lunes, septiembre 01, 2008

Sus relaciones complicadas

Roberto había acabado de cenar a las once con treinta minutos. Estaba solo en su casa, con un cigarro y una taza con té a medio llenar. Arropado por el silencio, se había perdido en sus propios pensamientos y divagaciones, quizá viendo ahora, en esa soledad, con más claridad que nunca un aspecto de su vida, quizás el más importante en los últimos tiempos: sus relaciones de pareja.

Sin nadie que le viera, que le juzgara, que le escuchara, que le criticara, que opinara, más que él, con su experiencia y consciencia, era el espectador y analista de sus relaciones con las mujeres. Sin miedo a aceptar sus errores, a quitarse las máscaras y mentiras, siento totalmente honesto con él, como pocas veces lo era, pudo darse cuenta, quizás en un momento de lucidez extraordinaria, de una verdad absoluta y al mismo tiempo terrible, una revelación que le dejó estupefacto, aunque al mismo tiempo parecía hacerle entender todo: de alguna manera, en algún momento de su vida, comenzó a disfrutar las relaciones de pareja en demasía complicadas.

Muchas veces él, con sí mismo o con sus amistades, había considerado que la mala fortuna no dejaba de perseguirle, de acecharlo y torturarlo, al ponerle enfrente a mujeres que son resultaban demasiado complicadas. Nombres sobraban, y cada una de ellas, las últimas mujeres con las que había estado, le habían causado no sólo tristezas inmensas, sino desilusiones que le habían hecho sumirse en interminables periodos de negatividad hacia el sexo opuesto.

Recordó a Mariana, quien era toda inseguridad, siempre preocupada por su sobre peso, por las arrugas en su rostro, y por sus canas prematuras, ignorando por completo las palabras constantes de Roberto, quien le decía que la amaba por lo que era, aceptándola toda. Mariana, tras algunos cuantos meses de relación, le pidió tiempo para encontrarse consigo misma, ya que, según le afirmó a él, no podía amarlo sino se estaba en paz consigo misma. Él, desde luego, había aceptado, manifestándole su entera confianza, llamándola de cuando en cuando, para saber cómo se encontraba. Y ella, al final de dos meses, le confesó hacia apenas una semana se había acostado con un compañero del trabajo, hacia quien se sentía atraída de manera increíblemente grande. "Tenemos que vivir muchas cosas, pero por lados distintos". Esas fueron las últimas palabras que escuchó de ella.

Después rememoró a Cristina, a quien mucho admiraba por su gran perspicacia e inteligencia. Ella era además una persona sumamente culta, que leía muchos libros, que sabía mucho de cine, y sobre todo de política, su gran pasión. Brillante era la palabra que, en la opinión de Roberto, la describía de mejor manera. Pero Cristina no pudo nunca amarle, y se lo confesó al cabo de algunos meses de relación. "Sigo amando a mi anterior novio con toda mis fuerzas", le dijo por entonces. Después de eso, procedió a enumerar todos sus defectos, deseando que Roberto la viera como un mal partido. Ella fue quien decidió, y no él, terminar la relación, por supuesto. Y fue ella quien más rápido encontró pareja, al cabo de medio año, en un actor de cine, según supo por una amiga en común.

También pensó en Carolina, de quien, desde el momento se conocerla, se sintió locamente atraído y poseído. Ella era una chica inestable, caprichosa, y no muy bonita, por cierto. Pero a él pareció ver dejos de ternura, de cierta inocencia no perdida, de bondad, en el fondo de su corazón. Y habían sido felices por un corto tiempo, hasta que ella comenzó un día a poner pretextos para verse, desde sentirse enferma, cansada, o tener mucho trabajo, hasta simplemente dejar de responder sus llamadas. Él perdió por completo la paciencia, y decidió terminar la relación, pues sabía que todo se había acabado entre ellos, irremediablemente. Ciertamente le dolió por mucho tiempo, sobre todo debido a la falta de honestidad de ella; pese a todo, sabía que nada había por hacer. Y como el mundo es pequeño, apenas pocos días después de eso, casi por error, un conocido en común le dijo que Carolina era novia de un mesero de uno de los más populares bares de la ciudad.

Finalmente, el presente recién acontecido le remitía a María, a quien conoció en una fiesta de un amigo suyo. Siendo presentados por un amigo en común, Roberto noto la faciliad con la que se relacionaban: aquello que el mundo denomina química. Y ella era, además, muy bella, con unos enormes ojos sumamente expresivos, labios delicados, y cabello castaño que le caía en los hombros de manera sensual. Y como con las anteriores, había tenidos sus buenos días, sus buenas épocas: ella había sido, en los primeros meses, la mujer más atenta, amorosa y cariñosa que jamás tuvo, una mujer que le manifestaba su admiración como persona, como amante, como todo, aceptándole de manera incondicional. Pero, desde luego, no todo pudo permanecer así por demasiado tiempo: ella comenzó al cabo a distanciarse de él, mencionando viajes del trabajo cada vez más frecuentes, pero siempre expresándole que confiara en ella, que nada pasaría, que el tiempo que pasaban separados era únicamente temporal. Mas, ¡ah!, qué tristeza tan honda le invadió el pecho cuando ella le confesó, mirándole a los ojos, con voz leve, casi apagada, con lentas palabras: "Roberto, encontré a un chico muy especial, y... estoy enamorada de él". No hubo un perdón, ni una disculpa, ni palabras de de consuelo. Él, ante tal declaración, así, en seco, sin recibir nada más que la confesión de forma brutal, permaneció callado, como si nada hubiera escuchado. Y en ese instante se puso de pie, y ella, que veía al piso, con aparente sentimiento de remordimiento, permaneció callada, tan solo para recibir un beso en la mejilla de él.

Esa era su última historia, apenas acontecida, su última tragedia. Y tras beber las lágrimas amargas de su dolor, tras guardar tan sólo para sí las quejas, los gritos de dolor, de frustración, de coraje, de impotencia, había comenzado, tras algunas semanas, a aceptar ese último descalabro.

Y ese día, en que bebía su te tras haber terminado de cenar a casi media noche, había trabajado desde la mañana hasta la noche, quedándose en la oficina hasta las diez, hora en la que tomó el transporte público para llegar a casa. En realidad, la hora de salida común era a las seis, pero esta vez, él sintió miedo, casi pánico, de quedarse con su dolor a solas, así que, presa de una soledad que le condenaría a enfrentrarse con una tristeza claramente desagradable, prefirió huir de ella, permaneciendo en la oficinas algunas horas más.

Ahora, de regreso en casa, acabando de cenar cualquier cosa del refrigerador, observando cómo el cigarrillo se iba consumiento lentamente, comenzó a pensar lo que una amiga le había dicho hace ya algunos años: "Mi querido Roberto, me temo que el problema eres tú. Eres tú quien pone sus ojos sobre esas chicas tan complicadas, inestables, que parecen ignorar lo que quieren, que quizás únicamente te usan para llenar su ego, para tener alguien que las atienda, y al que después abandonan sin demasiado remordimiento. ¿Te has preguntado si acaso encuentras placer en esa clase de relaciones?". Y esas palabras resonaban de manera poderosa, ahora más que nunca, en su mente.

¿Acaso no le habían dejado porque, simplemente, las relaciones son efímeras, y jamás aspiran a la eternidad? ¿No eran simples descalabros, como los que tiene todo el mundo, en sus relaciones, que sufren durante varios desencuentros amorosos, simplemente porque así son las cosas? ¿No sería acaso que él resultaba ser un hombre demasiado aburrido, que terminaba por aburrir a su vez a sus parejas? ¿Quizás no podía llenar las necesidades afectivas de ellas?

Quizás, de manera bastante probable, todas esas aseveraciones resultaban acertadas. Pero eso no evitaba que él siguiera pensando, con más miedo que otra cosa, que quizás, sólo quizás, encontraba alguna forma de placer en esa clase de relaciones. ¿Herencia familiar? ¿Patología? ¿Patrón social? ¿Patrón individual? ¿Forma de sentirse la víctima? ¿Baja autoestima?

Y mientras estas interrogantes parecían mecerse de arriba a abajo, en un círculo, parecido a un carrusel, en su preocupada mente, comenzó a sentirse especialmente intranquilo. Y entonces, dijo en voz alta: "Me temo que es cierto que encuentro, de alguna forma, placer estúpido en relacionarme con chicas inestables o que no saben lo que quieren. Y me temo que es increíblente cierto.". Y desde luego, como toda catástrofe que se acaba de descubrir, causó pánico en él con respecto al futuro.

"Qué puto jodido estoy", dijo entonces, resignado.

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