Y de pronto, no sé porqué, siento una
terrible, indeseada, casi ajena, nostalgia en todo mi cuerpo. La
siento recorrerlo suave, tibiamente, y acaso por instantes parece
adormecerse, casi morirse. Pero allí sigue, en mí, deambulando,
apareciendo y desapareciendo, haciéndome evocar, sentir el pasado,
pensar en el hubiera, añorar el futuro pintado de rosa.
Supongo que es el cambio de ciudad,
haber venido a Kiev, que luce tan distinta a mi tan familiar Praga,
que está llena de edificios viejísimos y deliciosos, de cafés, de
restaurantes comunes y corrientes, y de bares, y de gente llevando
abrigo porque, incluso en principios de Mayo, llueve y hace un fuerte
viento.
Aquí la cosa es más bien distinta, en
Kiev. El calor llega casi a subyugarlo a uno, y el aire está
impregnado de tierra, de flores secas, de árboles trémulos que
parecen, como dijera Wilde, apenas soportar su propio peso. Tienen el
olor a pueblo mexicano casi, y casi puedo sentir la fiesta a la
vuelta de la esquina: unos quince años, una boda, o una primera
comunión, entre mole poblano demasiado ácido, arroz rojo pasado de
sal, Coca Cola y Bacardi Blanco. Casi.
Casi.
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