lunes, septiembre 08, 2008

Me dio gusto verte hoy. Y espero que nos veamos pronto.

Y llegó entonces la tarde, con un ligero sol de finales de verano, trayendo consigo un levemente cálido aire que mecía los árboles y movía consigo también la mezcla de los perfumes de las chicas que se daban cita en el centro comercial -mall-. Y llegó la tarde, y María, entonces, se sintió todavía más ansiosa de lo que había estado durante el día. Y llegó la pesadumbre, y la falta de energías. Pero era demasiado tarde, era inevitable. Eran ya casi las seis con quince minutos, y Roberto debería llegar aquí en cualquier instante.

Pensó, por un instante, en una leve esperanza, que Roberto no llegara, que tuviera complicaciones, algún asunto urgente en el trabajo, o que, simplemente no llegara. Respiró profundo, mientras veía su delicada figura frente al aparador, opaca, casi transparente. Miró sus ojos verdes, y sintió pena.

Tras unos pocos minutos finalmente escuchó pasos detrás de ella, y la voz ronca de Roberto, que le llamaba, sonriendo. "Mi querida María, pareces muy distrída hoy", afirmó, sonriendole, y viendole profundamente a los ojos. Ella, que otras veces aceptaba con alegría la mirada dulce y profunda de él, sintió vergüenza para posteriormente bajar sus ojos al piso gris. Mas, pronto, la levantó, pues pensó que él podría darse cuenta de lo que pasaba en ella, o acaso sospecharlo.

Juntos fueron caminando hacia el restaurante favorito de él, ya que ella así lo había propuesto. Quizás era como un último lujo, un último detalle, para Roberto, que había sido siempre tan gentil con ella. Cuando estaban a punto de entrar en ese lugar, al que no pocas veces habían ido, a ella le pareció, en una fracción de segundo, notar un aire melancólico en los ojos negros de Roberto, que se perdían en el infinito. Él, al darse cuenta de que María le veía, le miró y le sonrió con toda la dulzura de siempre. Ella sintió un hueco en el estómago.

Como María quería que esa última cena careciera de malos recuerdos, en la medida de lo posible, intentó que todo fuera como de costumbre. Y rió junto con él de cosas bobas en el trabajo, o bromeando sobre algunos personajes irónicos que ambos conocían, o tratando de pensar qué harían, ella en el trabajo, y él en el suyo, el próximo año. Él pareció querer decirle algo, pero se reservó.

¡Cómo hubiera ella deseado que Roberto fuera un hombre como los demás, infiel, mujeriego, y que le confesara, en ese instante, sentados, en la sobre mesa, ese día, a esa hora, en este instante, que se había enamorado de otra mujer, acaso que solamente había pasado la noche con otra! Porque, de haber sido así, ella no hubiera tenido que confesarle lo que había dentro de su pecho. Y esperó, y esperó, y esperó. La cena llegó a su fin, y ella guardó silencio, preparando su discurso.

Tras haber respirado hondamente, tomado mucha agua para lubricarse los labios, comenzó a bromear, aunque en un tono más bien agrio, sobre un compañero suyo del trabajo quien, el fin de semana pasado, acabado de transcurrir, estando borracho, le propuso estar con él. Y entonces, todavía sintiendo gran ansiedad, prosigió: "...y allí, después de confesarme que yo le gustaba mucho, me propuso que me fuera con él. ¡Imaginate! quería que me fuera con él, si apenas lo conozco, si nunca he salido con él. Claro que me iría a donde fuera el hombre de mis sueños, pero el problema es, precisamente, saber quién es.". Y entonces vio cómo Roberto sonreía, mientras acercaba su mano a la de ella.

Pero ella, en ese instante sintió la terrible pero poderosa necesidad de ser honesta con Roberto. Y entonces, sin más, como ella no lo hubo de imaginar, soltó la verdad terrible, de golpe, como una defensa mortal: "Roberto, he encontrado a un chico muy dulce...". Y Roberto se quedó callado, con las cejas arqueadas, los ojos bien abiertos, la boca a punto de soltar una palabra, que no terminó de ser pronunciada, como si el tiempo para él se hubiera detenido. Y ella, sintiendo que ya era inevitable, terminó por decir: "y estoy enamorada de él".

Roberto se quedó callado, sin decir palabra alguna, cerrando su boca a medio abrir. Movió sus ojos hacia el infinito, hacia el techo, hacia el piso. Trató entonces de parpadear mucho, como si nada pasara, y respiró profundamente. Pero, pese a todo, no pudo más que permanecer callado por casi medio minuto, mientras María, sin que ella se hubiera dado cuenta, seguía hablando del chico del que se había enamorado, como si esa fuera su mejor justificación. Y cuando ella terminó, observó que Roberto sonreía. No lloraba, no reclamaba, no gritaba, ni se había dado la media vuelta. Estaba allí, como clavado a su silla, con una sonrisa falsa, terrible y dolorosamente falsa, y ella sintió entonces la obligación de permanecer callada.

Y Roberto comenzó a silbar, tratando de reír también. Después, lanzó una leve sonrisa, con la mirada baja, hacia la mesa, una sonrisa que parecía ser lanzada hacia sí mismo. Levantó los ojos, fijando su poderosa mirada, casi amigable, sobre los ojos verdes de María, y le preguntó: "¿Y qué vas a hacer entonces?".

Ella entonces, como despertada de nuevo a la realidad, se dio cuenta de que, en su discurso lanzado después de la franca pero brutal confesión, había mencionado detalles de ese chico, y sobre todo, de que él se iba de regreso a su país de origen en un par de semanas. Ella, casi tomada por sorpresa, no tuvo más que hablar con sinceridad: "No sé. Quizás me vaya con él.".

Roberto comenzó a mover la cabeza de arriba a abajo, como si considerara qué tan buena era la idea. Y dijo: "ya veo".

Pero María ya no podía estar allí más tiempo, con él, allí, seguramente aguantándose el dolor, quizás enojado, quizás furioso, quizás con el corazón destrozado, hipócritamente comportándose como si no le importara lo que ella le había confesado. No quería permanecer más tiempo allí, con un leve remordimiento, un pequeño pero cada vez más grande sentimiento de culpa. Así que le pidió a la camarera la cuenta.

Al salir, María sintió que nada había que hacer juntos. Nada de nada. Así que intentó huir en ese momento de él, despidiéndose como si amigos, aunque no se volvieran a ver. Roberto seguía callado, serio, pensativo, melancólico. Ella recordó, días después, que una tristeza muy grande se sentía en él, que sin embargo, había sido barnizada de mera nostalgia.

"Bueno, en cuanto desees que nos veamos, solamente llamame. Nos vemos... nos vemos... muy pronto". Dijo ella, e intentó huir. Pero Roberto se cruzó. "Tomemos un café, ¿quieres?", dijo. No era un tono imperativo, como ella esperaba, sino un tono de súplica. Como si le pidiera un último favor. Ella, que seguía con la vista clavada al piso, le respondió, con voz casi apagada: "Preferiría caminar un poco".

Y en ese caminar, él comenzó a destacar las bondades de irse a vivir a otra ciudad, en donde las oportunidades de trabajo eran mejores. "Quisiera tener un trabajo que sea todo un reto, y que al mismo tiempo me llene como persona, y me temo que un trabajo así sólo lo puedo conseguir en el extranjero", afirmó. María le respondió, no sin honestidad: "Supongo que el trabajo es algo muy importante, y lo es, de hecho, para muchas personas. Mas yo, yo, tan sólo quiero vivir un amor profundo, alguien que me ame, a quien yo pueda amar, que me corresponda, que no me engañe, y tener con él una familia". Ambos, desde luego, eran francos con lo que decían. Roberto, tras unos segundos callados, le preguntó: "¿Qué crees que debería de hacer? ¿Debería irme al extranjero a trabajar?". Y era una interrogante que ya le había hecho a ella múltiples veces. Ella, que otras veces guardaba un tono neutral, le dijo: "Vete por algunos años, hasta que tus ansias de dinero se satisfagan". Y él solamente rió, como si no fuera más que una broma de ella.

Llegando a la esquina en donde tenian que tomar caminos distintos hacia sus casas, detuvieron el paso. Ella miraba todavía al piso, y Roberto al infinito. "Siempre me he preguntado si una chica me sería infiel si yo me fuera de su lado por algunos meses", preguntó él de pronto. "Depende de qué chica sea. Si es una chica de esas extravagantes, sensuales, y provocadoras, es muy probable que no te guarde fidelidad. Pero si es una chica de buenos sentimientos, no veo porqué no te esperaría con calma". "Supongo que sí", dijo él, asintiendo suavemente con la cabeza.

Mas se hacía de noche. María notó en su reloj que eran ya casi las nueve de la noche, y tenía que irse a casa. No era demasiado tarde, desde luego, y más bien era otra la razón que la movía a ir a casa temprano: la esperaban. Y observó que Roberto lo sabía, al observarla mirando su reloj. Lo sabía, y no decía nada. Roberto sabía que aquel otro la vería esa misma noche, y que harían el amor. Lo sabía, y nada decía. Una sonrisa falsa, quizás patética.

María le dio un beso en la mejilla, y le dijo, mintiendo: "Espero volver a verte pronto. Muy pronto, en realidad. Cualquier cosa que necesites, o si deseas tomar un café, tan sólo mandame un mensaje, ¿de acuerdo?". "De acuerdo", dijo Roberto. Y se separaron. Para siempre.

Y tras unos instantes separados, María, todavía dominaba por el sentimiento de culpa, pensativa, tras haberse acostado con su nuevo chico apenas una noche antes, recibió un mensaje en su celular. Era de Roberto: "Me dio gusto verte hoy. Sólo quería que lo supieras". Y supo que era una despedida. Y ella le mandó uno a él: "También me dio gusto verte. Espero que nos veamos muy pronto". No podía dejar de mentir.

Roberto, por su lado, recordaría aquella noche, algunas semanas después, volando hacia su nuevo trabajo en un país distante, como una noche muy triste, en la que había caminado mucho hasta las dos o tres de la madrugada, pensativo, con ganas de llorar, de romper las cosas, de gritar, de estallar, como todo hombre dolido suele hacerlo. Y recordaría, también, que esa noche, por una parte, pensaba proponerle a María que se fuera con él, a ese nuevo país, y vivieran allí juntos. Y recordaría también aquella noche, por sentir una corazonada, a la que había ignorado, por no creer en ellas: que María ya era de alguien más.

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