¿A qué juego cuando, de noche en noche, me digo que se me pasará tu recuerdo con celeridad, y que un nuevo y exquisito placer me espera mañana, haciendo que me olvide de ti por completo? ¿A qué juego al tratar de no pensarte cuando me vienen tus ojos a la mente, y escucho de manera leve tu voz en mis oídos? ¿A qué juego al buscar otras tantas chicas rubias o morenas, más jóvenes o más maduras, más gordas o más flacas, prometiéndome, si acaso me hundo en ellas, las más grandes satisfacciones que me purifiquen de mi deseo por ti?
¿A qué juego al escuchar los consejos de otros, y al supuestamente creerme que no me convienes, que nunca me has convenido? ¿A qué juego al tratar de convencerme de que eres más bien una mujer promedio, no demasiado bella, no demasiado inteligente, no demasiado culta, no demasiado madura, no demasiado tierna, ni demasiado inocente? ¿A qué juego al tratar de compararte con otras mujeres más hermosas, que se parecen tanto a esas estatuas perfectas en mármol, y tratar de encontrarte todos los defectos del mundo, si, al cabo, nunca me pude explicar ese arrebato que causaste en mi desde la vez primera en que te vi?
¿Y a qué juegas tú, cuando me dices palabras dulces, y luego me las quitas, escondiéndolas, como si nunca hubieran sido pronunciadas ni pensadas? ¿A qué juegas tú cuando intentas no darme demasiada importancia, y a tratar de pensar que soy no otra cosa que tu mero amigo? ¿A qué juegas cuando separas tu cuerpo y tu mente de mi comarca, si al cabo eres tú quien vuelve a mi, de manera tímida, sonriendo apenas, para luego irte como si nada hubiera pasado? ¿A qué juegas cuando dices y luego te desdices, y luego pretendes, además, que nunca te has desdicho?
Me pregunto si no juego yo a pensar que tú juegas también, cuando tú, en realidad, no lo haces; o acaso, tu juego sea el de no jugar, y dejarme, en cambio, jugar en un tablero en el que solamente yo participo, muevo mis piezas como un loco, y tú, querida mía, sólo me ves, me ves, me ves.
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