martes, marzo 15, 2011

Alguien sigue mis casos cuando salgo por café (I)

Siempre que paso caminando por enfrente de Flora me invade involuntariamente su imagen, no como la vi la primera vez que la vi, ni como la veo semana a semana, sino como la soñé la única vez que la soñé: precisamente alli, en un pasillo de Flora, en medio de la gris, tan simple concurrencia, perdida en sí misma y en sus pensamientos y en lo profundo de su soledad, caminando lentamente, y deteniéndose por leves instantes para mirar la ropa en los escaparates, llevando un abrigo de invierno,  oscuro, que la tapa casi por completo. No lleva maquillaje, y eso resalta tus ojeras, el cansancio en su rostro pálido. Le observo a media distancia, con su mirada perdiéndose entre los anuncios del cine, de la comida, en las personas: en la nada. Su pelo está atado en una cola de caballo, sin arreglar, y sus labios están secos, con una mueca de amargura y tristeza en ellos. Camina lentamente, y yo la observo, siempre quieto, siempre en mi lugar, hasta que ella llega a mí. Entonces levanta la vista, y de pronto, casi de la nada, su mirada se llena de fuego, de cólera, terriblemente abrasadora, y con tonos de ira, de odio, allá desde lo profundo de su alma, parece querer someterme, castigarme, hacerme arder. Su rostro se tiñe de reproche, de afrenta. Sus ojos se clavan en los míos, queriendo asesinarlos, pero ella permanece callada, sin moverse, en silencio.

Es peculiar. Muy peculiar. Porque la soñé la noche del día en el que la vi por primera vez, en pleno verano, en Praga. La vi mientras yo caminaba distraído -como siempre lo hago-, cuando conocía apenas a nadie en mi regreso a esta vieja ciudad. Iba vestida con un vestido blanco, ligeramente largo, con inmensa sensualidad en sus movimientos, llenos de gracia, segura de sí misma, carismática, alegre, seductora. Su cabello rubio era la corona a su belleza exquisita. Qué mujer. Me acerqué nerviosamente hacia ella, rebosante de curiosidad y de atracción, mientras veía que de la tienda más próxima salía un tipo enorme, casi de dos metros, serio, con grandes entradas, ya quedandose calvo, con ojos pequenos, una nariz prominente, y con una barba de tres días. Él, que vestido con unos jeans rotos y una playera roja ligeramente sucia, parecía al lado de ella, literalmente, “La bella y la bestia”. Ella parecía hecha de oro y plata y marfil, y él un hombre lleno de instintos, de fuerza, de rudeza. Y la vi voltearse, y me di cuenta de que era hermosísima, con una sonrisa de alegría burlona, con la felicidad iluminando sus facciones perfectas, sus ojos profundos. La perfección encarnada, la perfección hecha mujer.

Y la noche de ese día la soñé tan distinta. Recordarla como aparecía en mi sueño, era como ver al sol extinguido, vencido, cuando las llamas se han apagado por siempre y para siempre. ¿Era ella una proyección de algunos de mis recuerdos, de mis sueños, o ilusiones? Quizás. Porque yo viví aquí en Praga por dos años hace ya algún tiempo, cuando estudié un Master en negocios internacionales. Porque quizás aquí ya había visto antes a muchas rubias, o porque quizás me recordaba a alguna dama perdida en alguna obra de algún escritor checo. Porque quizás esa perfección encarnada era un arquetipo, un símbolo, algo que yo mismo no me puedo explicar.

Me olvido de ella al pensar en Lenka. Continúo caminando hacia la plaza de Jiriho z Podebrad, en donde me quedé de ver con ella. Domingo por la tarde de verano: uno de los pocos días en los que ella tiene algo de tiempo libre, además de las clases de salsa y bachata a las que vamos -qué ironía que como otros latinos que toman clases aqui en Europa, nunca haya bailado en México-. Me llamó al terminar la comida del encuentro familiar, después de que ha despedido a sus padres en la estación de trenes, que se regresan a Eslovaquia -ese país vecino, hermanos de los checos-. Su piso está cerca de aquí, y por eso aquí cerca nos encontraremos.

Es curioso: también soñé con Lenka la noche del día que la vi por primera vez. La soñé igualmente de manera distinta: en medio de un sol de verano, en la playa abierta, llevando el cabello corto, no largo como lo tiene realmente. Me besaba mientras estábamos ambos tirados en la arena, en traje de baño. Me veía con cara divertida, mientras me besaba a la fuerza una y otra vez, como si fuéramos niños, con sus brazos asfixiándome, alrededor del cuello. Y ella se reía, mucho, en exceso, feliz, plena. Aquel día la vi por primera vez, por la mañana, mientras yo me detunía a tomar un café en un bistro cerca del Instituto Cervantes, a una calle de la famosa plaza de Karlovo Namesti -café capuccino con mal sabor, y una dona de chocolate aún peor-. Sentado hojeando “Las travesuras de la niña mala” de Vargas Llosa la vi pasar, hablando por teléfono nerviosamente. Yo no entendía una sola palabra de lo que decía, pero era claro que estaba preocupada. En un instante se detuvo, dubitativa, y entró, con su delgada figura, elegante, llena de porte, con unas gafas clavadas en el cabello castaño oscuro, con leves risos. Y si he de ser franco, diré que no pude quitar mis ojos de ella. No sabía porqué. Sí, era atractiva, muy atractiva -más atractiva que bella, debo decir-, pero no era eso lo que me llamaba la atención de ella. Era un no-sé-qué. Pero ella no me vio, siempre ocupada en su teléfono. Se sentó en alguna mesa lejana, mandando algún mensaje. Pidió un café o un te, y pude observar que llevaba “El libro negro”, de Orhan Pamuk. La observé disimuladamente los quince minutos que estuvo allí, lleno de curiosidad, hasta que ella recibió una llamada, pagó la cuenta de manera apresurada y salió de allí, sin verme, sin mirarme en absoluto.

Llego a la parada del tram número 11, consultando la hora en mi reloj. Las cuatro más quince minutos. Yo vengo tarde, pero te conozco y sé que vienes aún más tarde, Lenka. Me siento en una banca, con un libro en la mano izquierda. Apenas lo he hojeado, cuando siento su mano en mi hombro. Me volteo, y me encuentro con su sonrisa enorme, burlona, cínica. Los leves rizos de su cabello castaño caen en su rostro, que ha sido suavemente tostado por el sol de alguna playa a la que no me ha invitado. Viene, como siempre anda vestida, de manera casual pero elegante, con una blusa azul marino, sin mangas, con sus inseparables gafas negras en la mano. Me estampa dos besos fuertes en la mejilla – mi querida Lenka, son demasiado fuertes para ser un mero saludo. Y me abraza con sus delicados brazos, pegándome su frágil figura: y siento su abdomen, sus piernas, sus pequeñas tetas, casi inexistentes.

Me siento como un niño tonto delante de ella, impresionado por su presencia. Porque ella tiene un no-sé-qué. Hoy la siento distinta. Siempre es demasiado burlona, demasiada llena de humor negro, pero hoy la siento un poco más suave, más afectiva. Caminamos lado a lado, mientras ella me pregunta cualquier tontería, sonriéndome. No puedo quitarme de la mente su imagen, en la playa, besándome sin cesar, jugueteando. “¿En qué piensas?”, me pregunta alzando las cejas, mientras comienza a tocarme el cabello, al caminar. ¿Y si le dijera que pienso precisamente en ella? Quizás diría que soy un demente...

Llegamos a un café-cervecería cualquiera, cerca del parque, que tiene algunas sillas fuera. Inmediatamente llega el camarero: un chico checo, seco, frío, que se dirige a ambos hablando en ese idioma que nunca aprendí. Ella le dice algunas cosas, siempre despreocupada, con las manos en las bolsas de su saco. Él se va, sin verme, sin hablarme, como si yo fuera un fantasma. “He ordenado dos cervezas oscuras. No puedes decirme que no quieres beber cerveza. Si querías otra cosa, pues es tu día de mala suerte”. Sonríe cínicamente, y veo sus pequeños dientes blancos. Me siento como un tonto con esta forma de interactuar, pero me gusta, extrañamente. Me gustas, me encantas, Lenka. Tienes algo en la mirada, en tu forma de hablar, en la forma tan tranquila que tienes de afrontar la vida, sin complicaciones. Me encantan tus piernitas delgadas, casi sin carne, y tus brazitos de pollo. Adoro tu nariz imperfecta, y tu frente enorme, y los leves rastros, como surcos que se pierden en el mar, del acné que tenías cuando eras adolescente. Adoro esos ojos cafés profundos, llenos de alegría. Adoro tu cabello ligero que mece el viento, que lo arrastra a tu rostro.

Me mira a los ojos, con detenimiento, queriendo llegar a lo hondo de mis pensamientos, entretenida, en silencio, esforzándose. Abro los ojos en señal involuntaria de sorpresa, y ella comienza a reírse de mí. “Eres tan transparente, Robertito”. Robertito. Es la primera vez que me llama en diminutivo. Es la primera vez que siento que ese muro infranqueable que no podía traspasar se viene abajo, o, más que eso, desaparece por un instante. La siempre amable y burlona pero impersonal Lenka llamándome Robertito, en el primer café-cerveza-o-qué-sé-yo que me permite, tras haberse negado tantas y tantas veces bajo tantos y tantos pretextos.

“Pensaba, para ser honesto, en un sueño que tuve contigo el día que te conocí”. Ella parece divertida, aunque a punto de decirme algo, pero sin decirlo, recogiéndose el cabello tras la oreja. Su dedo frágil se queda en el aire, apuntándome. Finalmente reacciona, diciendo: “¿Conmigo? ¿de verdad? ¿y qué clase de sueño? Supongo que fue esa noche de las clases de salsa, ¿no?”. La observo, con mis labios apuntando al cielo, en befa amistosa. “No, nos conocimos antes, en realidad”. Ella me ve, tornándose seria. “No soy un stalker, Lenka, si eso es lo que piensas”. Sonrío. Ella me sigue observando en silencio, y en ese instante llega el mesero checo, de los ojos fríos, con las cervezas oscuras. Ella no le presta atención, y su rostro sigue impávido, atento a mi. Lenka, ¿es que has olvidado ese matiz de jugueteo impersonal detrás del que te escondes siempre?

Bebo un trago, levantando el vaso. Salud. Y a ella se le escapa un “Cabrón”, en español -mexicano-. Sonrío por una de las cuatro o cinco palabras que sabe en mi idioma. Ella me sigue mirando. Continúo en inglés, como siempre, porque ella no habla español. Y le cuento de esa vez que la vi afuera del Instituto Cervantes, tan misteriosa, tan atractiva. Ella sonríe levemente. Yo río, y le cuento de mi sueño. Ella deja de sonreír, sin dejar de observarme. Por un leve instante me parece observar un dejo de miedo en su mirada, pero al instante siguiente ella sigue seria, en silencio. Involuntariamente se para y se sienta, como un tic. Le da un trago a su cerveza. ¿Lenka querida, moví algo en un interior con mi sueño-proyección, y usas una máscara de seriedad permanente para ocultármelo?

Calla por algunos minutos, sumida siempre en su imperturbabilidad. De pronto me cuenta lo peculiar que le resulta mi sueño, porque le recuerda mucho a un novio que tuvo, en el pasado, al que adoraba, y con el que soñaba algo muy, muy parecido, aún mucho tiempo después de haberse separado de él -adiós, esperanzas mías-. ¿Qué casualidad, no, Robertito? Y me da un codazo juguetón, sonriéndome.

La observo. Aunque parece tranquila, me siento un tanto incómodo, no sé porqué. Ella saca un cigarrillo de su bolsa. No sabía que fumabas, Lenka. ¿Me regalas uno? Sí, también fumo de cuando en cuando; fumador social, como tú. Suena su teléfono. Un mensaje de texto nuevo. “Oh, perdona, es mi novio. Me tendré que ir pronto”.

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