lunes, diciembre 29, 2008

Quisiera ser libre de tu recuerdo

Hoy, finalmente, al llegar la noche, con la luna en menguante en el firmamento, solo, en mi recámara, en la penumbra, en el silencio, he recordado lo que he pasado por ti, como lo he pasado, aunque de manera distinta, aunque de manera diferente, con otras chicas, tras una inevitable separación. He recordado, más bien con tristeza, las largas cartas que te escribí hace unos meses; he recordado con vergüenza esos berrinches que tú y yo hicimos; recuerdo ahora ese sentimiento que me hizo vulnerable ante ti, con cierto dolor en el estómago; he recordado esas vanas ilusiones que me cree alrededor de tu persona. He recordado, también, con cierta risa, los supuestos planes futuros -¿vienes a mi? ¿voy a ti?-. He recordado mi tiempo perdido en atenderte, en escucharte, cuando te quejabas de tus ex novios, y me pregunto si me merecía saber con tanto detalle tu pasado, en vez de esperar un presente y futuro.

He recordado, sin embargo, con más pena, con gran dolor, con la mayor vergüenza, con coraje contra mí principalmente, esos ríos de lágrimas que derramé en noches largas, eternas, inmerso en mi soledad; he recordado adolorido aquellas cartas que te escribí, aún incluso si algunas jamás te llegaron, en los que se confundían, paradójicamente, mi dolor y los rescoldos de mi cariño por ti. He recordado, con la misma mezcla de sentimiento, aquellas horas, de día o de noche, en que me llenaba de celos pensar que besarías otros labios, que alguien más tendría tu cuerpo, que alguien más estaría en tus sueños, con tu voz, tu atención, tu tiempo, horas que desperdicié, y en las que no fui feliz. He recordado, finalmente, la terrible ansiedad que me produjo tu ausencia, las ganas casi incontrolables de buscarte día a día, de esperar que recapacitaras, que dejaras de cometer estupideces en tu vida, no por mí, sino por ti.

Y como dije, ahora me averguenzo de haber sido infeliz. No creas que te echo la culpa, no, sino que más bien me culpo a mí, y por eso me siento tan mal, por haberme hecho infeliz, por dejar de haber disfrutado los pequeños instantes de la vida, pensando en ti, dolorosamente, al amanecer, durante el día, en esos pequeños momentos perdidos, y en las noches, antes de dormir.

Lo veo ahora diferente, en que casi me he desprendido de tu recuerdo, de las ansias por tenerte, de ese capricho por mantenerte a mi lado, por esa absurda ilusión de que pudiéramos estar juntos. Ahora, en estos días, en que ya no recurro al recuerdo de tu sonrisa y de tu voz por las mañanas, o en las noches, o en mis tiempos libres, en que he puesto mi mente en otras cosas, quizás más simples, pero más alegres, quisiera, de una vez por todas, arrancar lo poco o no tan poco que queda de ti en mi. Arrancar esas pocas cosas que consideraba buenas, esos momentos efímeros que me representaron alguna vez tanta alegría, y que se convirtieron en eternos al ser producto de mi tristeza. Olvidar esos ojos tuyos, ahora que casi me son indiferentes, y olvidar esa voz tuya, esas palabras tiernas, que cada vez me llegan con menor fuerza al corazón. Olvidar esas palabras tuyas, cuando nos separamos, que me siguen pareciendo tan tontas, en que tratabas de justificarte, de mostrar un falso interés por mí, por mi supuesta felicidad, para que yo fuera feliz, mostrándote, supuestamente, como la victimaria que no quiere serlo, cuando ya lo habías sido al mentirme de manera previa.

Quisiera, así pues, caminar, tranquilamente, un día por aquella ciudad en la que ambos vivimos alguna vez, sin preocuparme si te encuentro sola, o si te encuentro acompañada. Que no me importe, finalmente, tu estado sentimental, y que no albergue esperanzas en mi pecho, o que haya celos en mi corazón al verte con algún otro hombre. Quisiera dejar de recordarte, con cualquier sentimiento de por medio, ni con dolor, ni con tristeza, ni con alegría, ni con melancolía. Quisiera dejar de sonreír o de llorar el pensarte, dejar de preocuparme si un amigo en común me dice que estás deprimida, o que, como es tu costumbre, dejaste que algún bruto te hiriese, que engañara, o te manipulara. Quisiera poder sonreírte, como una mera conocida, si me ves con ojos de ternura, en pos de incrementarte el ego a mi costa, y seguir derecho, sin ponerte atención.

Quisiera poder, también, dejar de poner atención en mi imaginación, cuando te vea, quizás, en otro país, si acaso te fugaras con alguien que conociste apenas, y que decidiste, o pensaste, que era el hombre de tu vida. Y dejar de preocuparme si acaso no puedo detener mi terrible imaginación, que me muestre tu cuerpo desnudo siendo poseído por otro hombre, o simplemente, mostrándome que con inmensa ternura y esperanza besas a algún Romeo. Que no me importe si él te rapta, o te engaña, o de manipula, o te maltrata. Que no me importe si lloras, o si necesitas ayuda, consejo, o un hombre sobre el que puedas llorar. Que no me importe que regreses a tu patria, destrozada, tras algunos años, en que descubras que no era el hombre que tanto esperabas. Que no me importe verte, quizás, de la calle, sola, deprimida, cuando hayas agotado el manantial de tu llano, y pálida, con el espíritu desolado, te hayas perdido en la desesperanza y el odio hacia el mundo.

Porque quiero ser libre, y porque quiero dejar de hacer mi vida alrededor tuyo, como la hube de hacer por algunos meses, sin razón, ni motivo, ni mérito. Porque quiero ser libre, y porque quiero, por una vez en mi vida, alejarme de mujeres como tú, en que tanto me fijo, que tanto añoro, y que gustan, así como tú lo hiciste, de dejarme buscando sueños en el cielo, escapándose con hombres que apenas conocen, con el que tuvieron una noche de placer y creen que eso les representará una eternidad de amor, o cuando confunden en ellos la pasividad con la madurez. Porque quiero que dejen de buscarme, egoístamente, cuando estén tristes y necesiten que alguien les recuerde lo bonita, o tiernas, o inteligentes que supuestamente son. Porque quiero ser libre, y alejarme de mujeres como tú, llamense María, Marta, Magdalena, Manuela, Margarita, Mónica, Dolores o Esperanza, que nada bueno dejan en mi alma.

sábado, diciembre 20, 2008

Exijo una explicación

Tal como ella me lo pidió, me dirigí a la cocina. Y una vez allí, mientras los demás continuaban en la fiesta, se me quedó viendo, mientras fumaba un cigarrillo, nerviosa. Echó un vistazo con cuidado al resto de la concurrencia, y después, levantando las cejas, me vio de manera poderosa, y me dijo: "Exijo una explicación".

Callé y la sorpresa se dibujó en mi rostro. Fruncí el ceño, y levemente ofendido, repliqué: "Explicación, ¿de qué?".

Ella me vio nuevamente, y callando por unos segundos, mostró cierto desconcierto. Movió la cabeza de un lado a otro, agitando su cigarrillo. "Deja de fingir que no lo sabes", dijo finalmente.

Callé ahora yo, mientras la veía y mostraba mi desconcierto a mi vez. "¡Puedes ser más clara? No tengo ni la menor idea de lo que quieres saber. Si no me dices qué demonios pasa, no puedo saberlo", dije, un tanto molesto por su falta de claridad.

"Mi hermana" dijo ella, todavía instalada en su seriedad, posando ahora la mirada distraída en el salón principal. "Tu hermana, ¿qué?" dije esta vez yo. "¿Porqué estás con ella?" dijo ella de pronto, como un reclamo. Y entonces, le eché una mirada consternada. "Porque es una chica muy dulce", contesté, y estaba a punto de dejar la cocina, ante la forma tan tonta en que, según yo, iba la conversación.

Al pasar por enfrente de ella, me tomó por el brazo, con todas sus fuerzas, mostrando que estaba verdaderamente molesta. "Estás con ella como forma de venganza, ¿verdad?", preguntó casi en silencio. "Lucrecia, estás loca. No podría estar con alguien sólo por capricho. Y ultimadamente, venganza de qué". "Demonios, Luis, deja de fingir. Venganza por que te dejé" dijo ella, desesperada, aventando su cigarrillo terminado al bote de la basura.

Me dejó de sujetar por el brazo, y se cruzó de brazos, como si esperara mi explicación. Supuse que ella esperaría una justificación, que ella pudiera, a su vez, rezar a su hermana. Luis no te quiere, solamente te tomó porque me odia por dejarle, así que vio en ti una forma de vengarse de mí. Lucrecia, Lucrecia. ¿Te conozco mal o te conozco demasiado bien?

"María es una niña muy linda, ¿sabes?" dije yo por lo bajo. "Y eso es todo lo que me importa", finalicé. Y nuevamente me dispuse a salir de la cocina. Más, ay, nuevamente me detuvo con su brazo delgado, apretándome muy fuertemente la muñeca. "Eso es una mentira" dijo ella, seria, con un aire de molestia. "Si no me crees, allá tú", dije, con un tono de 'qué me importa'. Pero ella no soltaba mi muñeca.

"¿Qué esperas escuchar, Lucrecia?" dije entonces, tras unos minutos en silencio, en los que esperé que ella dijera algo más. "Que me digas porqué demonios tenías que terminar siendo novio de mi hermana" dijo ella, con un tono imperativo. "Ya te lo he dicho: es una niña muy linda, y muy tierna". "Eso mismo dijiste de mí, cabrón" dijo ella entonces, gritando. Afortunadamente el sonido en la sala era demasiado alto, y nadie, sobre todo María, pudo escucharlo.

Guardé silencio, esperando que Lucrecia se calmara. Pero ella tenía el rostro rojo, encendido, con las venas de las sienes a punto de explotarle. Lucrecia en color tomate. La vi a los ojos y ella me mostró en su mirada su gran molestia.

"Querida, no sé qué pasa por tu muy enferma mente. Pero yo ando con quien me place la gana. Tu hermana es una persona con muchas cosas buenas. Y sí, eso te lo dije a ti. Es parte de mis gustos. Me gustan lindas y tiernas. ¿Existe algún pecado en ello? espero que no.", le dije, mientras la miraba a los ojos.

En ese instante, no sé qué cosa iba a decir Lucrecia, pero en ese momento María entró en la cocina, e instintivamente me abrazó y me besó. Después, al voltear la mirada a su hermana, y verla iracunda, me vio de nuevo a mí, y separándose de ambos, nos preguntó: ¿qué pasa aquí?.

Lucrecia entonces le dijo que ella y yo habíamos tenido algo que ver. María se me queda viendo entonces, impresionada. Estoy a punto de interceder, pero Lucrecia sigue hablando, fuera de sí. Dice que me porté como un patán cuando ella me dejó, y que le dije que era una puta. Que le dije que era una hipócrita, y una infeliz. ¿Es cierto eso, Luis? Sí, María eso dije. Y Lucrecia sigue hablando: este imbécil solamente quiere jugar contigo, hermanita. El imbécil no me puede olvidar, y tiene que buscarse a mi hermana menor para tomarse venganza. María me ve, con sus enormes ojos, expresivos, a punto de llorar.

"¿Es eso cierto, Luis?", pregunta, mientras se le va la voz. Lucrecia, en cambio, ya parece más tranquila, pues la ira ha abandona su pecho. Saca un cigarrillo, y se pone a fumarlo, tranquila, expectante. Yo soy ahora quien la veo con odio. Maldita perra, eres todo lo que te dije, aunque ahora no puedo confirmarlo. ¿Qué puedo decir en mi defensa? Y sobre todo: ¿me creerá María más a que su hermana? Si exploto, aunque diga la verdad, Lucrecia será siempre su hermana. Y a mi me puede tomar como lo que más parece que soy, aunque sea falso...

(Continuará...)

viernes, diciembre 19, 2008

Y un buen día comprendí

Y un buen día comprendí que no había forma en que me podría deshacer de ti y de tu recuerdo. No existía forma humana, fórmula, camino, manera, rutina, tiempo, o distancia que me ayudara a superarte. Por mucho que intentara, nunca daría con tu olvido. Y eso eso era algo que me llenaba cada vez de más ansiedad. Ya no soportaba recordar tu cabello cenizo, tus ojos, tus labios, tu voz, tu cuerpo, tus palabras. Habían en mi mente fotos, tonos, aromas, y otras tantas cosas de ti guardadas, de las que mi espíritu, ahora melancólico, se negaba a tirar por la borda.

Así que despesperado por completo por el terrible fracaso que me representaba no poder dejarte atrás, tuve que resignarme a vivir así, pensando en ti, recordándote en cada amanecer, pensando en ti las tardes lluviosas, en los amaneceres cálidos, en las noches llenas de silencio. En ese aspecto, tengo que confesar que me di cuenta de que cuando estaba con otras personas me resultaba más fácil no pensar en ti; pero, como bien dice un verso, yo tenía miedo de quedarme con tu recuerdo a solas.

Lo más peculiar de todo fue que en mi resignación encontré cierta paz. Quizás te parezca raro, pero en esa resignación tan inusual encontré calma en mi alma, pues si bien seguías enterrada en mí, podía llevar a cabo mis actividades sin demasiados problemas o distracciones. Y la razón era que en la resignación, tuve que aceptar que te seguía queriendo y pensando. Realmente le dejé de dar importancia a que tuvieras amoríos constantes y efímeros con no sé qué clase de hombres estúpidos, desconocidos, extranjeros, intelectuales o cavernícolas, machos o liberales. También le dejé de dar importancia a que no estuvieras a mi lado, y que te pasaras los días pensando en otros hombres. Ya no me importaba demasiado reconocer que no fui gran cosa en tu vida, sino, tan sólo, un amigo, en el mejor de los casos. No me importaba saber que alguien más disfrutaba de tu cuerpo en interminables noches, o que quizás te casarías un buen día de estos.

Para mi espíritu era suficiente aceptar que te seguía queriendo, por lejos que estuvieras, y por poco que me estimaras. Qué importaba que fueras inalcanzable, y qué demonio importaba si nunca te representé ni siquiera el más vulgar amante. Qué importaba si te parecí un personaje flaco, de poca estatura, de aspecto simpático, más bien poco varonil, con una inteligencia que valía poco a tus ojos. Qué importaba si te habías acostado con tres mil hombres, y qué importaba si habías jugado conmigo alguna vez, para subirte el ego. Qué importaba que hicieras cada vez cosas más estúpidas e ilógicas, aunque acabaras cada vez más deprimida.

Yo sólo sabía que te seguía queriendo. No sé si al aferrarme a ello fue lo mejor, pero, por ahora, puedo decir que eso es todo lo que me importa: que por promiscua, conservadora, mentirosa, insensata, inestable, loca, estúpida, inteligente, culta o inculta, cariñosa o fría, yo te quería, y que este cariño era valioso no porque tú me correspondieras, sino porque valía por sí mismo, aunque no fuera otra cosa que un idilio unidireccional, y no me importaba demasiado qué pasara a mi alrededor, pues ese idilio, aunque tonto quizás, era mucho más real que cualquiera de tus amoríos de cuatro semanas, y porque para mí era, como lo fueron en otras ocasiones mis otras relaciones, verdadero amor, por pocos besos y noches que compartieramos en aquel pasado que se negaba a morir en mis brazos.

domingo, diciembre 14, 2008

Al verte

Cuando al cruzar en esa parcial oscuridad un pasillo lleno de gente, entre risas, copas chocando, y música que hacían casi inaudibles las leves palabras que volaban al aire, como palomas, puse mi mirada distraída en ti. La puse como se pone la mirada sobre tantas personas, sin analizarlas, de manera accidental, casual, quizás recorriendo un camino que no las tiene como fin. Pero al mover mis ojos sobre el grupo de gente con el que estabas, tuve que regresar mi mirada a ti, y a tus ojos claros. No es que lo haya querido hacer: es que tenía que hacerlo, necesitaba hacerlo.

Y al dar un par de pasos más, te seguí viendo, en una forma en la que se mezclaban la timidez y la necesidad, y en un instante tus ojos se toparon con los míos, y nos quedamos allí, en ese breve pero inmenso instante, sin quitarnos las miradas de encima, para, posteriormente, ambos, sonreír nerviosamente.

Y al dar otros pasos más, habiendo cruzado tu mesa, me di cuenta de que me parecía conocerte. Supuse que nos habríamos visto con anterioridad en otro lugar, o quizás en ese mismo, e incluso, por un breve instante, te confundí con una persona con la que pude bailar en una ocasión. Así que levanté mi cuello por entre otras personas, dirigiendo mi fugaz mirada a tu mesa, buscándote. Y te vi allí, de nuevo, con tu largo cabello castaño cayendo sobre tus hombres, y tu sonrisa coqueta, hablando con los chicos y chicas de tu grupo.

No, no te conocía, no eras esa persona que pensaba que eras, pero había algo en ti que me hizo pensar que te conocía.

Poco después, cuando te vi bailar, cuando te vi intercambiar miradas, palabras, sonrisas, bromas y un beso fraternal con un chico que parecía ser tu novio, o pretendiente, o esposo, o amante, o amigo -¿quién puede saberlo?-, me di cuenta de que, simplemente, me resultabas irresistible. Al poco tiempo, mis amigos, fijándose en tu grupo, comenzaron a burlarse de ustedes, mencionando su ropa, su actitud, y demás. A mi no me importaba qué demonios le pasara a tu grupo, yo sólo sabía que, de manera inexplicable, me llamabas la atención de una manera, simplemenet, absurda. No podía quitarte la mirada de encima, mientras sonreías, bailabas sola, o bailabas acompañada.

¿Me gustó tu cuerpo, tus caderas? ¿Me gustó la forma en que ibas vestidas, con esos jeans rotos, con esa blusa de mangas largas, en color morado? ¿Me gustó ese cabello largo, castaño, sin peinar? ¿Me gustaron tus ojos claros, felinos, pispiretos? ¿Fue lo que me atrajo esa forma de relacionarte con los demás, la seguridad que proyectabas?

No pude en ese momento decirlo.

Y te invité a bailar, y me puse terriblemente nervioso al tocar tus manos, al tocar tu espalda. Al verte a los ojos, tan cerca, me pareciste tan hermosa, tan preciosa. Esa sonrisa tímida, por momentos cambiando a verguenza leve en esa pista de baile vacía, por momentos sonriendo.

Y cuando nos estábamos bailando, sabía que necesitaba verte, observarte. Ver esos ojos claros, esa sonrisa, ese cabello castaño. !Qué me importaba que, al bailar, notara que te olían las axilas! Qué me importaba que no supieras bailar tan bien, que te faltara coordinación, o que no bailáramos tanto como yo quisiera. Qué me importaba si ibas acompañada, si estabas únicamente de paso en la ciudad, si acaso tenías novio, si yo no te gustaba. Sólo sé que cuando te fuiste, al caer la madrugada, me entristecí un poco.

Pero, ¿sabes? te tengo que ser totalmente honesto. Porque al regresar a casa, en la oscuridad, en el silencio, en la nada, debajo del cielo infinito, sin nadie que me vigilara, sin nadie a quién vigilar, me di cuenta, intempestivamente, que me gustaste de esa manera tan enorme, quizás porque me recordabas a alguien más.

Me recordaste a una chica son esa misma mirada tierna, tímida, por comentos coqueta, a esa sonrisa tan preciosa, con ese cabello largo, castaño, sin peinar. Me recordaste a eso que pensaba olvidado, ido, que se había escapado de mí. Supongo que está mal que te diga todo esto, ¿no? Pero no me importa, porque no me escucharás, porque mañana volarás a otra ciudad. Pero ojalá no hubiera tenido que ser así, si te hubieras quedado a mi lado, y pudiera ver en ti a esa otra persona que no pude tener a mi lado, porque la vida simplemente no lo quiso, porque ella no me pudo amar, porque ella no podía amar. Te quedaras a mi lado, recorándome, quizás sin que yo me hubiera, entonces, dado cuenta, de que al tenerte a ti, pensaba que la tenía a ella.

domingo, diciembre 07, 2008

Sentí que te traicionaba

Quizás creas que estoy completamente loco, cuando te diga que sentí que te traicionaba cuando besaba en los labios a aquella chica tan linda que conocí hace apenas unas dos o tres semanas. Me sentí un poco extraño al tocar su lengua con mi lengua, al acariciar su mejilla, su cabello, en el momento en el que ella me llamó "amorcito", y se despidió de mí con otro beso en la boca.

Y quizás hubiera sentido que te fallaba desde antes. Quizás desde que la vi bailar un sábado por la noche, en que creí que no me podría divertir, porque simplemente, no te podía arrancar de mi mente, por mucho que lo intentara. Me sentí mal contigo, cuando mis ojos se posaron sobre los suyos, y la invité a bailar, y sonriendo, me mostró que yo no le resultaba desagradable.

Pero fue peor después, cuando comenzamos a salir, y nos decíamos cosas tontas pero divertidas, y coquetéabamos, lanzándonos miradas de deseo.Y también cuando ella me abrazó, y me dio un primer beso en la mejilla al despedirnos, y cuando, al amanecer, me encontré que mi primer pensamiento era ella, y la ilusión que para mí ella representaba, en vez de pensar en ti, como lo había hecho en los últimas semanas.

Es raro, ¿no? porque finalmente, estamos separados,y parece que de manera irreconciliable. Nos hemos dicho cosas tan terribles, tan monstruosas, que no veo esperanza ni en diez años en los que el tiempo nos ayude a olvidar esas cosas. Porque, además de todo, yo sigo pensando que no olvidas a ese gran amor que tuviste hace un par de años, con quien incluso compartiste la casa, y a quien no puedes olvidar, aunque tú digas que, simplemente, no pudiste llegar a amarme. Porque, además de eso, desde ahora, desde hace algunas semanas, ya tienes tú un nuevo amor, quizás tan irreal como otros tantos que tuviste, o quizás más irreal que aquellos, pero ilusión, a final de cuentas.

Y pese a lo mucho que me lo repita a mi mismo, no dejo de sentir que te fallo, que he fracasado en alguna forma de confianza que depositaste en mi, que te soy infiel, que estoy con quien no debería. Al respecto, sólo puedo decir una cosa, y espero, francamente, que cambie por ventura mía: me siento infiel, porque beso no a la persona a la que tanto añoro, sino porque beso a otra distinta.

lunes, diciembre 01, 2008

Te pienso, como no pensé que te pensaría

Pienso en tí, como no pensé que te pensaría. No así, no de esta forma. Supuse que pensaría en ti algún día, tras algunas semanas o meses, pero no de esta forma.

Pensarte, así, sin rencor, sin odio, sin mi orgullo herido, sin tristeza, sin dolor, sin frustración. Tampoco te pienso con esperanza, o con ilusión.

Te pienso, así, cual eras, ni más, ni menos, libre de ataduras, libre de lágrimas que me nublen la mirada. Te pienso así, con esos ojos tan enormes que tienes, con ese lunar en el labio, con esa voz grave que posees. Te pienso, con tus bromas negras, con tus chistes negativos, con tus befas amistosas, con tu inseguridad, con tu reserva, con tus miedos, prejuicios e inconsistencias.

Te pienso siempre viéndote, tal cuál eres, lejos de esas batallas que a través de las palabras, de manera tan férrea, mantuvimos. Te pienso siempre tratando de adivinar qué haces, qué sientes, si me recuerdas, si me detestas, o si extrañas mi presencia. Te pienso siempre, también, preguntándome si estás feliz, o triste, si tus impulsos te traicionan, si tus traumas te condenan. Me pregunto tantas veces, al amanecer, si acaso llegaste a culminar aquellas cosas que siempre juzgué como -me perdonarás mucho- estupideces y chiquilladas.

Te pienso, como ves ya, no como yo lo imaginaba. Te pienso como eres, a veces añorándote, a veces simplemente como un distante recuerdo de un pasado que quiero enterrar. Te pienso, y siempre, al pensarte, me pregunto qué haces en este preciso instante, querida mía.

martes, noviembre 18, 2008

Sobre la idealización

[Supongo que será raro que escriba un texto de mi propia vida, en vez de un texto con personajes o narrador imaginario]

Desde hace tiempo tengo en mente cambiarme de ciudad. Tengo muchas razones para ello, aunque a veces pienso que muchas de ellas son únicamente pretextos para mudarme. La verdad es que tristemente no me conozco lo suficiente como para poder atinarle a cuáles son verdaderas razones, y cuáles únicamente justificaciones para ese intento de emigrar a otro país.

Entre las diversas cosas que he pensado al respecto, están: conoce otra cultura, otra forma de pensar, dejar atrás mis prejuicios para conocer algunos nuevos, tener una novia extranjera, tener mayor éxito económico, volverme un hombre al vivir solo en un país desconocido, aprender a cocinar, vivir en una ciudad que me entretenga, la aburrición de vivir en esta ciudad, que todos mis amigos tienen pareja y nunca los veo, entre otras.

Hace apenas mes y medio regresé de Praga, en donde pude vivir tres meses, sin dejar mi trabajo, pues la compañía para la que trabajo cuenta con oficinas en dicha ciudad. Ese viaje estaba planeado para durar más tiempo, pero eso hubiera requerido mucha preparación en papeleo y demás, cosa que no estaba dispuesto a hacer - no al menos en esta ocasión. Y ahora que he regresado, no sé si tenga demasiadas ganas de volver.

La cosa, sin embargo, al principio de mi viaje, era diferente. Al principio, cuando apenas lo consideraba, se me aparecía como un viaje de diversión, aventura, descubrimiento. No sabía qué me podría esperar del otro lado del atlántico, en una ciudad que jamás había visitado, en la que, según decían, las chicas eran muy bellas, y en donde los latinos somos considerados atractivos. Además, la idea de trabajar en oficinas, en vez de trabajar en mi casa, me seducía, después de trabajar desde mi cuarto por tres largos y doloros años.

Nunca me di cuenta, pero creo que en cierto momento, lo que más me excitaba para no conocerla realmente, pensar en todas las posibilidades que había en la ciudad. Y fue precisamente no conocerla, lo que me hizo ver en ella demasiadas posibilidades, quizás demasiadas. Ver en ella todas mis esperanzas, con expectativas que rayaban en lo ridículo, con ideales irreales. Una ciudad que se abría a mí con atractivos de todo tipo, como un paraíso en la tierra, en cierto modo. No me pregunten cómo fue que llegué a ese punto, pero así fue.

Al llegar, desde luego, me quedé fascinado con la ciudad, pues me gustó mucho la estructura de las calles, el muy eficiente transporte público, los castillos, la belleza de las damas, y una cultura completamente diferente. Pero, al mismo tiempo, había cosas reales que me molestaban: estar lejos de mis amigos, lejos de mi familia, solo, tener que cocinarme -qué malo soy cocinando todavía-, pasarme los domingos solo, y cuando tenía problemas o preocupaciones, tener que contárselas a mis amigos al otro lado del mundo, por internet.

Y al final, la ciudad no era lo que yo esperaba, por que, simplemente, no llenaba las ridículas expectativas y esperanzas que coloqué sobre sus hombros. Nunca tomé en cuenta que me sentiría sólo, que todo mundo al que conocía, que era extranjero o mexicano, se sentía un latin lover, que no podía platicar prácticamente con nadie de cosas que realmente me interesaban, que las checas son desconfiadas de los latinos, y que, simplemente había una barrera de idioma y de cultura terriblemente grande. Me imaginé el cielo al pensar en Praga, y simplemente, Praga es una ciudad inmensamente interesante, pero claro, no pudo llenar esa expectativa.

Ahora, al regresar a México, no estoy tan seguro de querer volver allá. Y cuando me pregunto porqué, me responde que quizás es porque ya no es una fantasía, ya es una realidad, pues la ciudad ya la conozco, ya viví allí, ya no puede, por tanto, seguirme representando un cielo, un paraíso, una oportunidad de aventuras. Ha perdido el encanto de lo desconocido. Porque, cuando algunas cosas permanecen desconocidas, pueden representar para nosotros nuestro mayor anhelo.

Y me convencí de ello, al encontrarme considerando ir a otras ciudades a vivir. Sin embargo, la realidad es que el final, las conoceré, y como ninguna ciudad en el mundo podrá llenar mis infantiles sueños, terminaré insatisfecho siempre.

Eso me recuerda a un par de cosas, y eso es precisamente lo que quiero mencionar en este texto. La primera es un capítulo en el Retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, en el que la esposa de uno de los personajes, una dama noble, es mencionada de haber estado enamorada muchas veces, sin haber sido jamás correspondida, y que, por esa razón, mantenía todas sus ilusiones. Pienso que las mantenía, porque, al no tenerlas, podía idealizarlas en su mente, en la irrealidad, lejos de una realidad a veces sosa, a veces aburrida, pero siempre imperfecta. Es como un ideal: no realizar nada nunca, y dejándolo en el mundo de lo irreal, idealizarlo.

La otra cosa es que, al pensar de esta manera en las ciudades, me siento como muchas conocidas femeninas mías, que piensan en un príncipe azul -póngale el nombre, etiqueta o sinónimo que deseen-, y en cómo será ese príncipe, y en todas sus cualidades, sus cosas buenas, interesantes, a veces sobrepasando ligeramente la perfección. Muchas de ellas, al conocer a sus futuros novios, los ven como una posibilidad, la de que sean ellos los príncipes que tanto han esperado. Desde luego, nadie puede equipararse a un sueño o ilusión, y eso hace que muchas de ellas queden asqueadas, si no logran aceptar a la otra personas. Por eso intentan con otro, y luego con otro, y otro. Pero, al final, ninguno de ellos logra llenar esas expectativas, porque, bueno, ellos no son ideales, sino simplemente personas de carne y hueso, com imperfecciones, malos hábitos a veces, impuntuales, o no muy guapos, o cosas así. Y cuando las veo a ellas buscando nuevos novios, viendo en los desconocidos a ese príncipe azul que tanto han deseado, me veo a mí mismo, considerando a ciudades en las que nunca he vivido, como la ciudad perfecta que he soñado, en la que tenga todo lo que quiero y espero. Y después, cuando llegue a ella, descubra, como descubren ellas tras poco tiempo, que el conocimiento ha hecho que ese ideal se desgarre por completo.

miércoles, noviembre 12, 2008

Página de la crónica denominada diario de un histérico histórico

Una vez salí con una chica de ojos negros grandes y cabellos color noche, de caminar atolondrado, que son su chillona voz solía quejarse de lo mal que la trataba la vida en ese instante. Se sentía mal por un novio que había dejado de corresponderle, se sentía mal porque sentía que la gente no la comprendía, y se sentía mal porque su madre no estaba a su lado. Así que lo que hizo fue sumirse en una depresión, en lágrimas, en gemidos, que la mantuvieron encerrada por semanas completas en su departamento, en donde sus amigos no la visitaban, y en donde se negaba a recibirme.

Yo me imaginaba que esa depresión dejaría de existir en algún momento, o en todo caso, de esa forma tan absurda, en la que ella no dejaba que nadie le ayudara. Simplemente vivía llorando y quejándose de la injusticia de la vida, y solamente no sollozaba cuando comía, estaba en el baño, o dormía. Pero el resto del día lo dedicaba, por esos días que apenas si recuerdo, a deprimirse aún más.

En cierta manera me puedo imaginar lo que pasaba por su mente: alejada de su familia, en una ciudad diferente, en donde la gente es antipática por naturaleza, en donde sus admiradores la trataban de manera peculiar -aunque no peculiar como yo, puedo decir ahora-, y en una ciudad en la que se hallaba alejada tremendamente de su novio anterior, quien, por cierto, la había olvidado desde que ella pisó el avión que la traería aquí.

Y en ese sentido, puedo decir que las lágrimas que más derramaba, eran por su familia, y por otro lado, por el novio que no le respondía sus cartas, llamadas telefónicas, ni saludos de amigos en común. A veces, había días en los que su madre no lle lamaba -quizás porque lo olvidó, quizás porque tuvo demasiado trabajo, quizás porque se quedó sin dinero para marcarle-, y el resultado era que se sentía doblemente abandonada, a pesar de que yo trataba de apoyarla en todo lo que podía.

Pero ella, como ya he dicho, se cerraba, se encerraba, callaba, no respondía, disimulaba, reprimía, y hacía, en general, toda una serie de cosas que simplemente no le hacían sentir bien.

Pues resulta ser, que a final de cuentas, mi paciencia se agotó en su totalidad, y el resultado obvio fue que la mandé a que encerrada dejara de contar conmigo, ya que ni me dejaba ayudarla, ni tampoco me permitía verla. Era como si no existiera para mí, de alguna forma dicho.

Así que dejé de verla, y bueno, la vida tuvo que continuar. Lo que siempre me pareció peculiar, y que en su momento me pareció tan triste, que sentí que me asfixiaba, fue que a las dos semanas de haber dejado de verla, un buen día, no sé qué mosco le picó, o qué amiga la mal aconsejó, y decidió que lo mejor para sentirse recuperada, era irse de fiesta, a uno de esos groseros lugares de alcohol que pululan entre las clases bajas de esta ciudad, en las que las bebidas están adulteradas, los cigarros sobre valuados, y la vulgaridad viste a las personas y sus palabras. Sitios oscuros, mal iluminados, fétidos, llenos de gente a más no poder, con música de mal gusto saliendo por groseras bocinas, con manos de hombres que, sin querer queriendo, acariciaban de cuando en cuando las bien o mal formados cuerpos de las chicas que allí se daban lugar.

La cuestión es que esa noche que ella decidió salir, por alguna razón que aún no comprendo -quizás por que soy demasiado inexperto, quizás porque soy un bobo, o quizás porque no quiero, simplemente, verla y aceptarla-, ella se sintió más candente que nunca desde que llegó a la ciudad, olvidándose por completo de la mamá, del papá, de la hermana, y del miembro grande o pequeño del novio. Bailando al ritmo de uno, dos, o cinco mojitos, bailando sola reggaeton, en un espacio pequeño, oscuro, de pronto, un chico de clase baja, que llegó con la firme intención de penetrar los oscuros rincones de alguna fémina a la que pudiera convencer de llevarse a su casa, comenzó a bailar detrás de ella, restregándosele, aprovechando que ella estaba demasiado borracha. Y al poco tiempo, había quizás demasiada fricción de sus cuerpos.

Y cuando estaban ambos ardiendo, las amigas de ella decidieron que era demasiado tarde, que la carroza se convertiría en calabaza, así que decidieron irse. Mas ella, que necesitaba que alguien le apagara esa pasión, le dio su número teléfonico a ese chico, así, sin más, sin concerle.

Y el chico, que no soportaba más estar en una temporal abstinencia, después de que su última novia lo dejó por celoso y machista, le llamó inmediatamente al otro día, y ella, que esperaba con ansias esa llamada, fue a su encuentro, todavía olvidándose de su olvidadizo novio, y dejó que aquel otro le pusiera sus manos encima, le quitara el brasier, el pantalón, y como ella misma lo dijera, la sedujera profunda-mente.

Mas, qué cosas, al terminar tres o cuatro caídas, con quince o veinte minutos de límite de tiempo, ella sintió venir, junto con el orgamo, el sentimiento de culpa, el siempre terrible sentimiento de verguenza, y se encontró, en ese momento, no sólo con que el chico se había llegado con ella, sino que estaba desnuda, en más de un sentido, junto a alguien que no conocía, que vio por vez primera la noche anterior, y el recuerdo de su novio olvidadizo la asfixió.

No mencionaré lo tortuoso que resultó su camino, porque eso resultaría más bien deprimente.

Pero diré que ella, al tener que confesarle a su novio de su infidelidad, porque, simplemente, era demasiado grande el sentimiento de culpa, y al recibir un adiós absoluto de parte de él, que, supuestamente, se declaraba herido, sintió todavía un vacío más grande que el de antes, así que no le quedo de otra que mantener como novio a ese chico, a quien conoció una noche, a quien se tiró a la bolsa en un momento de extrema sensualidad, sin saber qué esperar de él.

Lo que siempre me pareció peculiar es que, después que ella se quedara con él, sin quererlo, como soporte para olvidar al otro, para olvidar también por un instante el vacío que ya tenía en sí, sin quererlo, sin contar con que él, de manera inexplicable, se enamorara de ella con tan sólo una noche de coitos, fue que siguen juntos hasta la fecha actual. Me parece curioso, porque, al menos a los pocos meses, ella me dijo que en cierta manera, le quería, pero que todavía amaba al otro novio.

Y digo que es peculiar, porque a la fecha actual, ellos están juntos todavía, viviendo en algún lugar apartado de nuestra ciudad. No sé si ella siga usándolo para olvidar al otro, quizás todavía llena de culpa; quizás, como dice Eric Fromm, podemos a amar a todas las personas, y eso hizo que ellos, aún sin conocerse, pero pasando tanto tiempo juntos, pudieron crear amor; o quizás fue que, de casualidad, sin conocerse, tuvieron la inmensa suerte de ser el uno para el otro, sin saberlo; o quizás es que andan juntos, aunque inmersos en una relación sosa, en la que se es mejor tener algo que estar solo, aunque la felicidad no sea plena. O quizás, no sé, el sexo es demasiado bueno, y ya.

¿Qué pensaba él?

¿Qué pensó él en la noche que avanzaba, casi a medio morir, para perecer al amanecer?

En los recuerdos de su vida reciente, en particular, con respecto a dos chicas, una así, y una asá.

¿Qué diferencias había entre ellas, en el color de sus cabellos, en el color de sus ojos, y en su forma de moverse al caminar?

Una era rubia, la otra también, y la otra no; una tenía ojos verdes, la otra también, y la otra cafés; una caminaba casi de manera sensual, la segunda de manera lenta, y la última caminaba a grandes pasos derrochando energía.

¿Las conocía realmente a als tres?

A la primera pensaba que la conocía, pero sus actos casi caóticos al final de su malograda amistad le hicieron ver que no. A la segunda, por Dios, quién lo podía saber. Y a la tercera, en realidad no, solamente un día en que se le encontró con otra conocida, y fueron brevemente presentados.

¿Y qué cosa pensó, que las incluía a las tres, aunque sólo dos de ellas lo supieron, y la otra ni lo sospechaba?

El disfrutar de sus besos, caricias, noches, días, coitos, sueños, y peleas.

¿Y cómo encontraba de diferentes las potenciales posibilidades de estar con ellas, en términos de la experiencia gratificadora?

Pensó que la primera podría ser una buena conversadora, aunque al final le parecía un buen premio que llevar a casa. La segunda, le parecía de inocencia excesiva, y era, por tanto, una persona poco interesante. Y la tercera, una terrible posibilidad deliciosa de una relación apasionada que quizás les llevaría a grandes dolores y grandes placeres a ambos, antes de que ella, él, o quizás ambos, decidieran que necesitaban vidas más tranquilas, separados.

¿Le dio verguenza darse cuenta de que a una la tomó como premio que presentar y presumir ante sus amigos, en tanto que la otra, menos agraciada, aunque todavía bastante bonita, impetuosa, dicharachera, que contrastaba con la personalidad taciturna, reservada, aunque caótica de la primera, podría representar el verdadero ideal y anhelo de querer y ser querido, en vez de de presumir y ser usado?

No, en realidad, pero sí sorpresa.

¿Pudo a final de cuentas usar como trofeo, como premio que presumirle al mundo, a la primera, deprimida, inestable, caprichosa, inmadura, taciturna, reservada, aunque de ojos enormes, perfecta nariz, cuerpo pulido por los dioses, hecha para atormentar a los hombres?

No, en realidad.

¿Porqué?

Porque ella conoció a un desconocido, y desconociéndole, creyendo conocerle, decidió que le conocía lo suficiente como para a él entregársele, y fue entonces que fue otro el que en otro lado pudo usarla como trofeo o flor que se llevaría en el ojal.

¿Y porqué consideraba ella al desconocido como conocido, en la opinión de nuestro protagonista amigo?

Porque para ella el desconocido no era el desconocido, sino una posibilidad, un sueño, una ilusión, de ser alguien que ella buscaba hace tiempo sin encontrarle, un hombre dominante, malo, misterioso, que le diera sus buenos golpes, que la sometiera, y que le hiciera a ella, además de hacer las más diversas posiciones sexuales, arrastrarse y perder el orgullo todo ante el machismo predomianante de ese desconocido.

¿Y qué pensaba él de la segunda chica, que era también una desconocida, aunque distraída, y no reservada, y quizás menos demente?

Que aunque sus ojos grandes, y belleza en bruto superaba a la otra, su enorme inocencia le exasperaba de una forma que él no podía a entender, a pesar de encontrar que podía ser, de proponérselo, cien veces más bella que la que iba a ser usada como trofeo.

¿Y qué pensaba él de la tercera, mera posibilidad, ilusión, como lo era para la otra su desconocido?

Que su comportamiento exhibionista, su forma de ser aparentemente libre, podría ser una buena forma de volver a intentar estar con mujeres, contrastando con las previas, que eran en apariencia tiernas, dulces, y necesitadas de amor, y que eran, en realidad, las mujeres más inestables y caprichosas que él no le hubiera deseado a sus peores enemigos, por bellas, hermosas, caderonas, piernonas, o chichonas que pudieran ser.

domingo, noviembre 02, 2008

Blanco y negro (segunda parte)

Fernando estaba otro buen día ojeando en el mismo café una revista de intelectuales para intelectuales. A él le parecía que la publicación quería tener un tono radical, testarudo, retador. Se imaginaba a los editores y escritores, como estudiantes de letras, filosofía, teatro, música, recién egresados, que viven a costa de sus padres o de becas del estado, con barbas bien crecidas, mugrosos, y que solían reunirse cada fin se semana en algún bar alternativo.

Dejó la revista del estante del que la tomó, y fue a sentarse. Estaba cansado de haber estado trabajando en jornadas de doce horas los últimos días. Estaba completamente agotado física y mentalmente. Así que en cuanto terminó lo que tenía que ser terminado, lo primero que pensó en hacer fue en irse directo al café, comer algo allí, y tomar dos o tres capuccinos, pensando en todo y en nada, lejos de la oficina.

Cuando bebía su tercer café, distraído como de costumbre, llegó la chica de pelo negro corto, hizo la mueca de siempre al mesero de siempre, para beber lo mismo de siempre, y como siempre, volvió una mirada hacia Fernando mientras que él, como siempre, le veía con curiosidad.

Fernando se mordió el labio. María, Marisa, Mariana, Marta, Magdalena, Melisa, Mónica. Carajo. Ninguna de ella, por el maldito infierno. ¿No estaba ya seguro de esa terrible verdad? Olvídalo amigo. Olvídalo. ¿En qué piensas? ¿En que las cosas serán diferentes esta vez? ¿No fue eso lo mismo que pensaste antes, y no fue lo mismo que obtuviste siempre? Olvídalo. No, no señor. Vela: es demasiado eria, no parece interesada en lo absoluto. Perdida en su lectura. ¿Qué lee? Ah, qué importa. Piensa en otra cosa. No, no me veas, desconocida. No. Ah, ya, solamente me viste dos segundos. Pero siempre me ves cuando te veocuando te veo al entrar, y me ves cuando te veo al irme. Me respondes viéndome cuando te veo al beber mi café. Pero nunca veo alguna clase de emoción en esa mirada, ni desaprobación, ni cortesía, ni amabilidad, ni duda. Nada. Sólo veo tus ojos negros indiferentes.

Puso su barbilla en su mano levantada, con el ceño fruncido. Pensó dos veces en llamar al mesero, aunque no para pedirle más café ni la cuenta. Sudaba y sus manos estaban empapadas. Pensaba, se decía que sí, y se decía que no. Se decía que era bueno intentarlo, y se decía que era una tontería. Ella le lanzó una mirada perdida, y como si hubiera visto algo, regresó a él, por medio segundo, y pareció dibujarse en su rostro una sonrisa burlona mientras los ojos se perdían en un libro.

Al final llamó al mesero de los ojos verdes y el pelo castaño, a quien el patrón le dio órdenes de ser siempre amable con los clientes, incluso con los más raros, y le pidió una pluma y papel. El mesero no sabía que pasaba por su mente, así que fue a la barra por papel y pluma, y con ellos regresó unos segundos después, depositandolos en la mesa.

Escribió algo rápidamente en el trozo de papel blanco. Después, dudando, pasando saliva, cobarde como estaba, dobló el papel, y cuando estaba a punto de pedirle, no sin cierto nerviosismo y pena, que por favor, le llevara esa nota a esa desconocida, la chica en cuestión se levantó de pronto para peduir la cuenta.

Fernando vio que ella se paró inmediatamente para ir al baño. Así que en cuanto vio que ella hacía lo que todo mundo debe hacer después de comer y beber, se dirigió al mesero de ojos verdes y pelo castaño, y con voz temblorosa, le dijo: “Un favor: ¿podrías entregarle esto a esa chica que está en el baño, y que acaba de pedir la cuenta?”. Él le miró estupefacto, pero recordando que el cliente tiene la razón, y que hay que satisfacer al cliente, aunque con mucha duda respecto a lo que estaría escrito en el papel doblado por la mitad, asintió mecánicamente.

“¿Cuánto es de lo mío?” preguntó entonces, rápidamente, nerviosamente. “No sé, necesito ver en la caja y...”. “¿Te puedo dejar un billete de cien y me darás el cambio en otra ocasión?”, dijo Fernando, interrumpiendo. “Supongo que me recordarás. Soy un cliente asiduo. Es preciso hacerlo así porque llevo mucha prisa”. “Desde luego, desde luego”, dijo el mesero, mientras recibía el billete de cien, y veía con cierta diversión cómo ese cliente que desde hace tiempo acá llegaba solo, parecía huir del café con gran presteza.

El mesero de ojos verdes, con su pelo castaño, curioso sobre lo que había en ese papel a medio doblar, escrito por ese desconocido, dejado para esa desconocida que al igual que él, llegaba y se iba sola, estando a punto de desdoblar ese papel, casi ignorando el billete de cien, vio que la chica salía del baño, y clavaba sobre él la mirada, por medio segundo, para después volverla a poner en él, como si hubiera visto algo que llamara su atención, después moviendo su mirada al papel doblado entre las manos del mesero -que le parecía ridículo por ser coqueto y no entender que ella no estaba interesada en inflar su ego-, y caminó hacia él, sin perderle de vista, y poniéndose frente a él, con los ojos a la altura de los ojos del chico, le preguntó, indiferentemente: “¿Es ese papel para mí?”. Y el mesero que ignoraba que esa chica no sentía demasiada simpatía por él, quizás sorprendido por la intempestiva e inesperada pregunta de ella, respondió: “Sí, lo dejó el hombre que se sienta allá siempre sólo”.

Ella volteó la mirada hacia la mesa, indiferente, como de costumbre, y después regresó su atención al chico, quitándole de las manos el papel doblado que él iba a desdoblar, diciendo: “Qué observador eres”. Indiferente, claro.

Allí, parada frente a él, sin dar señales de duda o molestia por el papel, vio como ella lo desdoblaba, lo leía en un par de segundos, lo volvía a doblar, y se lo guardaba en la bolsa derecha del pantalón, despreocupada.

“Bueno, ¿cuánto es de mi cuenta?”, preguntó ella entonces.

Blanco y negro (primera parte)

Fernando miraba a la gente corriendo, debajo de la fuerte lluvia, empapada, desde el café rústico que estaba en una de las principales calles de la ciudad, al que solía ir frecuentemente a leer algún libro o a perderse en sus ensoñaciones, ideas, o proyecto sin realizar.

Martes por la tarde. Principios de semana, todavía no da la hora de salida de los trabajadores de las empresas, y el café está casi vacío. Tan sólo están una pareja de novios, que parecen ser dos estudiantes de los últimos semestres de licenciatura, así como dos chicas que parecen escribir rápidamente para acabar alguna tarea.

Fernando permanecía callado, no triste, ni feliz, sino pensando, como siempre lo hacía, en un millón de cosas, y a la vez, en nada: en el trabajo, en las chicas lindas, en las noticias que leyó en la mañana, en que quería cambiarse de departamento el próximo año, que quizás fuera bueno cambiar de trabajo. Pensaba siempre así, con la mirada, tranquila, casi sin emoción, que, perdida, se movía de un lado para otro, impaciente. Casi tenía el aspecto de alguien preocupado, pero no, porque Fernando tan sólo estaba perdido en sus ideas.

El mesero de ojos verdes y pelo castaño, muy popular entre las adolescentes y no tan adolescentes del café, que solía ser muy coqueto con las que le gustaban, y mencionando a una novia cuando le parecían más bien feas, y que conocía a Fernando de vista, debido a la frecuencia de la visitas de éste al café, se acercó a su mesa, para preguntar: “¿Te sirvo otro café?”.

Fernando asintió, con la voz teniendo un tono neutro, casi como si hubiera acabado de despertar, sumido hasta hace poco en una ensoñación. El mesero procedió a ir a la barra a decirle a otro chico que otro café para la mesa cuatro. Y el mesero de los ojos verdes y pelo castaño, con apenas poco más de veinte años, que trabajaba en su tiempo libre para darse algunos lujos que sus padres no se podían permitir, se preguntó si ese tipo serio, callado, respetuoso, y un tanto raro, tendría algún problema.

La cosa es que el mesero había visto a Fernando en otras ocasiones, en ese mismo café, con varias chicas. No pocas, sino bastantes. Lo vio con una chica con algunos kilos de más, de cabello negro, y ojos cafés pequeños, que siempre llevaba pantalones de mezclilla con tenis, nunca con falda o vestido; lo vio otras veces con una chica alta, que solía vestir de negro, con unos horribles y enormes lentes, atolondrada, distraída; le había visto también con una chica de alguna parte de Sudamérica, sumamente delgada, vivaracha, y muy platicadora. Y otras tantas que ya olvidó. “¿Se las habrá cogido a todas?”, se preguntó entonces el mesero de los ojos verdes y el pelo castaño.

Fernando, sin darse cuenta de las dudas del mesero, y a las que además habría acudido a resolver sin demasiada importancia, fijó esta vez su mirada en su reloj, una vez que se recogió la manga del gabán negro, para después colocar sus ojos en la entrada del café, con los vidrios dejando ver a la poca gente que pasaba entre la poderosa lluvia.

En ese instante llegó una caminando tranquilamente, deteniéndose frente al café por un instante, para cerrar su paraguas, una chica con pelo negro corto a los hombros. Entró para sentarse en una de las primeras mesas de la izquierda, tratando de acomodarse el cabello, y diciéndole al mesero, con los labios, sin levantar la voz -pues quizás el mesero no le escucharía hasta donde estaba-, que quería “lo mismo de siempre”, un café con whisky.

Fernando había visto cómo ella pronunciaba sin pronunciar su orden para el mesero de los ojos verdes y el cabello castaño otras tantas veces, porque en muchas ocasiones se habían encontrado. Muchas veces, en realidad. Se preguntaba si ella se habría dado cuenta de ello también, así como los meseros seguramente le reconocían a él, y la reconocían a ella también. Como una pequeña familia: los meseros, el chico de la barra, ella y él. Los demás clientes eran tan inconstantes que no podían caber en ese pequeño y selecto círculo.

El mesero de los ojos verdes y el pelo castaño se acercó a dejarle su café con whisky, sonriéndole coquetamente, como lo hacía con las chicas más jóvenes, quienes le devolvían la mirada, haciéndole sentir seguro de su atractivo. Ella, tal como lo hacía siempre, con una revista o un periódico entre sus manos, decía gracias, esta vez a plena voz, pero sin verle, sin levantar la cabeza, y sin prestarle demasiada atención. Quizás el chico estaba demasiado acostumbrado a ser coqueto con las chicas lindas, o quizás tenía todavía la esperanza de que ella, esa chica tan rara como el otro cliente, algún día dejara atrás su indiferencia, para devolverle la sonrisa, quizás acompañada de una mirada sensual.

Fernando había visto ya en otras ocasiones esta escena, y en cuanto vio que el mesero de los ojos verdes y el cabello castaño hacía una leve mueca después de hacer la entrega de la taza de café, sonrió burlonamente, sin que el mesero pudiera dar cuenta de ello. Y en este preciso instante, ella, bebiendo el café, movió su mirada de la revista o periódico o libro que leía, hacia él.

Se vieron un segundo, o quizás dos. Ella no le sonrió, ni tampoco dio seña de desaprobación. Una mirada indiferente. O casi indiferente. Era más bien la mirada de alguien que reconoce a alguien que no conoce sino de vista. No de alguien que está enamorada de algún extraño, un misterioso y apuesto desconocido que se encuentra frecuentemente en el café, o la de una femme fatal o ninfómana que sueña cada noche, masturbándose o cogiéndose a algún fulano, que devorará por completo una noche de estas al semental que se encuentra de manera casi constante en el café al que va sola casi diario.

Sola, siempre sola la veía Fernando. Peculiar para él que ella llegara, siempre, sola, y que sola tomara el café, y que sola abandonara el lugar. Su único acompañante era el café con whisky. Peculiar para los meseros que Fernando llegara solo después de verlo con tantas mujeres hace algunos meses, y de que siguiera llegando solo, y tomara su café solo, y se fuera a casa solo. Peculiar sería, quizás, y sólo quizás, que ella pudiera percatarse de que los meseros la veían raro, que Fernando la veía raro, y peculiar yambién sería que le viera a él raro, por llegar también solo.

En cuanto Fernando terminó su café, pidió la cuenta son su ya conocidísima mueca de hacer una firma en el aire. El mesero trajo la cuenta, que fue pagada íntegramente con dos billetes de pequeña denominación y algunas monedas. Se levantó entonces y al pasar junto a la desconocida de pelo negro a los hombros, la lanzó una mirada, curiosa como siempre, y como siempre, ella parecía sentir la mirada, y se la respondía, como siempre, como alguien que se despide de alguien a quien no conoce, a quien nunca ha presentado, y que únicamente reconoce por la vista. No la de alguien que se despida esperando que ese desconocido, algún buen día de suerte, se acerque a preguntar su nombre, o a qué hora sale por el pan.

jueves, octubre 30, 2008

Gabriel

A Gabriel le educaron para que fuera un buen hombre. Así que todas las tardes, sus padres se sentaban con él a leer, a platicar sobre los valores, sobre la importancia de no abusar del derecho del prójimo, de la utilidad del trabajo, de la honradez, de las bellas artes, del intelecto, de la pasión por la vida, de la pasión por las mujeres, de la magia del enamoramiento, y de lo maravilloso que era el género humano, a pesar de las guerras, la pobreza, la injusticia, la discriminación, el racismo, el machismo, el feminismo, los crímenes de menor grado, los crímenes de mayor grado, de las mentiras, de la envidia, y de la flojera.

Así que Gabriel fue creciendo, año a año, instruyéndose en la lectura de clásicos contemporáneos, en las clases de pintura, en las clases de música, de matemáticas, de biología, como lo hacen todos los niños, sólo que él tenía sus clases de, digamos, humanidades, por las tardes, con sus doctos padres. De tal forma le hablaban sus padres sobre el inmenso pecado que representaba faltarle al respeto al prójimo, que fue poco a poco ahogando sus caprichos, sus berrinches, y cualquier forma de comportamiento que le hiciera perder la cabeza.

Y cuando llegó a la edad madura, trabajaba mucho, buscándose un trabajo que le permitiera vivir decentemente, y al mismo tiempo, que le absorbiera, que fuera una pasión, que le hiciera que lo que hacía era de verdad útil para el genero humano y la sociedad. Fue por ello que fue a las clases en la facultad de Derecho, pues tenía en mente defender a los pobres, necesitados, de quienes abusaban los ricos, las viudas, los huérfanos, los discapacitados, contra los que se cometen injusticias, robos, violaciones físicas o mentales, y en general, toda persona que pudiera resultar en desventaja en el juicio.

Ah, la desventaja. Vas que vuelas, y te posas como un ave terrible sobre tus pobres víctimas, a quienes decidiste, por mero azar, azotar con tu terrible orden.

Y aunque Gabriel tenía problemas y discusiones con los que defendía, por falta de empatía, negatividad en ellos, pérdida de fé en el mundo, en las insitituciones, en el gobierno, en la justicia, en Dios a veces, y otras tantas debido a que ellos desconfiaban de él, de creerle un ladrón, aprovechado, mentiroso, entre otras cosas, él siempre se sentía renumerado al saber que hacía algo bueno por el mundo.

Así que tras algunos años de trabajar, pudo comenzar a tener sus ahorros. Comenzó a pensar que quizás podría comenzar a pagar una casa, aunque le terminace de pagar en trecientos años, en vez de vivir en un pequeño cuarto, y que podría leer sus libros por las noches en una habitación bien iluminada, o ver películas sumamente interesantes, salidas de importantes festivales, en una decente televisión, o pintar tranquilamente, sin ruido, en una habitación que tubiera suficiente iluminación que llegara por un gran ventanal.

¿Gabriel, Gabriel, que no puedes entender? La vida, la vida misma, no te es fiel. Llegará el momento en que te parecerá soez. Tan-tan, tin-tan-tan.

Pero Gabriel, aunque inteligente, culto, trabajador, defensor de los derechos de los desprotegidos, persona respetuosa del prójimo, bien intencionado, poco parrandero, poco vano, muy limpio, deportista de tres veces a la semana, ayudando a sus padres, amigos, y vecinos, no era un hombre sin sentimientos, y como todo hombre inteligente -como bien dijera algún texto-, se enamoró como un tonto.

Sus ojos se toparon, algún día, con unos ojos que le parecía que derramaban ternura. ¡Ternura!, ¡ah! qué cosa más maravillosa, más valiosa que el oro, más cálida que el sol, más brillante que las perlas. Ternura, ternura, ternura. Y de ella, pues a las tres citas, se enamoró. Ella, con dulces palabras, diminutivos, frases empalagosas, bromas tontas, y miradas coquetas permitió que él de ella se enamorara.

¡Bingo! La vida va, la vida va, a chingar al que a otros sólo quiere ayudar.

Y el buen Gabriel, enamorado de ella, un buen día supo que, a pesar de todo, ella, que le buscaba frecuentemente, que le llamaba, le buscaba, ella, esa misma chica, linda, de ternura inmensa, ya tenía un novio. Y entonces se dijo que quizás sólo era un chisme, un error, una confusión, una broma. ¿Cómo podría ella, tan tierna, de apariencia tan tranquila, de palabras tan dulces, son alma tan tímida, ella, haberle podido engañar? Jamás, jamás, jamás. Ni creerlo, por Dios.

Hasta que un buen día él a ella le llamó. Y ella, bueno, mal le respondió. Estaba enojada, pero no, con él no. Enojada, sí, con su novio. Nooooooooooooooooooovio. Novio, novio. Sí, novio. ¡Ah! qué bueno que llegas, Gaby, porque necesito desahogarme con alguien. Ese infeliz no me ha llamado en toda la semana. Supongo que me quiere dar celos. Quiere que que lo quiera haciéndome creer que no me quiere. Y entonces, cuando él regrese, más alegre estaré, y de un capricho, el amor se creará. ¿Porqué tiene que ser el amor tan difícil, Gaby? Y Gabriel calla, con los ojos abiertos, que contienen como terrible presa el llanto de su corazón, que nada sabe decir ni pensar. Se reprime sus malos deseos hacia ella, él, educado para a todos respetar. No le insulta, ni le reclama, porque, bueno, socialmente uno debe de comportarse maduro. Si uno sufre mucho, ¡qué importa! uno siemper debe de ser maduro.

Y Gabriel calla y escucha cómo ella le describe la situación. Él, un buen día, apenas conociéndola, aprovechando que en una fiesta estaban, borrachos los dos, a su habitación la llevó, y allí el acto consumó. Y después, después de estar juntos por algunas veces, parece ser que él de ella se aburrió. ¿O acaso, Gaby, tú crees que él en verdad me quiere, pero, como ya dije antes, volverá por mí? Quizás esté ocupado, quizás esté trabajando, quizás esté en casa, por ello, descansando. Y Gaby escucha, con el corazón putrefacto. Gaby, mira, mira, las fotos de mi amado, a quien conocí en una fiesta, y a quien ya siento que amo. Mira, Gaby, que este es el amor que he buscado, el hombre que mi pasión ha despertado. Mira, Gaby, comparte conmigo este momento mágico. Él debe de ser el hombre de mi vida, pues apenas al conocerlo, le he dicho "Mi vida".

Y Gaby sale de la casa de María, a quien sus amigos abogados la tachaban de libertina. "Qué terrible que algunas personas hablen como víboras", por entonces él se decía. Y ahora, qué cosas de la vida, que María con otro gaste noches y días. Y quieriendo ser maduro, se dijo: "No es María libertina, sino un alma atormentada y que sólo busca el amor de manera poco efectiva, y por ello cambio de novia día a día".

Gabriel, Gabriel, ¿qué harás, por ventura mía? Gabriel, Gabriel, no te cortes las venas. No todavía. Tan-tan.
Y Gabriel sigue su paso, pensativo, callado, en la tarde gris, fría, anocheciendo, y no llora porque, bueno, está mal ser tan triste y sentimental. Camina, mi buen amigo, camina, que aunque la noche a la ciudad llega, en tu alma, algún día, la mañana llegará.

Camina Gabriel, retorciéndose de dolor. Quisiera escupirle al mundo, sintiéndose herido. Se siente tonto, y no es para menos. Sus padres nunca le educaron para ser cuidadoso. Es más bien, una persona ilusa e inocente, en el mal sentido. Porque llega una que de él su ego quería alimentar, hasta que a otro pueda intentar amar, aunque tras hartarse de su cuerpo, a otro busquen, con la cuál fornicar.

Y llorando en el alma, aunque no en los ojos, camina Gabriel, cuando ve de pronto cómo, al pasar, cómo de un bar sale un hombre, de poco más de treinta años, que le recuerda a sí mismo, sale, borracho, gritando, del brazo de una mujer de poco menos de veinte, a la que besa de manera grosera. Y ella sonríe, sonríe.

(Continuará ;-) )

lunes, octubre 20, 2008

Te soñé una noche, en que huías de mí

Te soñé una noche, de noche, y de nostalgia se bañaba mi corazón al recordar, por la mañana, ese sueño en el que nos encontramos.

Las estrellas iluminaban el firmamento oscuro, con las calles desiertas, con lamparas aquí y allá, espantando a la negrura de la noche. Y junto al camino, el lago parecía mecerse tranquilo, casi en silencio. Y yo corría tras de tí, que ibas siempre, siempre, por delante mío, algunos pasos, riendo, volteando para ver qué tan lejos me encontraba de ti, huyendo sin huir.

Y yo corría tras de ti, mientras te escondías, y después salías, me lanzabas señas, me lanzabas mofas, y seguías apartándote de mí. Yo, herido ante ti, jugaba tu juego, siguiéndote, persiguiéndote, esperando darte alcance, mientras corrías, corrías, corrías.

Te escondías aquí, te escondías allá, siempre riendo, siempre con los ojos encendidos en la noche oscura, en esas calles inmensas desiertas. Tus cabellos rubios eran movidos por el viento, a veces acariciando tu rostro, a veces escondiendo tu sonrisa. Siempre con esa sonrisa tan linda, tan coqueta, tan tierna, que jamás podré olvidar.

¿A qué jugabas en ese sueño, querida niña de mis ilusiones? ¿Jugabas a enamorarme, jugabas a hacerme sufrir un poco¿ ¿Jugabas a esconderte, conmigo, o a costa mía? ¿Jugabas a hacerme sufrir al tenerte por momentos tan cerca, por momentos tan lejos, a veces incluso desapareciendo de mí? ¿Jugabas o era que reías en tu confusión, mientras, de verdad, no sabías qué querías, si me amabas, si tan sólo simpatía en ti despertaba, o qué? ¿Quizás alimentabas tu ego a costa de tu fiel servidor?

Y, al final, veía como entrabas en un departamento. Y yo, al llegar allí, veía que estaba la puerta cerrada, con sus luces apagadas. Y al llamar, una vez, y luego otra, observaba con ansias que nadie abría la puerta. Y llamaba, y te gritaba, y buscaba otra entrada. Mas, sólo el silencio me acompañaba. Tú te habías ido, con tu sonrisa, con tus ojos verdes, con tu pelo dorado, con mis sueños.

Y allí me quedaba yo allí, abandonado, a la nada, en la noche, sin gente a mi alrededor, confundido por tu ausencia, sin saber qué hacer, sin ti, que huiste de mí, sin saber bien nunca por qué.

domingo, octubre 19, 2008

¿Es el amor un capricho?

¿Es el amor un capricho?

Eso es lo que me he queado pensando después de leer una carta. Un capricho, como el desear querer algo por que, simplemente, así lo queremos, no importanto si nos conviene o no. Un capricho, como los que tenemos de niños, en querer tener un juguete, aunque, tras obtenerlo, lo tiremos a las dos semanas al olvido. Un capricho, como de adolescentes, en que queremos el papel principal de la obra, o queremos tener algún puesto de honor, y en cuanto lo tenemos, no hacemos otra cosa que deshacernos de él.

Supongo que todos tenemos caprichos, y hemos tenido toda nuestra vida caprichos, y seguramente los seguiremos teniendo. Algunos más, otros menos. Algunas personas haciendo del capricho el pan de cada día, como niños consentidos, que patalean y lloran hasta que obtienen lo que quieren, y otros, como cosa ocasional, únicamenet apareciendo de cuando en cuando, cada vez menos. Supongo que tiene que ver con la madurez, ¿no?

Como quiera que sea, al observar a mis amigos, a mis amigas, a mis conocidos, a mis enemigos, a mis vecinos, a mis compañeros, y sobre todo, a mi, me parece que el amor está constituido como un capricho en una muy grande cantidad. A veces resulta casi tan imperceptible, o tan normal, esa forma de actuar que yo encuentro infantil, que todo mundo ha comenzado a aceptarla como normal. Normal solamente porque todos lo hacen de esa manera, aunque no sea más que un acto infantil.

Y me acuerdo de lo que me han platicado, de lo que he visto, u oído, como pequeñas escenas de un melodrama, cortos actos de una obra de teatro:

Una chica, estando en un bar, ve de pronto a un hombre que ronda los treinta años, con un cuerpo como el de un toro, mirada seria, como si desdeñara al mundo, con las manos en los pantalones. Y ella piensa que él tiene que ser suyo. Quizás sea porque parece ser un hombre muy masculino, demasiado macho. Quizás porque sus amigas también le encuentran muy atractivo. Quizás, y sólo quizás, porque le recuerda a su padre, con su gran estatura, su cuerpo con algunos kilos de más, una espalda sólida, y una actitud de desinterés por todo. Y cuando se conocen más a fondo, ella se entrega a él, y soporta que él no quiera acompañarla al teatro, al cine, o a las fiestas, porque a él no le importan, porque él quiere quedarse en casa a ver televisión, y tampoco le acompaña cuando ella tiene fiestas, o reuniones familiares. Él se nutre de sexo y más sexo, e incluso cuando tienen problemas, él prefiere su aparente indiferencia, aunque realmente es pasividad. Pero ella sigue con él, porque, ¿así es el amor, no? A veces doloroso, a veces triste. Porque él es, bueno, quien cumple su estándard de belleza, porque para ella fue, él, siempre, un capricho.

Otra chica, sentada en la cafetería de la universidad, con su grupo de amigos, ve que de pronto, un grupo de diez personas caminan, como atraídas hacia un imán, alredor de un hombre extranjero, de unos años mayor a los demás, de piel blanca, sonrisa de publicidad, pelo negro, y una actitud relajada. Él habla y habla, de sí mismo, de lo que piensa hacer en el futuro, de la manera en que piensa cambiar el mundo, mientras presume sus camisas de marca, sus zapatos de diseñador, y sus viajes alrededor del mundo. Y ella cree que él es el hombre que esperaba. Y no importa que él, ocupado en sus admiradores y admiradras, no le ponga demasiada atención, porque ella ya ha decidido que él sea su hombre, no importa si le toma meses, no importa si para ello ella tenga que llamar su atención, hacerle caer en juegos infantiles. Ella lo ha decidido así, y no hay poder humano en el mundo que la haga cambiar de opinión, porque ella así ha sido educada, porque así le han permitido las personas a su alrededor ser. Ella sabe que ese hombre será algún día suyo, aunque ahora no la quiera, aunque ahora no ponga él sus ojos en ella, aunque él ni siquiera sepa ahora mismo que ella existe.

Y así como estos recuerdos, crónicas, pienso en que el amor es meramente un capricho para algunas personas. Hoy día me gusta la gente que hace arte; mañana, las personas que son sofisticada en su vestir. Y pasado mañana, en las personas que son económicamente exitosas. O quizás, mi capricho permanezca constante, y de esa forma, siempre busque la imagen paterna o materna, o busque una pareja que se parezca a mis héroes de la infancia, que se parezca a los galanes de las obras literarias clásicas. Seguir un patrón, tratar de que las personas entren en nuestros moldes, haciendo que la vida, al menos en parte, ya esté decidida.

No, el amor no es un capricho.

Más bien, las personas quieren de su capricho, la imagen de un amor.

O eso creo.

sábado, octubre 18, 2008

Olvidarte, recordarte.

Es tan difícil poder olvidarte. Poder dejar de pensar en ti, cuando lo hacía a cada momento. Dejar de pensar en ti, de golpe, obligándome aunque yo no quiera, aunque mi voluntad apenas pueda contener a tu recuerdo. Dejar de pensar en ti, cuando ya se ha anidado un gran cariño hacia tu persona, cuando me lastima el pensar que estaremos separados, que quizás no nos volvamos a ver.

Es tan difícil olvidarte, cuando viene tu imagen a mi, en las noches, en mis sueños crueles, que me muestran a tu lado, feliz, alegre, queriéndote, y al llegar los primeros rayos del sol, me despierto, deprimido, al enfrentarme a una realidad tan terrible. Es tan difícil olvidarte cuando, otros días, en otras noches, en mis siestas diurnas, en largas noches, tengo pesadillas, que vienen a recordarme que no te tengo, que dudaste, que en tu confusión decidiste en mis esperanzas ahogarme. Recordarme, en pocas palabras, que tengo que renunciar a amarte.

Es tan difícil olvidarte, cuando recuerdos nuestras bromas, y tu sarcasmo, y tus comentarios aparentemente celosos, con tus risas, con tus sonrisas, con tus ojos lanzándome miradas de desafío, miradas de desaprobación burlona, con tu forma de llamarme, con el tono con el cuál me saludabas. Es tan difícil olvidarte, cuando disfrutaba tanto pasar el tiempo a tu lado, platicándo de tantas cosas inútiles, porque, sencillamente, podía estar junto a ti, y verte a los ojos, y escuchar tu voz -aunque a ti no te guste-, y ver cómo mirabas al firmamento, a la nada, pensativa.

Es tan difícil olvidarte, cuando, quizás como un mero sueño, existió la posibilidad de estar juntos. Tú venías a mi, o yo iría a ti: sería solamente cuestión de tiempo. Vivir en un clima tropical, o acaso vivir en un clima frío, qué importaba, si estaba a tu lado. Me resulta tan doloroso dejar de pensarte, cuando, tras haberlo mencionado, parecías una flor que apenas soportaba su belleza, de lado, pensando, y me dijiste: "estoy confundida".

Me resulta dan doloroso el recordarte, aunque no pueda evitar pensarte, porque pensé que eras la mujer que yo esperaba. Porque eras tan diferente a las demás. Porque decías no esperar cosas vanas, ni mentiras, ni formas de sumisión de parte de los hombres. Eras, al contrario, sumamente sensible, sumamente tierna, aunque en ocasiones demasiado indecisa, a veces inestable. Eras, también, muy inteligente, y nuestras formas de humor, aunque distintas, parecían llevarse bien. Esperabas nadamás que cariño, y estabas dispuesta a dar tanto y tanto.

A veces siento que me mata el dolor que me trae tu recuerdo, porque fueron tus últimas palabras inmensamente terribles para mí, como una revelación despiadada e implacable. Porque, tras decirme que estabas confundida, decidiste, en algún momento, decirme que no había posibilidad. Que no sentías química. Que no me querías. Que nunca me podrías querer. Que te conocías demasiado para saberlo. Que te fijarías, seguramente, de un momento a otro, en otro hombre, y entonces serías suya. Que me buscara a alguien, que no pierdiera el tiempo. Que no fuera a tu lado, a tu ciudad, que mejor buscara mi futuro en otro lado. Que no desaprovechara mis aptitudes, mis valores como persona. Querías, dijiste, por entonces, que yo fuera feliz.

Feliz, ¡ja! lejos de ti. Y entonces te contesté, dolido, enojado, herido, que tú no sabías qué podría ser para mí la felicidad. Que tú no tenías derecho a decidir por mi. Que estaba harto de tus palabras de consuelo, que siempre me habían disgustado, y que tú lo sabías. Y te dije que te tomaría la palabra: no te volvería a llamar, a buscar, a escribir. No preguntaría por ti a mis amigos en común, por mucho que lo deseara. Trataría de evitar los lugares a los que tú acudías, o ir a las fiestas en común. Y cuando te dije que, como parte de todo, evitaras hablarme si nos veíamos, pareciste estar confundida, y no muy de acuerdo. ¿Para qué saludarnos, cuando uno de nosotros llevaría la pena clavada en el pecho?

Y entonces, nos despedimos. No dijiste demasiado al final.

Tanto me duele, todavía pensar en tu imagen, en tu recuerdo, tan lejos de mi, al otro lado del mundo. Me duele, porqué no sé qué pensar de tus palabras. Porque siento que trataste de alejarme de tu lado, de manera tan abrupta, cuando, desde que nos conocimos, siempre fuiste tan atenta conmigo. Porque siempre eras tan linda, porque nos reíamos mucho juntos, por tantas cosas.

Tanto me duele, cuando te recuerdo, y no sé qué pensar de ti. Tanto más cuando ignoro si fuiste brutalmente sincera, o si tratabas de evitar herirme en tu inestabilidad. Y es entonces que recuerdo unas de tus primeras palabrase, en las que me decías que no querías que yo esperara de ti algo que no podías darme, que no estabas interesada en ofrecer en ese momento; y que, sin embargo, no querías que nos dejáramos de ver.

lunes, septiembre 08, 2008

Me dio gusto verte hoy. Y espero que nos veamos pronto.

Y llegó entonces la tarde, con un ligero sol de finales de verano, trayendo consigo un levemente cálido aire que mecía los árboles y movía consigo también la mezcla de los perfumes de las chicas que se daban cita en el centro comercial -mall-. Y llegó la tarde, y María, entonces, se sintió todavía más ansiosa de lo que había estado durante el día. Y llegó la pesadumbre, y la falta de energías. Pero era demasiado tarde, era inevitable. Eran ya casi las seis con quince minutos, y Roberto debería llegar aquí en cualquier instante.

Pensó, por un instante, en una leve esperanza, que Roberto no llegara, que tuviera complicaciones, algún asunto urgente en el trabajo, o que, simplemente no llegara. Respiró profundo, mientras veía su delicada figura frente al aparador, opaca, casi transparente. Miró sus ojos verdes, y sintió pena.

Tras unos pocos minutos finalmente escuchó pasos detrás de ella, y la voz ronca de Roberto, que le llamaba, sonriendo. "Mi querida María, pareces muy distrída hoy", afirmó, sonriendole, y viendole profundamente a los ojos. Ella, que otras veces aceptaba con alegría la mirada dulce y profunda de él, sintió vergüenza para posteriormente bajar sus ojos al piso gris. Mas, pronto, la levantó, pues pensó que él podría darse cuenta de lo que pasaba en ella, o acaso sospecharlo.

Juntos fueron caminando hacia el restaurante favorito de él, ya que ella así lo había propuesto. Quizás era como un último lujo, un último detalle, para Roberto, que había sido siempre tan gentil con ella. Cuando estaban a punto de entrar en ese lugar, al que no pocas veces habían ido, a ella le pareció, en una fracción de segundo, notar un aire melancólico en los ojos negros de Roberto, que se perdían en el infinito. Él, al darse cuenta de que María le veía, le miró y le sonrió con toda la dulzura de siempre. Ella sintió un hueco en el estómago.

Como María quería que esa última cena careciera de malos recuerdos, en la medida de lo posible, intentó que todo fuera como de costumbre. Y rió junto con él de cosas bobas en el trabajo, o bromeando sobre algunos personajes irónicos que ambos conocían, o tratando de pensar qué harían, ella en el trabajo, y él en el suyo, el próximo año. Él pareció querer decirle algo, pero se reservó.

¡Cómo hubiera ella deseado que Roberto fuera un hombre como los demás, infiel, mujeriego, y que le confesara, en ese instante, sentados, en la sobre mesa, ese día, a esa hora, en este instante, que se había enamorado de otra mujer, acaso que solamente había pasado la noche con otra! Porque, de haber sido así, ella no hubiera tenido que confesarle lo que había dentro de su pecho. Y esperó, y esperó, y esperó. La cena llegó a su fin, y ella guardó silencio, preparando su discurso.

Tras haber respirado hondamente, tomado mucha agua para lubricarse los labios, comenzó a bromear, aunque en un tono más bien agrio, sobre un compañero suyo del trabajo quien, el fin de semana pasado, acabado de transcurrir, estando borracho, le propuso estar con él. Y entonces, todavía sintiendo gran ansiedad, prosigió: "...y allí, después de confesarme que yo le gustaba mucho, me propuso que me fuera con él. ¡Imaginate! quería que me fuera con él, si apenas lo conozco, si nunca he salido con él. Claro que me iría a donde fuera el hombre de mis sueños, pero el problema es, precisamente, saber quién es.". Y entonces vio cómo Roberto sonreía, mientras acercaba su mano a la de ella.

Pero ella, en ese instante sintió la terrible pero poderosa necesidad de ser honesta con Roberto. Y entonces, sin más, como ella no lo hubo de imaginar, soltó la verdad terrible, de golpe, como una defensa mortal: "Roberto, he encontrado a un chico muy dulce...". Y Roberto se quedó callado, con las cejas arqueadas, los ojos bien abiertos, la boca a punto de soltar una palabra, que no terminó de ser pronunciada, como si el tiempo para él se hubiera detenido. Y ella, sintiendo que ya era inevitable, terminó por decir: "y estoy enamorada de él".

Roberto se quedó callado, sin decir palabra alguna, cerrando su boca a medio abrir. Movió sus ojos hacia el infinito, hacia el techo, hacia el piso. Trató entonces de parpadear mucho, como si nada pasara, y respiró profundamente. Pero, pese a todo, no pudo más que permanecer callado por casi medio minuto, mientras María, sin que ella se hubiera dado cuenta, seguía hablando del chico del que se había enamorado, como si esa fuera su mejor justificación. Y cuando ella terminó, observó que Roberto sonreía. No lloraba, no reclamaba, no gritaba, ni se había dado la media vuelta. Estaba allí, como clavado a su silla, con una sonrisa falsa, terrible y dolorosamente falsa, y ella sintió entonces la obligación de permanecer callada.

Y Roberto comenzó a silbar, tratando de reír también. Después, lanzó una leve sonrisa, con la mirada baja, hacia la mesa, una sonrisa que parecía ser lanzada hacia sí mismo. Levantó los ojos, fijando su poderosa mirada, casi amigable, sobre los ojos verdes de María, y le preguntó: "¿Y qué vas a hacer entonces?".

Ella entonces, como despertada de nuevo a la realidad, se dio cuenta de que, en su discurso lanzado después de la franca pero brutal confesión, había mencionado detalles de ese chico, y sobre todo, de que él se iba de regreso a su país de origen en un par de semanas. Ella, casi tomada por sorpresa, no tuvo más que hablar con sinceridad: "No sé. Quizás me vaya con él.".

Roberto comenzó a mover la cabeza de arriba a abajo, como si considerara qué tan buena era la idea. Y dijo: "ya veo".

Pero María ya no podía estar allí más tiempo, con él, allí, seguramente aguantándose el dolor, quizás enojado, quizás furioso, quizás con el corazón destrozado, hipócritamente comportándose como si no le importara lo que ella le había confesado. No quería permanecer más tiempo allí, con un leve remordimiento, un pequeño pero cada vez más grande sentimiento de culpa. Así que le pidió a la camarera la cuenta.

Al salir, María sintió que nada había que hacer juntos. Nada de nada. Así que intentó huir en ese momento de él, despidiéndose como si amigos, aunque no se volvieran a ver. Roberto seguía callado, serio, pensativo, melancólico. Ella recordó, días después, que una tristeza muy grande se sentía en él, que sin embargo, había sido barnizada de mera nostalgia.

"Bueno, en cuanto desees que nos veamos, solamente llamame. Nos vemos... nos vemos... muy pronto". Dijo ella, e intentó huir. Pero Roberto se cruzó. "Tomemos un café, ¿quieres?", dijo. No era un tono imperativo, como ella esperaba, sino un tono de súplica. Como si le pidiera un último favor. Ella, que seguía con la vista clavada al piso, le respondió, con voz casi apagada: "Preferiría caminar un poco".

Y en ese caminar, él comenzó a destacar las bondades de irse a vivir a otra ciudad, en donde las oportunidades de trabajo eran mejores. "Quisiera tener un trabajo que sea todo un reto, y que al mismo tiempo me llene como persona, y me temo que un trabajo así sólo lo puedo conseguir en el extranjero", afirmó. María le respondió, no sin honestidad: "Supongo que el trabajo es algo muy importante, y lo es, de hecho, para muchas personas. Mas yo, yo, tan sólo quiero vivir un amor profundo, alguien que me ame, a quien yo pueda amar, que me corresponda, que no me engañe, y tener con él una familia". Ambos, desde luego, eran francos con lo que decían. Roberto, tras unos segundos callados, le preguntó: "¿Qué crees que debería de hacer? ¿Debería irme al extranjero a trabajar?". Y era una interrogante que ya le había hecho a ella múltiples veces. Ella, que otras veces guardaba un tono neutral, le dijo: "Vete por algunos años, hasta que tus ansias de dinero se satisfagan". Y él solamente rió, como si no fuera más que una broma de ella.

Llegando a la esquina en donde tenian que tomar caminos distintos hacia sus casas, detuvieron el paso. Ella miraba todavía al piso, y Roberto al infinito. "Siempre me he preguntado si una chica me sería infiel si yo me fuera de su lado por algunos meses", preguntó él de pronto. "Depende de qué chica sea. Si es una chica de esas extravagantes, sensuales, y provocadoras, es muy probable que no te guarde fidelidad. Pero si es una chica de buenos sentimientos, no veo porqué no te esperaría con calma". "Supongo que sí", dijo él, asintiendo suavemente con la cabeza.

Mas se hacía de noche. María notó en su reloj que eran ya casi las nueve de la noche, y tenía que irse a casa. No era demasiado tarde, desde luego, y más bien era otra la razón que la movía a ir a casa temprano: la esperaban. Y observó que Roberto lo sabía, al observarla mirando su reloj. Lo sabía, y no decía nada. Roberto sabía que aquel otro la vería esa misma noche, y que harían el amor. Lo sabía, y nada decía. Una sonrisa falsa, quizás patética.

María le dio un beso en la mejilla, y le dijo, mintiendo: "Espero volver a verte pronto. Muy pronto, en realidad. Cualquier cosa que necesites, o si deseas tomar un café, tan sólo mandame un mensaje, ¿de acuerdo?". "De acuerdo", dijo Roberto. Y se separaron. Para siempre.

Y tras unos instantes separados, María, todavía dominaba por el sentimiento de culpa, pensativa, tras haberse acostado con su nuevo chico apenas una noche antes, recibió un mensaje en su celular. Era de Roberto: "Me dio gusto verte hoy. Sólo quería que lo supieras". Y supo que era una despedida. Y ella le mandó uno a él: "También me dio gusto verte. Espero que nos veamos muy pronto". No podía dejar de mentir.

Roberto, por su lado, recordaría aquella noche, algunas semanas después, volando hacia su nuevo trabajo en un país distante, como una noche muy triste, en la que había caminado mucho hasta las dos o tres de la madrugada, pensativo, con ganas de llorar, de romper las cosas, de gritar, de estallar, como todo hombre dolido suele hacerlo. Y recordaría, también, que esa noche, por una parte, pensaba proponerle a María que se fuera con él, a ese nuevo país, y vivieran allí juntos. Y recordaría también aquella noche, por sentir una corazonada, a la que había ignorado, por no creer en ellas: que María ya era de alguien más.

lunes, septiembre 01, 2008

Sus relaciones complicadas

Roberto había acabado de cenar a las once con treinta minutos. Estaba solo en su casa, con un cigarro y una taza con té a medio llenar. Arropado por el silencio, se había perdido en sus propios pensamientos y divagaciones, quizá viendo ahora, en esa soledad, con más claridad que nunca un aspecto de su vida, quizás el más importante en los últimos tiempos: sus relaciones de pareja.

Sin nadie que le viera, que le juzgara, que le escuchara, que le criticara, que opinara, más que él, con su experiencia y consciencia, era el espectador y analista de sus relaciones con las mujeres. Sin miedo a aceptar sus errores, a quitarse las máscaras y mentiras, siento totalmente honesto con él, como pocas veces lo era, pudo darse cuenta, quizás en un momento de lucidez extraordinaria, de una verdad absoluta y al mismo tiempo terrible, una revelación que le dejó estupefacto, aunque al mismo tiempo parecía hacerle entender todo: de alguna manera, en algún momento de su vida, comenzó a disfrutar las relaciones de pareja en demasía complicadas.

Muchas veces él, con sí mismo o con sus amistades, había considerado que la mala fortuna no dejaba de perseguirle, de acecharlo y torturarlo, al ponerle enfrente a mujeres que son resultaban demasiado complicadas. Nombres sobraban, y cada una de ellas, las últimas mujeres con las que había estado, le habían causado no sólo tristezas inmensas, sino desilusiones que le habían hecho sumirse en interminables periodos de negatividad hacia el sexo opuesto.

Recordó a Mariana, quien era toda inseguridad, siempre preocupada por su sobre peso, por las arrugas en su rostro, y por sus canas prematuras, ignorando por completo las palabras constantes de Roberto, quien le decía que la amaba por lo que era, aceptándola toda. Mariana, tras algunos cuantos meses de relación, le pidió tiempo para encontrarse consigo misma, ya que, según le afirmó a él, no podía amarlo sino se estaba en paz consigo misma. Él, desde luego, había aceptado, manifestándole su entera confianza, llamándola de cuando en cuando, para saber cómo se encontraba. Y ella, al final de dos meses, le confesó hacia apenas una semana se había acostado con un compañero del trabajo, hacia quien se sentía atraída de manera increíblemente grande. "Tenemos que vivir muchas cosas, pero por lados distintos". Esas fueron las últimas palabras que escuchó de ella.

Después rememoró a Cristina, a quien mucho admiraba por su gran perspicacia e inteligencia. Ella era además una persona sumamente culta, que leía muchos libros, que sabía mucho de cine, y sobre todo de política, su gran pasión. Brillante era la palabra que, en la opinión de Roberto, la describía de mejor manera. Pero Cristina no pudo nunca amarle, y se lo confesó al cabo de algunos meses de relación. "Sigo amando a mi anterior novio con toda mis fuerzas", le dijo por entonces. Después de eso, procedió a enumerar todos sus defectos, deseando que Roberto la viera como un mal partido. Ella fue quien decidió, y no él, terminar la relación, por supuesto. Y fue ella quien más rápido encontró pareja, al cabo de medio año, en un actor de cine, según supo por una amiga en común.

También pensó en Carolina, de quien, desde el momento se conocerla, se sintió locamente atraído y poseído. Ella era una chica inestable, caprichosa, y no muy bonita, por cierto. Pero a él pareció ver dejos de ternura, de cierta inocencia no perdida, de bondad, en el fondo de su corazón. Y habían sido felices por un corto tiempo, hasta que ella comenzó un día a poner pretextos para verse, desde sentirse enferma, cansada, o tener mucho trabajo, hasta simplemente dejar de responder sus llamadas. Él perdió por completo la paciencia, y decidió terminar la relación, pues sabía que todo se había acabado entre ellos, irremediablemente. Ciertamente le dolió por mucho tiempo, sobre todo debido a la falta de honestidad de ella; pese a todo, sabía que nada había por hacer. Y como el mundo es pequeño, apenas pocos días después de eso, casi por error, un conocido en común le dijo que Carolina era novia de un mesero de uno de los más populares bares de la ciudad.

Finalmente, el presente recién acontecido le remitía a María, a quien conoció en una fiesta de un amigo suyo. Siendo presentados por un amigo en común, Roberto noto la faciliad con la que se relacionaban: aquello que el mundo denomina química. Y ella era, además, muy bella, con unos enormes ojos sumamente expresivos, labios delicados, y cabello castaño que le caía en los hombros de manera sensual. Y como con las anteriores, había tenidos sus buenos días, sus buenas épocas: ella había sido, en los primeros meses, la mujer más atenta, amorosa y cariñosa que jamás tuvo, una mujer que le manifestaba su admiración como persona, como amante, como todo, aceptándole de manera incondicional. Pero, desde luego, no todo pudo permanecer así por demasiado tiempo: ella comenzó al cabo a distanciarse de él, mencionando viajes del trabajo cada vez más frecuentes, pero siempre expresándole que confiara en ella, que nada pasaría, que el tiempo que pasaban separados era únicamente temporal. Mas, ¡ah!, qué tristeza tan honda le invadió el pecho cuando ella le confesó, mirándole a los ojos, con voz leve, casi apagada, con lentas palabras: "Roberto, encontré a un chico muy especial, y... estoy enamorada de él". No hubo un perdón, ni una disculpa, ni palabras de de consuelo. Él, ante tal declaración, así, en seco, sin recibir nada más que la confesión de forma brutal, permaneció callado, como si nada hubiera escuchado. Y en ese instante se puso de pie, y ella, que veía al piso, con aparente sentimiento de remordimiento, permaneció callada, tan solo para recibir un beso en la mejilla de él.

Esa era su última historia, apenas acontecida, su última tragedia. Y tras beber las lágrimas amargas de su dolor, tras guardar tan sólo para sí las quejas, los gritos de dolor, de frustración, de coraje, de impotencia, había comenzado, tras algunas semanas, a aceptar ese último descalabro.

Y ese día, en que bebía su te tras haber terminado de cenar a casi media noche, había trabajado desde la mañana hasta la noche, quedándose en la oficina hasta las diez, hora en la que tomó el transporte público para llegar a casa. En realidad, la hora de salida común era a las seis, pero esta vez, él sintió miedo, casi pánico, de quedarse con su dolor a solas, así que, presa de una soledad que le condenaría a enfrentrarse con una tristeza claramente desagradable, prefirió huir de ella, permaneciendo en la oficinas algunas horas más.

Ahora, de regreso en casa, acabando de cenar cualquier cosa del refrigerador, observando cómo el cigarrillo se iba consumiento lentamente, comenzó a pensar lo que una amiga le había dicho hace ya algunos años: "Mi querido Roberto, me temo que el problema eres tú. Eres tú quien pone sus ojos sobre esas chicas tan complicadas, inestables, que parecen ignorar lo que quieren, que quizás únicamente te usan para llenar su ego, para tener alguien que las atienda, y al que después abandonan sin demasiado remordimiento. ¿Te has preguntado si acaso encuentras placer en esa clase de relaciones?". Y esas palabras resonaban de manera poderosa, ahora más que nunca, en su mente.

¿Acaso no le habían dejado porque, simplemente, las relaciones son efímeras, y jamás aspiran a la eternidad? ¿No eran simples descalabros, como los que tiene todo el mundo, en sus relaciones, que sufren durante varios desencuentros amorosos, simplemente porque así son las cosas? ¿No sería acaso que él resultaba ser un hombre demasiado aburrido, que terminaba por aburrir a su vez a sus parejas? ¿Quizás no podía llenar las necesidades afectivas de ellas?

Quizás, de manera bastante probable, todas esas aseveraciones resultaban acertadas. Pero eso no evitaba que él siguiera pensando, con más miedo que otra cosa, que quizás, sólo quizás, encontraba alguna forma de placer en esa clase de relaciones. ¿Herencia familiar? ¿Patología? ¿Patrón social? ¿Patrón individual? ¿Forma de sentirse la víctima? ¿Baja autoestima?

Y mientras estas interrogantes parecían mecerse de arriba a abajo, en un círculo, parecido a un carrusel, en su preocupada mente, comenzó a sentirse especialmente intranquilo. Y entonces, dijo en voz alta: "Me temo que es cierto que encuentro, de alguna forma, placer estúpido en relacionarme con chicas inestables o que no saben lo que quieren. Y me temo que es increíblente cierto.". Y desde luego, como toda catástrofe que se acaba de descubrir, causó pánico en él con respecto al futuro.

"Qué puto jodido estoy", dijo entonces, resignado.

sábado, agosto 30, 2008

Cómo olvidar tus ojos verdes

Cómo poder olvidar tus ojos verdes, enfundados en esa mirada tan bella que tienes tú, a veces feliz, a veces melancólica, a veces simplemente perdida en la inmensidad de la nada, mientras piensas en no sé qué cosa, allá, en tu mente, lejos de mí, distraída. Cómo olvidar la vez última que nos vimos -quizás la última de nuestras vidas-, cuando, al morir la tarde, fijabas tu mirada en el gris firmamento, mientras guardabas profundo silencio, y me respondiste que nada tenías.

Cómo olvidarme de tu voz grave, de tu risa, de tus burlas, de tu cabello dorado como el sol, de tu delicada figura. Cómo olvidarme de tus mensajes, de tus atenciones todas. Cómo poder arrancarme del recuerdo tu nombre, la ilusión que provocaste en mi, jugando a jugar.

Me creí todas y cada una de tus pequeñas, casi imperceptibles, casi inexistentes, casi invisibles, mentiras, casi no siéndolo, con afirmaciones llevadas a mi a través de medias verdadades, implícitamente y no explícitamente, de manera que pudieras siempre mostrarte libre de culpa, libre de haberme llenado de sueños falsos, exonerada de cualquier dolor que pudiera anidarse en mi pecho.

Mentiras que te ayudaban a superar una tristeza apenas, por entonces, nacida en ti. Te habían dejado, te habían mentido, te habían herido. Dime, querida mía, ¿estabas herida en el alma, o más bien, era el orgullo lo que más te había lacerado aquel que te abandonó? Me usaste, a final de cuentas, con cuentos lindos, ensoñaciones, palabras dulces, palabras suaves, miradas furtivas, hasta que obtuviste mi atención, mi interés, mis halagos, mi tiempo.

No te culpo del todo. Supongo que todas las personas, al abandonarnos el amor, tenemos un vacío tan profundo, que nos llena de ansias, de tristezas, de terribles ganas de derramar el llanto nuestro, de soledad, que tenemos que recurrir a cualquier miedo para superar ese duro trance. Y bien supongo que la manera en la que lo hiciste tú, fue buscando alguien que te obsequiara su tiempo, su dedicación, que te respondiera a tu necesidad de sentirte admirada. Buscabas no sólo compañía en esos momentos, no sólo a quien contar tus penas, en quién apoyarte, sino a alguien que te hiciera sentir importante, buscada.

Y lo lograste, mi querida amiga. Lograste obtener de mí la atención, el interés, despertando en mí ilusiones y sueños. Pero, como todo mundo que se preocupa únicamente por su propio bien, ignoraste que no soy de trapo, que soy vulnerable, que jugabas conmigo, que me hacías perder mi tiempo, mis energías. Todo justificado, de alguna manera, de manera ridícula, por el dolor que sentías, cubierto por el manto de tus justificaciones, de que nunca me prometiste nada, de tantas cosas.

Por que un simple día, después de haberme dicho, poco tiempo atrás, que tu corazón no estaba listo, que no estabas interesada en los hombres, me confesaste, querida mía, que había encontrado a un buen hombre - que no era yo, desde luego. Un hombre bueno, que no va a fiestas, que no te será infiel, que no es coqueto, y no sé qué tantas cosas más de él me mencionaste. ¿Es que tanto te han herido en el pecho y en el ego otros hombres, que se han burlado de ti, que te han engañado, que han estado con otras chicas mientras te prometían fidelidad?

Y me lo dijiste tan aparentemente quitada de la pena, aunque, en verdad, me lo decías lentamente, esperando mi reacción, después de que hubieramos terminado de tomar un café. Me lo soltabas por encima de la mesa, como una nota en un sobre, un ultimatum, una mala noticia que era necesaria que yo supiera.

No fui más que el medio, el juguete, el pasatiempo tras tu rompimiento.

Y ahora intentas mostrarte como amiga mía, querida amiga mía. Lo intentas ahora, después de que sé por otro medio, por un amigo en común, que otro hombre con el que habías jugado, al que habías utilizado para sentirte bella y amada, tras haber estado separados, se ha vuelto tu amigo.

Mas, querida mía, no juego con niños desde hace años. Y no puedo jugar tu juego. Supongo que me será imposible toparme con mujeres como tú. Pero al menos quiero ahora, olvidarte, aprender, y seguir mi camino. Y esperar que la vez próxima no caiga en sus juegos, aunque necesite atención, aunque necesite cariño, tiempo, sentirse amada, aunque sienta que la tristeza la corroe, que el llanto la ahoga.

Supongo, también, empero, que encontrarán, mujeres como tú, siempre hombres así, como yo. Y supongo, que quizás, pese a lo que digas, y desees, te seguirás fijando en hombres que te sean infieles.

Supongo que esa es la forma en que la vida se te mostrará, hasta que decidas crecer, niña mía.