viernes, diciembre 19, 2008

Y un buen día comprendí

Y un buen día comprendí que no había forma en que me podría deshacer de ti y de tu recuerdo. No existía forma humana, fórmula, camino, manera, rutina, tiempo, o distancia que me ayudara a superarte. Por mucho que intentara, nunca daría con tu olvido. Y eso eso era algo que me llenaba cada vez de más ansiedad. Ya no soportaba recordar tu cabello cenizo, tus ojos, tus labios, tu voz, tu cuerpo, tus palabras. Habían en mi mente fotos, tonos, aromas, y otras tantas cosas de ti guardadas, de las que mi espíritu, ahora melancólico, se negaba a tirar por la borda.

Así que despesperado por completo por el terrible fracaso que me representaba no poder dejarte atrás, tuve que resignarme a vivir así, pensando en ti, recordándote en cada amanecer, pensando en ti las tardes lluviosas, en los amaneceres cálidos, en las noches llenas de silencio. En ese aspecto, tengo que confesar que me di cuenta de que cuando estaba con otras personas me resultaba más fácil no pensar en ti; pero, como bien dice un verso, yo tenía miedo de quedarme con tu recuerdo a solas.

Lo más peculiar de todo fue que en mi resignación encontré cierta paz. Quizás te parezca raro, pero en esa resignación tan inusual encontré calma en mi alma, pues si bien seguías enterrada en mí, podía llevar a cabo mis actividades sin demasiados problemas o distracciones. Y la razón era que en la resignación, tuve que aceptar que te seguía queriendo y pensando. Realmente le dejé de dar importancia a que tuvieras amoríos constantes y efímeros con no sé qué clase de hombres estúpidos, desconocidos, extranjeros, intelectuales o cavernícolas, machos o liberales. También le dejé de dar importancia a que no estuvieras a mi lado, y que te pasaras los días pensando en otros hombres. Ya no me importaba demasiado reconocer que no fui gran cosa en tu vida, sino, tan sólo, un amigo, en el mejor de los casos. No me importaba saber que alguien más disfrutaba de tu cuerpo en interminables noches, o que quizás te casarías un buen día de estos.

Para mi espíritu era suficiente aceptar que te seguía queriendo, por lejos que estuvieras, y por poco que me estimaras. Qué importaba que fueras inalcanzable, y qué demonio importaba si nunca te representé ni siquiera el más vulgar amante. Qué importaba si te parecí un personaje flaco, de poca estatura, de aspecto simpático, más bien poco varonil, con una inteligencia que valía poco a tus ojos. Qué importaba si te habías acostado con tres mil hombres, y qué importaba si habías jugado conmigo alguna vez, para subirte el ego. Qué importaba que hicieras cada vez cosas más estúpidas e ilógicas, aunque acabaras cada vez más deprimida.

Yo sólo sabía que te seguía queriendo. No sé si al aferrarme a ello fue lo mejor, pero, por ahora, puedo decir que eso es todo lo que me importa: que por promiscua, conservadora, mentirosa, insensata, inestable, loca, estúpida, inteligente, culta o inculta, cariñosa o fría, yo te quería, y que este cariño era valioso no porque tú me correspondieras, sino porque valía por sí mismo, aunque no fuera otra cosa que un idilio unidireccional, y no me importaba demasiado qué pasara a mi alrededor, pues ese idilio, aunque tonto quizás, era mucho más real que cualquiera de tus amoríos de cuatro semanas, y porque para mí era, como lo fueron en otras ocasiones mis otras relaciones, verdadero amor, por pocos besos y noches que compartieramos en aquel pasado que se negaba a morir en mis brazos.

No hay comentarios.: