Terroncito de azúcar con el cabello negro en corte asimétrico me ve con sus ojos cafés, interrogantes. ¿Qué quieren de mí? Ella me pregunta qué es lo que voy a hacer. ¿Por qué la gente piensa que voy a hacer algo?
Porque te conozco, y sé cuán obsesivo eres, obsesivo.
Pero no puedes negar que tuviste tu culpa al exagerar las cosas.
No me merecía yo eso.
No puedo creer que haya sido la situación tan evidente, y no hayas podido darte cuenta.
He sido un imbécil este tiempo.
Sus palabras y sus consejos y sus deducciones y sus burlas, todo se revuelve en mi mente en forma multicolor: qué idiota fui, qué tonto al no aprovechar esas pequeñas pero siempre vivas oportunidades. Pero yo al conocerla a ella no la conocía lo suficiente.
Ella sus culpas no puede lavar.
No fue toda mi culpa, o eso dice ella. Ella dice que ella tuvo la culpa, o parte de, mejor dicho. Pero ella jugó su juego, y yo el mío, y yo lo jugué peor que ella: eso dice ella. Yo, el tonto que no puede ver, no puede escuchar, no puede entender, no puede actuar: cobarde siempre. Que necesito aprender a mentir a veces.
Una última jugada macabra, absoluta, inmensa, el todo por el nada, ruleta rusa, la muerte o la vida, alegría o tristeza, blanco o negro, día o noche, primavera o invierno, ella o yo.
(Y si mis queridos amigos querían saber en qué termino el juego de la rusa-ruleta, fui yo quien quedo, claro, con el corazón y esperanzas destrozados, en la pared, salpicando, deshechos, la pared de mi vida).
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