jueves, octubre 20, 2011

Si me alguien me preguntara sobre ti, ¿qué diría?

Si me alguien me preguntara sobre ti, ¿qué diría? ¿en qué palabras trataría de esparcir tu esencia?

Podría comenzar por recordarte aquel día de gélido otoño en que nos conocimos. Llevabas un suéter amarillo y unos pantalones morados ajustados, creo. Honestamente apenas lo recuerdo, porque aquel día, tu mirada, más que tus ojos, eclipsaban todo en ti, robaban el protagonismo todo para sí. Para mí apenas si existían tus labios, tu nariz, o tu frente. No puse demasiada atención a tu estatura o a tu complexión. Acaso lo único que parecía estar allí, adornando tu profunda mirada, eran tu cabellos castaños oscuros, casi en rizos, como ramas de olivo que los coroban, dominantes y vencedores sobre el resto de tu cuerpo, de ti. Acaso también te acompañaba esa sonrisa cínica, burlona, en un tono de a-que-no-vienes-a-mi.

Aquella noche sentí a través de ti profundo deseo, arrebato, emoción, voluntad, acaso erótica soberbia. Una fuerte emoción que parecía impulsarme a acercarme a ti. Ven a mí, querido mío, querido desconocido. Ven a mí, que te deseo con ardor, que despiertas en mí un hondo e inconsciente deseo, que incluso lo mejor de mí sale a tu encuentro, sin que yo misma me de cuenta o pueda conrolarlo. Soy otra a tu lado, frente a ti, aunque hace apenas unos minutos nuestras miradas se hallan cruzado por vez primera. Porque instintos míos que hasta entonces desconocía se despiertan ante tu presencia. Fascinación por tu ti, por tu sonrisa, por tu mirada, por la forma en la que te acercas a mí. Qué sé yo. Mirándote, mirándome en ti, me lleno de deseo, de erotismo, y me vuelvo seductora, me vuelvo mujer aún siendo niña; me convierto en un instante y por un instante en todo eso que deseo ser, pero de lo que no me atrevo, acaso porque lo ignoro yo misma en la vigilia de mi mente. Soy ante ti como debería ser, como realmente soy, detrás de este disfraz de niña detrás del que me escondo, en el que guardo mis verdaderos deseos; aquel lugar en el que me protejo de mis miedos, de mis inseguridades, de mis complejos y de mis traumas.

Aquella noche representaste mucho más de lo que nunca jamás resultaste ser para mí: tan lejana de tus dudas, de tu nerviosismo, y de tus prejuicios contra ti y contra los extranjeros. Fuiste una huracán, un mar desbordado. Fuiste la imagen y semejanza de una pecadora que me subyugaba con sus ojos. Para los otros, curiosamente, no eras más, según pude saberlo después, más que una niña frágil, delgada, y no muy atractiva: pero eso era porque ellos sólo veían tu exterior, pero además porque ellos no eran vistos como me veías tú, de esa forma, con ese deseo, con esas ansias de pecar.

Pero luego...

Luego te tornaste nerviosa, dubitativa. Miedosa, querida mía. Eras débil por dentro, finalmente, precisamente como una aniña. Esos diecinueve años que tienes resonaron en ti, atándote a esa realidad pintada por tí misma y por tus amiguitos, cuando todos jugaban a seguir siendo adolescentes, a no enfrentarse al mundo como adultos, espantados ante la responsabilidad. Te dejaste llevar por esos miedos adolescentes a no sentirte bella, a sentirte menos atractiva y opacada frente a tus atractivas amigas, o frente a tantas mujeres plásticas -y deliciosas- que pululuan en esta vieja ciudad. Y pensaste que serías para mí no más que el objeto de placer desechable a la mano, una aventura cuyo único precio es una ilusión hacia ti. Pensaste en mi patria, tratando de deducir que quizás había algo sórdido en mi pasado en ultramar. Te imagino viéndote al espejo, juzgándote, viéndote no como eres ni como te veía yo, sino como te ven los insensibles ojos de los demás: piel pálida apenas recubriendo tus huesos, los ojos pequeños como ojos de pescado, y los dientes minúsculos como los de una rata. Con tu pelo enmarañado y descuidado, sin arreglar. Te imagino observándote dolorosamente el pecho, notando que no tienes dos pasas por tetas, y que por nalgas tienes un par de rebanadas de jamón. Y los hombros menduos, y las caderas inexistentes. La nariz prominente, que trata de robar protagonismo junto con tu amplia frente. Los labios discretos, los pómulos faltos de gracia. Piensas que si alguien te viera sin fijarse en la cabeza y en los pies, no podría saber si te ve por detrás o por delante. Finalmente te atacas al observar tus espinillas en la frente, y las que habían dejado su rastro en aquella tan próxima adolescencia. Luego, querida mía, supongo que habrás dibujado o creado otros prejuicios más en tu contra, algunos que no alcanzo a imaginar siquiera.

Fuiste tú tu misma antítesis. Crescendo y estruendo. Mujer, y niña. Sueño y pesadilla. Sensibilidad y prejuicio. Promesa y decepción.