lunes, febrero 16, 2009

Con lágrimas en los ojos se despertó a la mitad de la madrugada

Sentado al borde de la cama, a las tres o cuatro de la madrugada se despertó de pronto, sobre saltado. No sabía qué había soñado, pero debió haber sido muy triste, pues sus ojos estaban húmedos, llenos de llanto. Y gimió levemente sin saber todavía porqué, aún no del todo recuperado del sueño.

Gimió después, de manera más suave cada vez, otras tres ocasiones. Se limpió los ojos, y se quedó allí, anclado a la cama, como una estatua, quieto, apenas respirando. Y se dio cuenta de que la pesadumbre dominaba su pecho. ¿Qué cosa era la que había, pues, soñado? ¿Qué terrible, triste o deprimente pesadilla había arrasado su ánimo mientras descansaba en la oscuridad de la noche?

Se limpió los ojos cuando notó que una lágrima escapaba, sin su permiso, del ojo derecho, deteniéndola mientras recorría suavamente su mejilla todavía cálida por las cobijas. Quiso levantarse y no pudo. Quiso echarse a la cama, y no pudo. Sólo pudo, en cambio, cerrar los ojos del cuerpo, y abrir los del alma, cuando el sueño le revelaba que un ciclo de su vida había llegado por fin a su término. Él sabía que debiera ser más bien motivo de alegría, de tranquilidad, cuando un luto llega a su fin, cuando la tormenta ha cedido a la luz del sol, cuando las nubes se apartaron para dejarle acariciciar la ciudad.

Él había comenzado a soñar a Marcela después de dos semanas de separarse de ella, cuando, precisamente, comenzaba a pensar que era raro que no sintiera pena por su partida. Y noche a noche, sin quererlo, sin desearlo, y después odiándolo, destestándolo, siendo regresiones diarias de su dolor, tuvo que vivir con ello. Y siempre viendo a Marcela en distintos papeles, en distintos lugares, en distintas situaciones.

La primera semana la soñó regresando a él, hundiéndose en su pecho, sollozando de felicidad por regresar a casa, renunciado a todo por él. Y en esa semana, al despertar, pobre de él, que veía con terrible amargura que ella no estaba a su lado, que estaba tan cerca pero tan lejos, pero jamás a su lado, nunca regresando a él.

La segunda semana soñaba que ella estaba con otro hombre, que se iba con él caminando debajo de la luna, con la calle iluminada por los faroles en un principio de primavera. O a veces la vía caminando, sonriendo del brazo de otro hombre, cuya rostro no veía, mientras la lluvia les mojaba a ambos, que simplemente, se sonreían el uno al otro. Y otras veces las soñaba en un café, o encontrándoselos en el cine, o en la calle en un domingo cualquiera. El despertar le traía una amargura, porque la realidad no distaba demasiado de sus sueños, de sus pesadillas. Despertaba dolido, herido, envidioso, a veces fuera de sí.

La tercera semana la pasó entre gritos apagados a mitad de la noche, al verla desnuda, siendo poseída por él, o a veces simplemente besándose delicadamente en un jardín de mediodía. Otras veces simplemente soñaba que era un árbol que, desde afuera de una casa, a través de una enorme ventana, veía cómo se acurrucaban juntos en el sofá, mientras él la besaba en la mejilla, en la frente, y en los labios. Y enojado se paseaba por la ciudad durante las horas diurnas, con el semblante serio, apagado, con el ceño fruncido.

La cuarta semana soñó con ella, así, sin compañía, caminando en la calle pensativa, a veces viendo su propio reflejo en los cristales del metro, y otras tantas leyendo, sentada en su cama, con la pijama puesta. Ella no parecía demasiado feliz, pero tampoco triste. Simplemente estaba tranquila.

Y las demás semanas, ¡ah! ¿Alguien las recordaba, por ventura? Eran retazos, sueños incompletos mezclados con delirios, con pesadillas, con mentiras, por todo lo que él se había, sin querer, reprimido ante el abandono de ella. Todo lo que pensaba, pero que se callaba, que evitaba pensar, sus miedos, sus dudas, sus preguntas, y todo se veía allí revuelto, en colores por momentos oscuros, por momentos claros, a veces de noche, a veces de día. A veces la veía sonriendo, a veces enojada con él, y otras tantas, tantas, simplemente viéndole indiferentemente al pasar por enfrente de él, en un parque, sola o acompañada.

Y, terrible cosa, hubo instantes en los que él pensaba que los sueños eran las marcas del destino, del futuro, de lo que pasaría. A veces le parecía que eran las posibilidades que se abrían en el tiempo, en la vida, en el mundo. Y a través de esos traicioneros sueños, como si fueran un reparto de canciones, a veces renacía en él la esperanza; a veces, en cambio, se veía ahogado por la negatividad; a veces, por la resignación, que le llenaba de un vacío insoportable. Otras tantas vino a tocar a su puerta el orgullo, y otras tantas el dolor, o la desesperanza.

Y, finalmente, llegó el hartazgo, al notar que había soñado con ella, sin quererlo, sin desearlo, detestándolo desde lo más profundo de su ser, el doble de noches de las que la había tenido con él, y que, también, según decían las malas lenguas, en todo este tiempo, el doble del que estuvo con él, había ya pasado con aquel otro nuevo amor. Y se sentía frustrado, recordando un pasado muerto, extinto, reviviendo fotos rotas, recuerdos amargos, esperanzas ahogadas, muertas, apagadas.

Y esa noche, que era más bien madrugada, se convertía en un leve instante en amanecer, y se dio cuenta, todavía con los ojos humedecidos, con el pelo alborotado, con la espalda encorvada, con un sentimiento de tristeza, que era la primera noche en mucho, mucho tiempo, en que no soñaba a Marcela. Había soñado, sí, pero había soñado con sí mismo, como no pasaba hace tantos años. Y en esa breve noche tuvo dos sueños, pero en ambos estaba él, allí, como era, sin ser tristes, ni alegres, sino así, como la vida es, ni completamente triste, ni completamente feliz.

A pesar de todo, había llorado mientras dormía. Y se sentía triste, melancólico. ¿Porque, entonces, se plantaban de esa forma estos sentimientos en su espíritu? Quizás por que Marcela, o mejor dicho, el fantasma de ella -que no era cosa que una mezcla de ilusiones, de desilusiones, de sueños, de desencantos, de frustraciones, de recuerdos buenos y no tan buenos-, había finalmente dejado su pecho. Y lloraba al despedirse, finalmente, no de ella, sino de ese fantasma.

A todo esto, ¿qué haría en ese momento Marcela? Quizás estaría durmiendo tranquilamente, abrazada por su esposo o novio. Quizás estuviera ya despierta, preparándose para llegar temprano al trabajo. O tal vez ya se hallaba despierta, o ya se hallaba a punto de dormirse, en un horario distinto, en alguna ciudad lejana. Quizás durmiendo sola. QUizás triste, o quizás alegre. Y él pudo, finalmente, sonreír, porque esas lágrimas que se le escaparon al alma mientras dormía, eran las últimas para ella, las que habían marcado su despedida para siempre de él. ¿Marcela entonces? Que Marcela esté bien, y eso era suficiente como un mero deseo lanzado al mar o al cielo, desapareciendo en el olvido apenas haber sido pronunciado.

Pero, que te vaya bien, Marcela.

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