lunes, abril 28, 2008

La chica en la banqueta

Por la calle gris camina la chica de los ojos claros, entre el viento que aulla, debajo de las nubes oscuras, entre gente que le ve pasar, sin fijarse demasiado en ella. Camina lentamente, distraídamente, melancólicamente.

Ella más bien tiene puesta su mente en otra cosa, lejos de esta gente, lejos de los puestos de comida callejeros, lejos del murmullo del zócalo, de los cafés, de las tiendas, de los autos, de las luces multicolores. Está como ausente, y un par de personas que le conocen se extrañan al ver que parece no verlos, con la mirada perdida, puesta en la nada.

Lo que las luces, las nubes negras, la luna llena, los cafés llenos, y los policías en la esquina ignoran, es que su corazón está triste, está melancólico y taciturno. Lo dicen sus ojos claros, lo dice su espalda levemente encorvada -otras veces tan erecta-, lo dicen sus pasos erráticos, lo dice su distracción. El verla, cuidadosamente, caminar por esas calles sucias y escandalosas, sin poner atención alguna en una sola cosa, debería dar fe de ello.

Si alguien pudiera recorrer su día a día, podría ver que en todos lados se comporta, no tan amable y fresca como siempre, tan activa, sino más bien impaciente, cansada por instantes, pensativa, ausente, en otro lugar. Y de vez en cuando, ella lanza frases de desdén o reclamo a los hombres, sólo a los hombres, aunque apenas los conozca, aunque los haya visto un par de veces. Y los critica, les reclama, les exige, sólo por el hecho de que son hombres.

Y llega ella entonces a su casa, deteniéndose en la puerta, pensando, pensando. Y un vecino suyo la ve desde su ventana: la mujer atractiva de ojos claros de la casa de enfrente, la mujer tan amable, risueña y carismática. Le ve ahora diferente: le ve ahogándose en un sentimiento que está lejos de la alegría. La ve sentarse en la banqueta, mirar el suelo aquí y allá. La ve ahora, sola, pero la ha visto otras veces acompañada de un hombre, alto, fuerte, de presencia poderosa y ademanes refinados. Un hombre de mundo parecía. Y ella por entonces sonreía -¡qué bella, por entonces, lucía!-

Mas, desde hace algunas semanas, ella llega a su casa en melancolía y en soledad. Nadie le espera a su llegada, y nadie le acompaña a la puerta. Nadie le despide, nadie le sonríe, nadie le besa la frente, las mejillas, los labios, o el alma. Ella está sola, aunque amigas suyas vivan con ella. Porque en soledad está desde que ese hombre -¿quién sabe quién sería?- no va a visitarla; ella luce así, desencajada del recuerdo de ella misma, hasta hace pocas semanas tan distinto.

Y llora entonces, no con dolor, no con rabietas, no con gritos, ni rictus terribles de dolor. Y apenas percibe su indiscreto vecino que ella solloza, porque ella, en silencio, aunque no gime, en su rostro refulgen las lágrimas suyas a la luz de la luna llena. Caen lentamente, una a una, como perlas preciosas. Ella está callada, llorando, y él, aquel hombre, no está con ella, ¡Otras tantas veces allí, en esa banqueta, ella le rodeaba con sus brazos, llenándole de besos, llenándole de abrazos!

Y la mujer del vecino se da cuenta de que su marido está viendo a la vecina, y entonces le informa que esa mujer, tan bella, tan amable, partirá pronto de regreso a su lugar natal -lejano, lejano-. Y es por eso que él entiende que ella, toda la semana, al llegar a su casa, no se mete inmediatamente, aunque de muy noche sea. Ella se sienta a esperar, pacientemente, durante horas, a que llegue alguien, porque ella se va, y él no llega. Porque ella está enamorada, y aquel, ¡ay!, no regresa, no regresa.

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