viernes, febrero 06, 2009

Cuando las horas se alargan (V)

Vergüenza.

Hoy me averguenzo de dos cosas que en otros tiempos me podrían haber parecido de lo más bajo e insignificante. Pero la vida da vueltas, y es por ello que ahora hacen que mi sea mi alma, más que mi persona, la que esconda el rostro apenado cuando recuerdo esas dos tristes realidades que azotan mi ser.

La primera es del pesar que, a pesar de todo, reprimí como un ser insensible, o acaso como un ser que no necesito de las emociones, ni se deja corroer por ellas. Un ser frío, al que no le importaba que la vida no le fuera, en un leve instante, benéfica. Escondía -como bien dice el dicho- yo mi dolor, y solamente a algunos amigos se los compartí. Y mientras tanto, me aparecía ante el mundo con una máscara de alegría, hipócritamente, sintiendo que si me mostraba tal como me sentía, me ganaría el desdén de las otras personas. Y no es que sean insensibles o tengan prejuicios contra el pesar, sino que, cobardes como somos todos, huyen como yo quizás también huiría del dolor, con pánico, con miedo, sin querer contagiarse por él.

Y la segunda cosa de la que me averguenzo, es de haber perdido totalmente el control sobre mí, sobre mi persona, sobre mis deseos, sobre mis necesidades y sueños. Me vi dominado por un ansia irrefrenable de un ideal que ahora juzgo bajo, vil y vano, deseando por encima de todas las cosas dominarlo, tenerlo para mí. Rompí mi control, y mi persona se vio envuelta en una pasión maligna que desbocó todo lo malo que hay en mí. No pudo venir la razón en mi ayuda, ni mi lógica pudo detener este terrible avanzar de la locura.

Y por un instante siento más remordimiento sobre esa pasión que me dominó de manera tan absurda y estúpida, por que mi ideal, al igual que yo, estaba inundado, a su vez, de una carencia de control tan inmensa, y en realidad, mucho más inmensa que la mía, que debí de haberme visto a través de su situación, como una persona que había dejado de actuar razonablemente en lo absoluto, creyendo en realidades inexistentes, como sediento de meros sueños irrealizables, poniendo mi vida al borde de la locura por una estupidez que seguí como una religión.

Hoy, que veo que el dolor ha pasado, y que no necesito máscaras con los cobardes que tienen miedo del dolor; y ahora, en que veo que mi persona ha sido arrasada, en más de una manera, por esa obsesión tan vana, solamente puedo ver que cosas buenas deben de salir de ello. Por momentos pienso, no sé sin con razón o no, que haber pasado por esa experiencia me ha hecho poder ver algunas cosas de manera más clara, por ruines, vacuas, o insignificantes que sean, lejos de la gloria que, no sé en qué momento, les impregne en mis sueños.

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