viernes, febrero 01, 2008

Carta para ella

Escribía él-yo durante el día entero. Textos aquí y allá, pedacito en pedacito, piezas de un rompecabezas llamado tristeza, desilusión. Esperanza fallida, muerta, esperanza que se suicidó. ¿Le maté yo, por Dios, quizás? Eutanasia. Escribe-escribe-escribe. No pienses, sólo escribe. No pares, ni un segundo, de sumir las teclas. No pienses en pensar. De mañana-tarde-noche-madrugada-alba. Las teclas danzando aquí y allá, y las letras creando palabras, las palabras expulsadas como espumarajos. Espuma de mi congoja. Espumas de ira, también. Al dolor le sigue la rabia.

Él-yo sigue escribiendo. Sale del cuarto cerrado con la cortina cerrada para tomar café de grano-cerrado-. Toma agua caliente -!hirviendo!- para olvidar que alguien tiene el alma fría -como el viento-. Allí pensativo, melancólico, mirada perdida, viendo el calendario, viendo el polvo en la ventana, viendo la mugre en la estufa. Viendo nada. Mirada sin brillo. Labios levantándose hacia el cielo, pensativos. Ceño fruncido, alma desconsolada. Su cuerpo es el cuerpo de un muñeco de trapo.

Ellos-los-otros le veían con tazas-cafés de café, de la olla a esas cafés-tazas, de ellas a su boca, desparramándose a través de su garganta. Río ardiente como lava llegándole al estómago. Y luego, teclas siendo aplastadas-soltadas. Despierto siempre, dormido nunca. Todo el día, a toda hora. Toda la noche, a toda hora. Escribe que escribe, eso es todo lo que hace él-yo. Cientos o miles de teclas presionadas por minuto. Sinfonía de las teclas danzarinas.

Y, tras las horas, los días, las semanas, lentamente, ven cómo él-yo continúa escribiendo lo que escribí-escribió en su-mí vida toda. Palabras miles que crean una gran magna composición vulgar. Relatos de cómo la conoció, de cómo la conocí. Ella linda, mirada perdida, ingenuidad peligrosa. Yo, timorato, miedoso, lento quizás -la otra a la que desee le dijo a él-yo que era lento en la seducción, un bobo inocente-. Ella duda, yo dudo, ella se enoja, yo suplico perdón: de eso el triste relato habla. Y después de la narración, de la retrospectiva, vienen como golpes los quejidos, las lamentaciones, las maldiciones. Y el remordimiento lo ata todo: él-yo tuve-tuvo la culpa, responsable absoluto de lo que no pudo en ella controlar.

Ellos-los-otros que nada hacen, que su vida dedican a las tertulias vespertinas con cerveza en mano, me ven pasar, de aquí allá, y ven con sus ojos curiosos-chismosos que los pasos se me caen, que mi mirada viaja errante como una mosca, que mi voz sale casi en silencio. Me ven sus ojos, y sus bocas dicen: “pobre chico, él-yo, que de manera ilusa llora por una insulsa, la de la cabeza entre los hombros escondida, importada en septiembre”.

Escribe-que-escribe-que-escribe-que-escribe. Entre más escribas, mejor. Palabras sucedáneas de mis lágrimas que hace tiempo se han secado en mis apagados ojos. No lloro en forma de lágrimas, vida, sino en forma de palabras. Mi llanto ahora se está desbordando en ti, mientras escribo.

Él-yo sigue escribiendo, mientras pasan días-semanas-meses. Llorando para sus adentros, escribiendo más y más y más y más. Mirada ojerosa, perdida. Se recompensará a quien encuentre a una mirada feliz de un hombre común. Características: alegre, insensata, juvenil. Incólume.

- ¿Qué tanto escribes? -preguntan a una voz, como coro, ellos-los-otros, que le han visto pasar de la cocina al cuarto, del cuarto a la cocina, durante horas-días-semanas.

- Una carta – dice él-yo sin esconder la verdad, mientras mete las manos en el pantalón sucio, sin bañarse, y la cabeza entre los hombros, como si tratara de arremedarla a ella. Su chica avestruz.

- ¿Una carta, de qué, con qué propósito? - inquieren nuevamente a doble voz, a coro, como dos gemelos pegados, siameses. La parte femenina me ve con preocupación, y la parte masculina con decepción. Mi padre y mi madre estarían orgullosos de ellos, que han tomado la estafeta sin mi permiso. Cabrones osados.

Es una carta para ella, para la chica-avestruz, la de la cabeza entre los hombros, la de las piernas como palos de escoba, largas hasta el cielo, insípida belleza depositada en el rostro.- responde esta vez él-yo, tímidamente. Le regañarán por ser tan insensato. Mira hacia el piso, niño regañado. Ahora recibirás tu merecido por desacato.

- ¿Una carta para ella? - preguntan nuevamente ellos-los-otros a voz doble-doble. - ¿Para esa pinche perra? - pregunta a una sola voz la parte femenina. -¿Para esa pinche vieja tan fea? - interroga la parte masculina, incrédula.
-Para ella, sí, para ella. - admite no sin pena.

- ¿Pero qué pinche estupidez haces? ¿Para qué demonios hacerlo así? - pregunta la masculina parte, y después suelta lo que en su mente pasaba, una lista de palabras que sintetizan su sentir, como una fila de patitos saliendo en forma de palabras por su boca masculina: - No hablar, castigo, decepción, burla, rogón, débil ... -. Habló el corazón conectado directamente a la boca. Pensar en voz alta.

La he escrito, y eso es todo lo que importa – dice él-yo valientemente. El ciudadano que reta a la autoridad-moral-sentido-común-buen-gusto-sensatez-lo-normal-común-maduro. Eso no está permitido por los cánones de lo normal: telenovelas, matrimonios vacíos, novelas rosas, relaciones rápidas como comida rápida. ¿Me da una McChupada para llevar, por favor? Baile sensual extra por cinco pesos más. Yo quería mi motelcito-sexual-feliz.

Y después, dice que la carta terminada está. Alza la vista y ellos-los-otros le siguen viendo, estupefactos. ¿Todo este tiempo, días-semanas-meses gastado, hora por hora, en la redacción de una carta para aquella chica avestruz que te desgarró el corazón con garras de león? ¿Una carta para aquella que a él-yo le jugó mal, le jugó a engañarle?

Una carta sí, confiesa él-yo, una carta para aquella a la que, no importando que sea una chica con la cabeza metida entre los hombros, hubo en algún momento de querer. Una carta que era necesaria, no para ella, sino para él-yo.

¿Y qué clase de carta puede ser la que escriba él-yo a ella-la-que-mintió? Mirada doble cayendo sobre él, inquisidora.

Les muestra la carta: cientas de cientas de páginas-páginas que forman miles-miles palabras para ella. Carta larga, carta interminable. Y para ella-la-que-mintió, para ella-la-que-no-es-de-aquí. Importada en otoño.

¿Y qué obtener piensas, él-yo, al escribir esa carta, confesión de tu corazoncito roto? ¿Indulto, desprecio, ruegos, súplicas, reclamos? Di de una vez qué cosa ahora esperas de la chica avestruz, la que jugó con tu corazón tonto.

Él-yo toma la carta entre sus manos, y le sonríe, como si fuera un ser vivo. Carta mía, carta de mi corazón, a quien pude confesar todo mi sentir, todo mi dolor, todas las cosas que a su lado disfruté, las cosas que a su lado sufrí, lo que nunca pude decirle tras su huida de mi vida, lo que a nadie más hube de contar. Palabras varias, perdonas tantos, reclamos pocos, besos muchos. Mis palabras más dulces, y mis palabras más agrias, en una sinfonía agridulce para ella. ¡Cuánto te desee, y cuánto te desprecio ahora por abandonarme a mi soledad perpetua! ¡Cuántas otros insultos terribles levanté con mi pluma, cuando habló la frustración! Y, ¡Cuántas palabras desbordadas de adoración a ti lance en esta misiva, que harían que la gente me tachara de fanático y obsesivo!

Ellos-los-otros ven cómo él-yo ve la carta, sonriendo melancólicamente. ¿Qué tanto ves en esas palabras no-merecidas por ella-la-que-mintió y ella-la-que-a-otro-se-entregó?

Él continúa viendo esa misiva larga, de varias páginas y hojas de papel. Las sacude, las revisa de manera individual. Las aprieta contra su pecho, y después contra sus mejillas, mientras cierra los ojos, resignado. Resignación que viene, que venía, que vendrá. Resignación: He allí todo lo que un hombre dolido quiere. Él-yo se separa de las hojas que forman su carta, y saca de su bolsillo un fósforo. Ardan, ardan, ardan, ya que no pueden volar, ya que no pueden llegar hasta de ella el oído insensato y frío, que con su indiferencia me despedazó el alma.

Ellos-los-otros ven con incredulidad-estupefacción cómo el fuego devora y corroe esas hojas: producto de horas-días-semanas-meses de trabajo que él-yo dedicó, escribiendo mientras esas lágrimas suyas salían en forma de palabras, de quejidos, de besos que se quedaron en el tintero y en los labios de él. Los labios de ella que se negaron a besarle, arrepentidos. ¡Ardan, ardan, ardan! Que con su ustedes se va el último recuerdo de ella que quedaba en mi corazón marchito, seco, desde que de la mano de otro -un bruto- le vi pasar. Y arden con lujuria, con violencia, como si estuvieran siendo exorcizadas. Y por un instante, ellos-los-otros creyeron oír, mientras ardía lo poco que quedaba de lo que él-yo había escrito durante tanto tiempo, que una voz emergía sollozante de ellas: eran los quejidos que él-yo nunca pudo decir en voz alta.

Ahora cenizas son. Esas palabras que él-yo escribió como despedida para ella. Porque despedida era lo que él había escrito, lo que le hubiera podido decir, que ella se negó a escuchar: perdón y reclamo. Una carta que nunca fue concebida para serle a ella entregada, no. Una carta que desde que nació, supo él-yo que era para sollozar lo que no sollozo, y poder deshacerse de todo ese dolor que le abrumaba. Ahora, esa carta se ha ido para siempre, y se ha llevado con ella todo lo que de ella en él quedaba: ilusión, alegría, odio, tristeza, remordimiento, dulzura, cariño...

Y él-yo, finalmente, pudo ver cómo una lágrima -¡finalmente!- se le escapaba – y entonces mi-su corazón quizás de sus cenizas surgirá nuevamente.

Duerme en paz, duerme para siempre, descansa en la posteridad, carta mía, último recuerdo de aquella a la que con tanto furor hube de desear. Duerme para siempre, para jamás despertar. No despiertes, que si despiertas, mi vida y alma te llevarás.