martes, noviembre 18, 2008

Sobre la idealización

[Supongo que será raro que escriba un texto de mi propia vida, en vez de un texto con personajes o narrador imaginario]

Desde hace tiempo tengo en mente cambiarme de ciudad. Tengo muchas razones para ello, aunque a veces pienso que muchas de ellas son únicamente pretextos para mudarme. La verdad es que tristemente no me conozco lo suficiente como para poder atinarle a cuáles son verdaderas razones, y cuáles únicamente justificaciones para ese intento de emigrar a otro país.

Entre las diversas cosas que he pensado al respecto, están: conoce otra cultura, otra forma de pensar, dejar atrás mis prejuicios para conocer algunos nuevos, tener una novia extranjera, tener mayor éxito económico, volverme un hombre al vivir solo en un país desconocido, aprender a cocinar, vivir en una ciudad que me entretenga, la aburrición de vivir en esta ciudad, que todos mis amigos tienen pareja y nunca los veo, entre otras.

Hace apenas mes y medio regresé de Praga, en donde pude vivir tres meses, sin dejar mi trabajo, pues la compañía para la que trabajo cuenta con oficinas en dicha ciudad. Ese viaje estaba planeado para durar más tiempo, pero eso hubiera requerido mucha preparación en papeleo y demás, cosa que no estaba dispuesto a hacer - no al menos en esta ocasión. Y ahora que he regresado, no sé si tenga demasiadas ganas de volver.

La cosa, sin embargo, al principio de mi viaje, era diferente. Al principio, cuando apenas lo consideraba, se me aparecía como un viaje de diversión, aventura, descubrimiento. No sabía qué me podría esperar del otro lado del atlántico, en una ciudad que jamás había visitado, en la que, según decían, las chicas eran muy bellas, y en donde los latinos somos considerados atractivos. Además, la idea de trabajar en oficinas, en vez de trabajar en mi casa, me seducía, después de trabajar desde mi cuarto por tres largos y doloros años.

Nunca me di cuenta, pero creo que en cierto momento, lo que más me excitaba para no conocerla realmente, pensar en todas las posibilidades que había en la ciudad. Y fue precisamente no conocerla, lo que me hizo ver en ella demasiadas posibilidades, quizás demasiadas. Ver en ella todas mis esperanzas, con expectativas que rayaban en lo ridículo, con ideales irreales. Una ciudad que se abría a mí con atractivos de todo tipo, como un paraíso en la tierra, en cierto modo. No me pregunten cómo fue que llegué a ese punto, pero así fue.

Al llegar, desde luego, me quedé fascinado con la ciudad, pues me gustó mucho la estructura de las calles, el muy eficiente transporte público, los castillos, la belleza de las damas, y una cultura completamente diferente. Pero, al mismo tiempo, había cosas reales que me molestaban: estar lejos de mis amigos, lejos de mi familia, solo, tener que cocinarme -qué malo soy cocinando todavía-, pasarme los domingos solo, y cuando tenía problemas o preocupaciones, tener que contárselas a mis amigos al otro lado del mundo, por internet.

Y al final, la ciudad no era lo que yo esperaba, por que, simplemente, no llenaba las ridículas expectativas y esperanzas que coloqué sobre sus hombros. Nunca tomé en cuenta que me sentiría sólo, que todo mundo al que conocía, que era extranjero o mexicano, se sentía un latin lover, que no podía platicar prácticamente con nadie de cosas que realmente me interesaban, que las checas son desconfiadas de los latinos, y que, simplemente había una barrera de idioma y de cultura terriblemente grande. Me imaginé el cielo al pensar en Praga, y simplemente, Praga es una ciudad inmensamente interesante, pero claro, no pudo llenar esa expectativa.

Ahora, al regresar a México, no estoy tan seguro de querer volver allá. Y cuando me pregunto porqué, me responde que quizás es porque ya no es una fantasía, ya es una realidad, pues la ciudad ya la conozco, ya viví allí, ya no puede, por tanto, seguirme representando un cielo, un paraíso, una oportunidad de aventuras. Ha perdido el encanto de lo desconocido. Porque, cuando algunas cosas permanecen desconocidas, pueden representar para nosotros nuestro mayor anhelo.

Y me convencí de ello, al encontrarme considerando ir a otras ciudades a vivir. Sin embargo, la realidad es que el final, las conoceré, y como ninguna ciudad en el mundo podrá llenar mis infantiles sueños, terminaré insatisfecho siempre.

Eso me recuerda a un par de cosas, y eso es precisamente lo que quiero mencionar en este texto. La primera es un capítulo en el Retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, en el que la esposa de uno de los personajes, una dama noble, es mencionada de haber estado enamorada muchas veces, sin haber sido jamás correspondida, y que, por esa razón, mantenía todas sus ilusiones. Pienso que las mantenía, porque, al no tenerlas, podía idealizarlas en su mente, en la irrealidad, lejos de una realidad a veces sosa, a veces aburrida, pero siempre imperfecta. Es como un ideal: no realizar nada nunca, y dejándolo en el mundo de lo irreal, idealizarlo.

La otra cosa es que, al pensar de esta manera en las ciudades, me siento como muchas conocidas femeninas mías, que piensan en un príncipe azul -póngale el nombre, etiqueta o sinónimo que deseen-, y en cómo será ese príncipe, y en todas sus cualidades, sus cosas buenas, interesantes, a veces sobrepasando ligeramente la perfección. Muchas de ellas, al conocer a sus futuros novios, los ven como una posibilidad, la de que sean ellos los príncipes que tanto han esperado. Desde luego, nadie puede equipararse a un sueño o ilusión, y eso hace que muchas de ellas queden asqueadas, si no logran aceptar a la otra personas. Por eso intentan con otro, y luego con otro, y otro. Pero, al final, ninguno de ellos logra llenar esas expectativas, porque, bueno, ellos no son ideales, sino simplemente personas de carne y hueso, com imperfecciones, malos hábitos a veces, impuntuales, o no muy guapos, o cosas así. Y cuando las veo a ellas buscando nuevos novios, viendo en los desconocidos a ese príncipe azul que tanto han deseado, me veo a mí mismo, considerando a ciudades en las que nunca he vivido, como la ciudad perfecta que he soñado, en la que tenga todo lo que quiero y espero. Y después, cuando llegue a ella, descubra, como descubren ellas tras poco tiempo, que el conocimiento ha hecho que ese ideal se desgarre por completo.

miércoles, noviembre 12, 2008

Página de la crónica denominada diario de un histérico histórico

Una vez salí con una chica de ojos negros grandes y cabellos color noche, de caminar atolondrado, que son su chillona voz solía quejarse de lo mal que la trataba la vida en ese instante. Se sentía mal por un novio que había dejado de corresponderle, se sentía mal porque sentía que la gente no la comprendía, y se sentía mal porque su madre no estaba a su lado. Así que lo que hizo fue sumirse en una depresión, en lágrimas, en gemidos, que la mantuvieron encerrada por semanas completas en su departamento, en donde sus amigos no la visitaban, y en donde se negaba a recibirme.

Yo me imaginaba que esa depresión dejaría de existir en algún momento, o en todo caso, de esa forma tan absurda, en la que ella no dejaba que nadie le ayudara. Simplemente vivía llorando y quejándose de la injusticia de la vida, y solamente no sollozaba cuando comía, estaba en el baño, o dormía. Pero el resto del día lo dedicaba, por esos días que apenas si recuerdo, a deprimirse aún más.

En cierta manera me puedo imaginar lo que pasaba por su mente: alejada de su familia, en una ciudad diferente, en donde la gente es antipática por naturaleza, en donde sus admiradores la trataban de manera peculiar -aunque no peculiar como yo, puedo decir ahora-, y en una ciudad en la que se hallaba alejada tremendamente de su novio anterior, quien, por cierto, la había olvidado desde que ella pisó el avión que la traería aquí.

Y en ese sentido, puedo decir que las lágrimas que más derramaba, eran por su familia, y por otro lado, por el novio que no le respondía sus cartas, llamadas telefónicas, ni saludos de amigos en común. A veces, había días en los que su madre no lle lamaba -quizás porque lo olvidó, quizás porque tuvo demasiado trabajo, quizás porque se quedó sin dinero para marcarle-, y el resultado era que se sentía doblemente abandonada, a pesar de que yo trataba de apoyarla en todo lo que podía.

Pero ella, como ya he dicho, se cerraba, se encerraba, callaba, no respondía, disimulaba, reprimía, y hacía, en general, toda una serie de cosas que simplemente no le hacían sentir bien.

Pues resulta ser, que a final de cuentas, mi paciencia se agotó en su totalidad, y el resultado obvio fue que la mandé a que encerrada dejara de contar conmigo, ya que ni me dejaba ayudarla, ni tampoco me permitía verla. Era como si no existiera para mí, de alguna forma dicho.

Así que dejé de verla, y bueno, la vida tuvo que continuar. Lo que siempre me pareció peculiar, y que en su momento me pareció tan triste, que sentí que me asfixiaba, fue que a las dos semanas de haber dejado de verla, un buen día, no sé qué mosco le picó, o qué amiga la mal aconsejó, y decidió que lo mejor para sentirse recuperada, era irse de fiesta, a uno de esos groseros lugares de alcohol que pululan entre las clases bajas de esta ciudad, en las que las bebidas están adulteradas, los cigarros sobre valuados, y la vulgaridad viste a las personas y sus palabras. Sitios oscuros, mal iluminados, fétidos, llenos de gente a más no poder, con música de mal gusto saliendo por groseras bocinas, con manos de hombres que, sin querer queriendo, acariciaban de cuando en cuando las bien o mal formados cuerpos de las chicas que allí se daban lugar.

La cuestión es que esa noche que ella decidió salir, por alguna razón que aún no comprendo -quizás por que soy demasiado inexperto, quizás porque soy un bobo, o quizás porque no quiero, simplemente, verla y aceptarla-, ella se sintió más candente que nunca desde que llegó a la ciudad, olvidándose por completo de la mamá, del papá, de la hermana, y del miembro grande o pequeño del novio. Bailando al ritmo de uno, dos, o cinco mojitos, bailando sola reggaeton, en un espacio pequeño, oscuro, de pronto, un chico de clase baja, que llegó con la firme intención de penetrar los oscuros rincones de alguna fémina a la que pudiera convencer de llevarse a su casa, comenzó a bailar detrás de ella, restregándosele, aprovechando que ella estaba demasiado borracha. Y al poco tiempo, había quizás demasiada fricción de sus cuerpos.

Y cuando estaban ambos ardiendo, las amigas de ella decidieron que era demasiado tarde, que la carroza se convertiría en calabaza, así que decidieron irse. Mas ella, que necesitaba que alguien le apagara esa pasión, le dio su número teléfonico a ese chico, así, sin más, sin concerle.

Y el chico, que no soportaba más estar en una temporal abstinencia, después de que su última novia lo dejó por celoso y machista, le llamó inmediatamente al otro día, y ella, que esperaba con ansias esa llamada, fue a su encuentro, todavía olvidándose de su olvidadizo novio, y dejó que aquel otro le pusiera sus manos encima, le quitara el brasier, el pantalón, y como ella misma lo dijera, la sedujera profunda-mente.

Mas, qué cosas, al terminar tres o cuatro caídas, con quince o veinte minutos de límite de tiempo, ella sintió venir, junto con el orgamo, el sentimiento de culpa, el siempre terrible sentimiento de verguenza, y se encontró, en ese momento, no sólo con que el chico se había llegado con ella, sino que estaba desnuda, en más de un sentido, junto a alguien que no conocía, que vio por vez primera la noche anterior, y el recuerdo de su novio olvidadizo la asfixió.

No mencionaré lo tortuoso que resultó su camino, porque eso resultaría más bien deprimente.

Pero diré que ella, al tener que confesarle a su novio de su infidelidad, porque, simplemente, era demasiado grande el sentimiento de culpa, y al recibir un adiós absoluto de parte de él, que, supuestamente, se declaraba herido, sintió todavía un vacío más grande que el de antes, así que no le quedo de otra que mantener como novio a ese chico, a quien conoció una noche, a quien se tiró a la bolsa en un momento de extrema sensualidad, sin saber qué esperar de él.

Lo que siempre me pareció peculiar es que, después que ella se quedara con él, sin quererlo, como soporte para olvidar al otro, para olvidar también por un instante el vacío que ya tenía en sí, sin quererlo, sin contar con que él, de manera inexplicable, se enamorara de ella con tan sólo una noche de coitos, fue que siguen juntos hasta la fecha actual. Me parece curioso, porque, al menos a los pocos meses, ella me dijo que en cierta manera, le quería, pero que todavía amaba al otro novio.

Y digo que es peculiar, porque a la fecha actual, ellos están juntos todavía, viviendo en algún lugar apartado de nuestra ciudad. No sé si ella siga usándolo para olvidar al otro, quizás todavía llena de culpa; quizás, como dice Eric Fromm, podemos a amar a todas las personas, y eso hizo que ellos, aún sin conocerse, pero pasando tanto tiempo juntos, pudieron crear amor; o quizás fue que, de casualidad, sin conocerse, tuvieron la inmensa suerte de ser el uno para el otro, sin saberlo; o quizás es que andan juntos, aunque inmersos en una relación sosa, en la que se es mejor tener algo que estar solo, aunque la felicidad no sea plena. O quizás, no sé, el sexo es demasiado bueno, y ya.

¿Qué pensaba él?

¿Qué pensó él en la noche que avanzaba, casi a medio morir, para perecer al amanecer?

En los recuerdos de su vida reciente, en particular, con respecto a dos chicas, una así, y una asá.

¿Qué diferencias había entre ellas, en el color de sus cabellos, en el color de sus ojos, y en su forma de moverse al caminar?

Una era rubia, la otra también, y la otra no; una tenía ojos verdes, la otra también, y la otra cafés; una caminaba casi de manera sensual, la segunda de manera lenta, y la última caminaba a grandes pasos derrochando energía.

¿Las conocía realmente a als tres?

A la primera pensaba que la conocía, pero sus actos casi caóticos al final de su malograda amistad le hicieron ver que no. A la segunda, por Dios, quién lo podía saber. Y a la tercera, en realidad no, solamente un día en que se le encontró con otra conocida, y fueron brevemente presentados.

¿Y qué cosa pensó, que las incluía a las tres, aunque sólo dos de ellas lo supieron, y la otra ni lo sospechaba?

El disfrutar de sus besos, caricias, noches, días, coitos, sueños, y peleas.

¿Y cómo encontraba de diferentes las potenciales posibilidades de estar con ellas, en términos de la experiencia gratificadora?

Pensó que la primera podría ser una buena conversadora, aunque al final le parecía un buen premio que llevar a casa. La segunda, le parecía de inocencia excesiva, y era, por tanto, una persona poco interesante. Y la tercera, una terrible posibilidad deliciosa de una relación apasionada que quizás les llevaría a grandes dolores y grandes placeres a ambos, antes de que ella, él, o quizás ambos, decidieran que necesitaban vidas más tranquilas, separados.

¿Le dio verguenza darse cuenta de que a una la tomó como premio que presentar y presumir ante sus amigos, en tanto que la otra, menos agraciada, aunque todavía bastante bonita, impetuosa, dicharachera, que contrastaba con la personalidad taciturna, reservada, aunque caótica de la primera, podría representar el verdadero ideal y anhelo de querer y ser querido, en vez de de presumir y ser usado?

No, en realidad, pero sí sorpresa.

¿Pudo a final de cuentas usar como trofeo, como premio que presumirle al mundo, a la primera, deprimida, inestable, caprichosa, inmadura, taciturna, reservada, aunque de ojos enormes, perfecta nariz, cuerpo pulido por los dioses, hecha para atormentar a los hombres?

No, en realidad.

¿Porqué?

Porque ella conoció a un desconocido, y desconociéndole, creyendo conocerle, decidió que le conocía lo suficiente como para a él entregársele, y fue entonces que fue otro el que en otro lado pudo usarla como trofeo o flor que se llevaría en el ojal.

¿Y porqué consideraba ella al desconocido como conocido, en la opinión de nuestro protagonista amigo?

Porque para ella el desconocido no era el desconocido, sino una posibilidad, un sueño, una ilusión, de ser alguien que ella buscaba hace tiempo sin encontrarle, un hombre dominante, malo, misterioso, que le diera sus buenos golpes, que la sometiera, y que le hiciera a ella, además de hacer las más diversas posiciones sexuales, arrastrarse y perder el orgullo todo ante el machismo predomianante de ese desconocido.

¿Y qué pensaba él de la segunda chica, que era también una desconocida, aunque distraída, y no reservada, y quizás menos demente?

Que aunque sus ojos grandes, y belleza en bruto superaba a la otra, su enorme inocencia le exasperaba de una forma que él no podía a entender, a pesar de encontrar que podía ser, de proponérselo, cien veces más bella que la que iba a ser usada como trofeo.

¿Y qué pensaba él de la tercera, mera posibilidad, ilusión, como lo era para la otra su desconocido?

Que su comportamiento exhibionista, su forma de ser aparentemente libre, podría ser una buena forma de volver a intentar estar con mujeres, contrastando con las previas, que eran en apariencia tiernas, dulces, y necesitadas de amor, y que eran, en realidad, las mujeres más inestables y caprichosas que él no le hubiera deseado a sus peores enemigos, por bellas, hermosas, caderonas, piernonas, o chichonas que pudieran ser.

domingo, noviembre 02, 2008

Blanco y negro (segunda parte)

Fernando estaba otro buen día ojeando en el mismo café una revista de intelectuales para intelectuales. A él le parecía que la publicación quería tener un tono radical, testarudo, retador. Se imaginaba a los editores y escritores, como estudiantes de letras, filosofía, teatro, música, recién egresados, que viven a costa de sus padres o de becas del estado, con barbas bien crecidas, mugrosos, y que solían reunirse cada fin se semana en algún bar alternativo.

Dejó la revista del estante del que la tomó, y fue a sentarse. Estaba cansado de haber estado trabajando en jornadas de doce horas los últimos días. Estaba completamente agotado física y mentalmente. Así que en cuanto terminó lo que tenía que ser terminado, lo primero que pensó en hacer fue en irse directo al café, comer algo allí, y tomar dos o tres capuccinos, pensando en todo y en nada, lejos de la oficina.

Cuando bebía su tercer café, distraído como de costumbre, llegó la chica de pelo negro corto, hizo la mueca de siempre al mesero de siempre, para beber lo mismo de siempre, y como siempre, volvió una mirada hacia Fernando mientras que él, como siempre, le veía con curiosidad.

Fernando se mordió el labio. María, Marisa, Mariana, Marta, Magdalena, Melisa, Mónica. Carajo. Ninguna de ella, por el maldito infierno. ¿No estaba ya seguro de esa terrible verdad? Olvídalo amigo. Olvídalo. ¿En qué piensas? ¿En que las cosas serán diferentes esta vez? ¿No fue eso lo mismo que pensaste antes, y no fue lo mismo que obtuviste siempre? Olvídalo. No, no señor. Vela: es demasiado eria, no parece interesada en lo absoluto. Perdida en su lectura. ¿Qué lee? Ah, qué importa. Piensa en otra cosa. No, no me veas, desconocida. No. Ah, ya, solamente me viste dos segundos. Pero siempre me ves cuando te veocuando te veo al entrar, y me ves cuando te veo al irme. Me respondes viéndome cuando te veo al beber mi café. Pero nunca veo alguna clase de emoción en esa mirada, ni desaprobación, ni cortesía, ni amabilidad, ni duda. Nada. Sólo veo tus ojos negros indiferentes.

Puso su barbilla en su mano levantada, con el ceño fruncido. Pensó dos veces en llamar al mesero, aunque no para pedirle más café ni la cuenta. Sudaba y sus manos estaban empapadas. Pensaba, se decía que sí, y se decía que no. Se decía que era bueno intentarlo, y se decía que era una tontería. Ella le lanzó una mirada perdida, y como si hubiera visto algo, regresó a él, por medio segundo, y pareció dibujarse en su rostro una sonrisa burlona mientras los ojos se perdían en un libro.

Al final llamó al mesero de los ojos verdes y el pelo castaño, a quien el patrón le dio órdenes de ser siempre amable con los clientes, incluso con los más raros, y le pidió una pluma y papel. El mesero no sabía que pasaba por su mente, así que fue a la barra por papel y pluma, y con ellos regresó unos segundos después, depositandolos en la mesa.

Escribió algo rápidamente en el trozo de papel blanco. Después, dudando, pasando saliva, cobarde como estaba, dobló el papel, y cuando estaba a punto de pedirle, no sin cierto nerviosismo y pena, que por favor, le llevara esa nota a esa desconocida, la chica en cuestión se levantó de pronto para peduir la cuenta.

Fernando vio que ella se paró inmediatamente para ir al baño. Así que en cuanto vio que ella hacía lo que todo mundo debe hacer después de comer y beber, se dirigió al mesero de ojos verdes y pelo castaño, y con voz temblorosa, le dijo: “Un favor: ¿podrías entregarle esto a esa chica que está en el baño, y que acaba de pedir la cuenta?”. Él le miró estupefacto, pero recordando que el cliente tiene la razón, y que hay que satisfacer al cliente, aunque con mucha duda respecto a lo que estaría escrito en el papel doblado por la mitad, asintió mecánicamente.

“¿Cuánto es de lo mío?” preguntó entonces, rápidamente, nerviosamente. “No sé, necesito ver en la caja y...”. “¿Te puedo dejar un billete de cien y me darás el cambio en otra ocasión?”, dijo Fernando, interrumpiendo. “Supongo que me recordarás. Soy un cliente asiduo. Es preciso hacerlo así porque llevo mucha prisa”. “Desde luego, desde luego”, dijo el mesero, mientras recibía el billete de cien, y veía con cierta diversión cómo ese cliente que desde hace tiempo acá llegaba solo, parecía huir del café con gran presteza.

El mesero de ojos verdes, con su pelo castaño, curioso sobre lo que había en ese papel a medio doblar, escrito por ese desconocido, dejado para esa desconocida que al igual que él, llegaba y se iba sola, estando a punto de desdoblar ese papel, casi ignorando el billete de cien, vio que la chica salía del baño, y clavaba sobre él la mirada, por medio segundo, para después volverla a poner en él, como si hubiera visto algo que llamara su atención, después moviendo su mirada al papel doblado entre las manos del mesero -que le parecía ridículo por ser coqueto y no entender que ella no estaba interesada en inflar su ego-, y caminó hacia él, sin perderle de vista, y poniéndose frente a él, con los ojos a la altura de los ojos del chico, le preguntó, indiferentemente: “¿Es ese papel para mí?”. Y el mesero que ignoraba que esa chica no sentía demasiada simpatía por él, quizás sorprendido por la intempestiva e inesperada pregunta de ella, respondió: “Sí, lo dejó el hombre que se sienta allá siempre sólo”.

Ella volteó la mirada hacia la mesa, indiferente, como de costumbre, y después regresó su atención al chico, quitándole de las manos el papel doblado que él iba a desdoblar, diciendo: “Qué observador eres”. Indiferente, claro.

Allí, parada frente a él, sin dar señales de duda o molestia por el papel, vio como ella lo desdoblaba, lo leía en un par de segundos, lo volvía a doblar, y se lo guardaba en la bolsa derecha del pantalón, despreocupada.

“Bueno, ¿cuánto es de mi cuenta?”, preguntó ella entonces.

Blanco y negro (primera parte)

Fernando miraba a la gente corriendo, debajo de la fuerte lluvia, empapada, desde el café rústico que estaba en una de las principales calles de la ciudad, al que solía ir frecuentemente a leer algún libro o a perderse en sus ensoñaciones, ideas, o proyecto sin realizar.

Martes por la tarde. Principios de semana, todavía no da la hora de salida de los trabajadores de las empresas, y el café está casi vacío. Tan sólo están una pareja de novios, que parecen ser dos estudiantes de los últimos semestres de licenciatura, así como dos chicas que parecen escribir rápidamente para acabar alguna tarea.

Fernando permanecía callado, no triste, ni feliz, sino pensando, como siempre lo hacía, en un millón de cosas, y a la vez, en nada: en el trabajo, en las chicas lindas, en las noticias que leyó en la mañana, en que quería cambiarse de departamento el próximo año, que quizás fuera bueno cambiar de trabajo. Pensaba siempre así, con la mirada, tranquila, casi sin emoción, que, perdida, se movía de un lado para otro, impaciente. Casi tenía el aspecto de alguien preocupado, pero no, porque Fernando tan sólo estaba perdido en sus ideas.

El mesero de ojos verdes y pelo castaño, muy popular entre las adolescentes y no tan adolescentes del café, que solía ser muy coqueto con las que le gustaban, y mencionando a una novia cuando le parecían más bien feas, y que conocía a Fernando de vista, debido a la frecuencia de la visitas de éste al café, se acercó a su mesa, para preguntar: “¿Te sirvo otro café?”.

Fernando asintió, con la voz teniendo un tono neutro, casi como si hubiera acabado de despertar, sumido hasta hace poco en una ensoñación. El mesero procedió a ir a la barra a decirle a otro chico que otro café para la mesa cuatro. Y el mesero de los ojos verdes y pelo castaño, con apenas poco más de veinte años, que trabajaba en su tiempo libre para darse algunos lujos que sus padres no se podían permitir, se preguntó si ese tipo serio, callado, respetuoso, y un tanto raro, tendría algún problema.

La cosa es que el mesero había visto a Fernando en otras ocasiones, en ese mismo café, con varias chicas. No pocas, sino bastantes. Lo vio con una chica con algunos kilos de más, de cabello negro, y ojos cafés pequeños, que siempre llevaba pantalones de mezclilla con tenis, nunca con falda o vestido; lo vio otras veces con una chica alta, que solía vestir de negro, con unos horribles y enormes lentes, atolondrada, distraída; le había visto también con una chica de alguna parte de Sudamérica, sumamente delgada, vivaracha, y muy platicadora. Y otras tantas que ya olvidó. “¿Se las habrá cogido a todas?”, se preguntó entonces el mesero de los ojos verdes y el pelo castaño.

Fernando, sin darse cuenta de las dudas del mesero, y a las que además habría acudido a resolver sin demasiada importancia, fijó esta vez su mirada en su reloj, una vez que se recogió la manga del gabán negro, para después colocar sus ojos en la entrada del café, con los vidrios dejando ver a la poca gente que pasaba entre la poderosa lluvia.

En ese instante llegó una caminando tranquilamente, deteniéndose frente al café por un instante, para cerrar su paraguas, una chica con pelo negro corto a los hombros. Entró para sentarse en una de las primeras mesas de la izquierda, tratando de acomodarse el cabello, y diciéndole al mesero, con los labios, sin levantar la voz -pues quizás el mesero no le escucharía hasta donde estaba-, que quería “lo mismo de siempre”, un café con whisky.

Fernando había visto cómo ella pronunciaba sin pronunciar su orden para el mesero de los ojos verdes y el cabello castaño otras tantas veces, porque en muchas ocasiones se habían encontrado. Muchas veces, en realidad. Se preguntaba si ella se habría dado cuenta de ello también, así como los meseros seguramente le reconocían a él, y la reconocían a ella también. Como una pequeña familia: los meseros, el chico de la barra, ella y él. Los demás clientes eran tan inconstantes que no podían caber en ese pequeño y selecto círculo.

El mesero de los ojos verdes y el pelo castaño se acercó a dejarle su café con whisky, sonriéndole coquetamente, como lo hacía con las chicas más jóvenes, quienes le devolvían la mirada, haciéndole sentir seguro de su atractivo. Ella, tal como lo hacía siempre, con una revista o un periódico entre sus manos, decía gracias, esta vez a plena voz, pero sin verle, sin levantar la cabeza, y sin prestarle demasiada atención. Quizás el chico estaba demasiado acostumbrado a ser coqueto con las chicas lindas, o quizás tenía todavía la esperanza de que ella, esa chica tan rara como el otro cliente, algún día dejara atrás su indiferencia, para devolverle la sonrisa, quizás acompañada de una mirada sensual.

Fernando había visto ya en otras ocasiones esta escena, y en cuanto vio que el mesero de los ojos verdes y el cabello castaño hacía una leve mueca después de hacer la entrega de la taza de café, sonrió burlonamente, sin que el mesero pudiera dar cuenta de ello. Y en este preciso instante, ella, bebiendo el café, movió su mirada de la revista o periódico o libro que leía, hacia él.

Se vieron un segundo, o quizás dos. Ella no le sonrió, ni tampoco dio seña de desaprobación. Una mirada indiferente. O casi indiferente. Era más bien la mirada de alguien que reconoce a alguien que no conoce sino de vista. No de alguien que está enamorada de algún extraño, un misterioso y apuesto desconocido que se encuentra frecuentemente en el café, o la de una femme fatal o ninfómana que sueña cada noche, masturbándose o cogiéndose a algún fulano, que devorará por completo una noche de estas al semental que se encuentra de manera casi constante en el café al que va sola casi diario.

Sola, siempre sola la veía Fernando. Peculiar para él que ella llegara, siempre, sola, y que sola tomara el café, y que sola abandonara el lugar. Su único acompañante era el café con whisky. Peculiar para los meseros que Fernando llegara solo después de verlo con tantas mujeres hace algunos meses, y de que siguiera llegando solo, y tomara su café solo, y se fuera a casa solo. Peculiar sería, quizás, y sólo quizás, que ella pudiera percatarse de que los meseros la veían raro, que Fernando la veía raro, y peculiar yambién sería que le viera a él raro, por llegar también solo.

En cuanto Fernando terminó su café, pidió la cuenta son su ya conocidísima mueca de hacer una firma en el aire. El mesero trajo la cuenta, que fue pagada íntegramente con dos billetes de pequeña denominación y algunas monedas. Se levantó entonces y al pasar junto a la desconocida de pelo negro a los hombros, la lanzó una mirada, curiosa como siempre, y como siempre, ella parecía sentir la mirada, y se la respondía, como siempre, como alguien que se despide de alguien a quien no conoce, a quien nunca ha presentado, y que únicamente reconoce por la vista. No la de alguien que se despida esperando que ese desconocido, algún buen día de suerte, se acerque a preguntar su nombre, o a qué hora sale por el pan.