jueves, febrero 05, 2009

Cuando las horas se alargan (IV)

Recuerdo.

Solo en otra ciudad, caminando entre desconocidos, comiendo con desconocidos, y riendo con desconocidos gastaba algunos días alejado de mi ciudad. Dos o tres días, apenas. Y me iba con el alma aconjogada, preocupada.

Había vislumbrado que me habían mentido. Y así, entre la resignación de la mentira, y el querer pensar que todo era un error, mi mente erraba en ese viaje, en la mañana cálida, entre el ruido de los coches del mediodía, en la tarde que caía llenando todo de oscuridad.

Y pensé que todo podía ser resuelto. Por supuesto, todo se aclararía. Pensaba que todo tenía solución. Y de esta forma gasté un día perdido en una ciudad en la que estaba solo, entre en el ruido de las gallinas, de las aves tropicales. Y al llegar la noche, salí a caminar, pensando siempre en aquello que me desesperaba y me llenaba de alegría a un mismo tiempo. Salí, y caminé, aferrándome a ese ideal, entre emociones antagónicas.

Y feliz regresé, tonto, a mi ciudad, en donde no sólo me esperaban mis amigos, sino, también, ese ideal, aunque realmente estuviera a kilómetros de distancia. Y me moría por huir a él, por perderme en ese ideal, por escucharle, por verle, por abandonarme en aquello que tanto adoraba. Porque ya no iba a estar solo, como un día antes, en la oscuridad de mi alma.

Y al llegar la fuente de mis alegrías, tristezas e ilusiones, estalló lo que tanto temía: desídia. La amargura impregnaba su canto, la indiferencia pintaba su alma. Fue poca la amabilidad que sobre mí virtió, cuando antes lo hacía siempre, sin faltar. Parecía tener prisa, prisa, prisa. ¿Prisa por hacer qué cosa?

La confesión terrible, lamentable, demente, exasperante resonó de manera horrible en mi alma, dejándole muerta, de pie, con el cuchillo clavado en el corazón, impactada, anonadada. Esa soledad que pasé un día antes había sido todo lo que yo no quería, qye ahora se convertía en mi futuro: soledad, preguntas, miedo, oscuridad.

Hasta el día de hoy sigo sin comprender, sin entender. Quizás nunca lo haga. Pero el recuerdo sigue allí, allí, clavado en mí, sin que pueda moverle.

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