martes, marzo 11, 2008

Viendo tratando de ver

Es una melancolía lo último que le veo a ese tío que se me queda viendo mientras me le quedo viendo. Se parece tanto a mí ese compadre que me ve desde el espejo, en el baño del departamento sucio y oscuro -apagemos las luces, ea, para ahorrar energía eléctrica; ¿qué? no me digas que eres uno de esos tíos imbéciles que creen que por pagar la cuenta que llega en verde papel, de la compañía de electricidad, tienen derecho a derrocharla-. Me pregunto entonces -y le pregunto al tipo que me ve en el espejo también-, ¿qué será ahora mismo de ese grandísimo cabrón que me censuraba -y le censuraba también al del espejo- sobre el excesivo a innecesario uso de la vital energía eléctrica? O, mejor dicho, ¿qué será de la madre de aquel cabrón, toda vez que, de manera bastante probable, fue esa comadrona la que le metió esa frase en la deforme cabezota de ese compadre mío? El tío no-mío que se quejaba de su madre, y que, sin embargo -¡oh Dios bendito, milagro, milagro!- estaba hecha a viva imagen de su madre. Amén.

Y en oscuridad se aflige mi alma. No es que la noche sea demasiado oscura en la oscuridad, sino que hay otra oscuridad más oscura que es la que se esparce en mi alma, llenándola, saturándola: soledad, tedio. Vedlo allí, al joven del espejo, cuando no está en el espejo, echado como perro sucio sobre el más sucio sofá, durmiendo-leyendo-platicando con sí. Diez mil pasos en el día, y en ese largo caminar, a nadie ver: pasear en círculo en un cuarto cerrado. Pero, oye, sí vio él a alguien: al del espejo en el espejo cuando entró a sonarse la nariz.

Y el del espejo me sigue viendo con esos ojos que reflejan mis propios ojos, y me sigue observando, y le observo yo observándome. Pero no puedo ver en él mi alma: ¿podemos acaso, alguna vez en la vida, ver el alma nuestra? Sea gris, negra, blanca, o café. ¿No eran los ojos la ventana de nuestra alma? Pues, señor, permítame la osadía terrible de afirmar que eso es una falsedad, pues en los ojos míos que me ven desde el espejo nada de mi alma atisbar puedo.

Porque los ojos míos que me ven desde el espejo, aunque te tristeza corroídos, no alcanzan a expresar de manera completa lo que en mi pecho me sacude. Esos ojos míos, tan faltos de elocuencia. Sufro, aunque de manera pasiva, un dolor que se repartió a sí mismo en leves dosis: tres veces al día, cada dos días, hasta que se le olvide la decepción. Pero pero pero pero, señor don doctor, ¿y cuándo habremos de dejar de suministrarle a la vida suya esas dosis de dolor? Bueno, enfermera mía, hasta que el dolor contenida en una botella del tamaño de la mitad de la ciudad se halle vacía. Y y y y y señor don doctor, pregunta el paciente que tras varias semanas, ¿cuánto líquido queda de dolor?

Ah, eso me pregunto a mí. ¿Cuánto más le queda a mi espíritu verse envuelto en la melancolía que me llena de cansancio el cuerpo y el alma? Porque de tristeza y falta de esperanzas no puedo vivir ya: también de alegrías el hombre vivir debe. Así pues, la pregunta que me hago mientras al espejo me veo de ida y regreso, es: ¿cuándo terminará de derramarse en mi alma ese dolor que en dosis leves ha ya terminado por extinguir de la vida mi candor?

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