, ni a qué hora. Todo lo que recuerdo es que cuando me vino luz a la consciencia estábamos en tu recámara, que se hallaba plenamente iluminada, blanca por completo. Me veías con tus ojos profundos, seria, pensativa, como si te hubieras hecho una pregunta que no alcanzaras a responderte, como si la indecisión se hubiera plantado en tu pecho. Tus ojos profundos se clavaban en mi, como lo más naural del mundo, e iban a tu cuello mis labios, que se deslizaban lentamente a través de tu piel.

Y era todo tan natural, tan obvio, inevitable. Ni siquiera tuve tiempo de preguntarme cómo había pasado aquello, cómo es que me llevaste hasta tu morada, cómo era que me permitías contemplarte en la desnudez del alma y del cuerpo. ¿En qué momento y debido a qué razones habíamos podido deshechar nuestras pequeñas grandes diferencias, para dar paso a la comunión corporal y espiritual? Preguntas diversas y dudas trataban de agitarme, de hacerse dueñas de mi, pero no podía ponerles atención, porque no tenía tiempo para pensar, concentrado por completo, abstraído, en ti.

En otro instante, quizás menos arrebatado por tu aroma, podría haberme puesto a pensar en que este paso me resultaba demasiado peligroso. Porque después de estar juntos, en nuestra desnudez común, las cosas no volverían a ser las mismas de antes, y tendríamos que cambiar, tú, yo, nuestros lazos. Mas, aquí, contigo, en ti, lo celestial ahuyentaba a lo mundano, con mis dudas, con mis miedos, con mi cobardía.

Sólo pienso, ahora, que un leve instante, en aquel oasis no de felicidad, sino más bien de éxtasis, pensé en que otros hombres te habrían visto como yo te veía en ese instante, desnuda, en tu recámara blanca, sin tela alguna que te protegiera, que te disfrazara. No tuve celos, pero me pregunto cuán efímero podría ser este momento, y hasta qué grado podría yo ser eso, uno más de tus amantes, eso y nada más, sin poder verte en la desnudad del alma. Pero después de que esa curiosidad creara una leve discontinuidad en aquel paraíso, fui arrebatado por ti, por tus ojos, por tu cuerpo, por el placer, por el movimiento, por tu voz. Así es, más que en el placer, en la felicidad a tu lado, en un tiempo sin tiempo.

Después llegó el alba, y cuando cerraste los ojos, sólo recuerdo que te dejé tranquila, durmiendo, en tu recámara blanca, y vistiéndome rápido salí, quizás huyendo, ¿de qué? No sé. De ti, de mi, de nuestro pasado, de nuestro futuro. Te dejé allí, sola, apacible, sonriendo, debajo de las sábanas, en tu mundo, en tu resguardo, en el resguardo de tu mente, en tus sueños.

Y al despertar mío, sonreí mucho, y tenía casi lágrimas de llorar de felicidad ante lo inesperado. Me vestí con nerviosismo, dispuesto a ir a verte, ya en la tarde, con la mañana que se había fugado. Nervioso porque no sabía cómo reaccionarías al verme, un día después. Era obvio que tendría que cambiar lo que teníamos, esa fraterna amistad que nos unía, pero me daba tanto miedo que todo se viniera abajo por aquella noche. O quizás actuarías como si nada hubiera pasado, como si aquello no tuviera importancia, siempre, a partir de ahora, evitando que se mencionara.

Al tocar tu puerta, vi que estaba abierta, y entré, con paso sigiloso, y te vi en la recámara, vestida con un traje sastre color azul oscuro, mientras te pintabas los labios con prisa, enfrente del espejo. Pretendiste no darte cuenta de mi presencia, hasta cuando levanté mi voz, y me reconociste, sin sonreír de manera especial, sino simplemente mostrando que estabas apurada. ¿Te habías olvidado de mí, de la noche recién devorada, de lo que pasó? No me dijiste nada más, siempre preocupada en salir pronto. Ni siquiera te pregunté si ibas al trabajo, si ibas con las amigas, si ibas a comprar algo, o si tenías una cita. Me senté en tu cama, viéndote, con cariño, aunque viera tan sólo tu espalda, tu indiferencia.

Y cuando dejabas tu morada, me acerqué a ti, que seguías tratándome de manera cotidiana, con tus ojos profundos como el cielo. Salí de allí contigo, preguntándome si, como yo pensaba, tomarías que aquello no había pasado, ignorándolo, inexistente. Y cuando te seguía los pasos, como un perro, nos topamos, en el jardín del edificio, con tu mejor amiga, quien me vio, y me sonrió. Luego te saludó, y cuando le dijiste, con aparente prisa, que nos íbamos, nos vio a los dos nuevamente, y te dijo, sorprendida, que si no nos dábamos un beso de despedida. Tú entonces te pusiste nerviosa, como si ella no debiera haber dicho eso. Me viste por un segundo, sorprendida, sin saber qué hacer. Leíste en mi rostro, sobre todo, en mi sonrisa estúpida e infantil, que podía inferir y ver el fondo de tu alma en base a esas palabras lanzadas al aire.

Aquella amiga tuya nos abandonó, y tú mirabas, ahora con menos prisa, al pavimento, pensativa. No te ibas de mi lado, esperando quizás que yo dijera algo, en esa tarde nublada, en el silencio, solos. Yo te veía solemnemente, tratando de entenderte, de adivinarte. Cuando el silencio se alargó demasiado, nerviosa, me besaste en los labios, muy brevemente, en un beso adolescente, y pusiste todo el peso de tu mirada en mí. Sonreí. Te dije, después, que me gustaría que me acompañaras en la noche a dar una vuelta. Un helado, quizás. Sin pensar, me dijiste que sí, que estaba bien, que tenías tiempo, mientras bajabas la mirada, aunque seguías nerviosa. Y en mi inexperiencia fortuita, no dije las palabras que acallaran tus dudas, evidenciadas en tu silencio. Te dije que si el sábado vendrías conmigo a bailar, y me dijiste que sí, en un tono en el que me mostrabas que era lo más natural, tú, que siempre te negabas a ir conmigo a ir a bailar los sábados por la noche.

Después viste tu reloj con desidia, mientras me decías que tenías que irte, de verdad, pero que nos veríamos en la noche. Me viste una vez más, esperando mis palabras. Sonreí, con la sonrisa más grande de mi vida, porque no vinieron tus palabras tan decididas como de costumbre, negándote, que esperaba de ti. Pero estabas demasiado nerviosa, y me seguías viendo. Te dije entonces que me dieras un beso de despedida, por el tiempo que estaríamos separados, y me dijiste que otro beso era, quizás, sólo quizás, demasiado después del otro que nos dimos. Pero lo dijiste con tranquilidad, con esas dudas que parecían huir de ti, finalmente, con tus fantasmas que finalmente se alejaban, mientras te acercabas a mi, mientras acercabas a mi tu dulce rostro, decidida esta vez. Y eso era todo lo que me importaba, todo lo que esperaba, todo lo que tanto añoré.