jueves, marzo 31, 2011

Alguien sigue mis casos cuando salgo por café (III)

Siete de la noche menos veinte minutos. Hora de pedir la cuenta, o llegaré tarde. Cierro mi copia de “El libro de los amores ridículos”, de Kundera, ligeramente a regañadientes, cuando me hallaba en pleno flow. Levanto la vista hacia las concurrencia que desfila enfrente mío, en el primer piso de Palladium. Pongo atención, sobre todo, naturalmente, en las checas o eslovacas o rusas que pasan ataviadas para seducir, con ropa oscura y brillante, zapatillas enormes, kilos de maquillaje en las cejas y mejillas y labios, pero sobre todo, con esa divertida actitud de adórame-mucho.

A las siete empieza mi clase de salsa. Hola Lenka, hola Marketa -a quien saludo siempre, aunque los nunca de los nunca responda mi saludo, con ese rostro suyo, de soberbia belleza, y tan vacío en simpatía cuando sus ojos se posan en mí-. Y luego escuchar al profesor de salsa hablar entre checo e inglés, con acento latino, mientras explica los pasos que no estoy seguro de acabar de aprender jamás, pero que alegremente vengo a practicar todos los sábados, para alejarme de mi suave rutina, y sobre todo, para esperar que un simple día, mi hada madrina rubia se digne hablar conmigo, o al menos, obsequiarme una sonrisa forzada. Y para invitar a salir a tomar un café o cerveza o copa a mi dulce, siempre alegre, impersonal Lenka.

Bebo de golpe lo que quedaba de café en mi taza, listo. Me viene de pronto a la mente Guillermo y la conversación que tuve con él en la tarde, en la que me instaba de manera profunda a dejar Praga. “De verdad, Roberto, Praga es bellísima, pero no te viene bien, no va contigo”. Lo conozco bien, y sé que estaba más nervioso que de costumbre, como si estuviera más bien preocupado. Pero, ¿preocupado de qué, a decir verdad?

Guillermo siempre ha estado al pendiente de mí, sobre todo todo a partir de mi llegada al hospital, debido al incidente relacionado a mi cansancio crónico, y la posterior recomendación del médico, de tomarme un año sabático forzado. En todo momento dispuesto, no ha puesto reparos a mi tiempo de descanso, incluso si eso significara que él tuviera que contratar a alguien para reemplazarme en mis responsabilidades en el negocio que pusimos en nuestra amada Barcelona. Fue él quien llamó a casa de mis padres en Puebla, y quien gestionó todo lo necesario con el médico, con el seguro, y en el negocio. Así, con este hermano, más que amigo, al que me une una amistad ya añeja desde que estábamos en México, he tenido una conversación cotidiana, en la que me ha sugerido, como de costumbre, ir a otra parte de Europa a pasar los meses restantes de mi año sabático, porque, según él, Praga me puede venir mal. Las razones sobran, sin contar con que cada vez que hablamos tiene una más.

Praga, lugar en donde estudié mi master en negocios hace ya casi cinco años. Praga, de donde partí hace tres años a Barcelona, en pos de poner una pequeña compañía de importaciones mexicanas: “María Bonita”. Guillermo tuvo la idea un simple día, cuando ya llevaba dos años viviendo en la región de Cataluña. Praga, que siempre me pareció tan enigmática, entre los relatos y las vidas de Milan Kundera, de Franz Kafka, de Ivan Klima, y de su conocidísima Primavera. Praga, que en su momento representó para mí, en mi temprana juventud, la novedad europea, el placer, el hedonismo, la vida descarriada, la promiscuidad, y la fiesta como forma de vida.

La vida repartida entre tertulias intelectuales en algún piso cerca del río Vltava, con vino tinto o blanco, o quizás con Slivovice -la bebída típica de República Checa-, o en bares subterráneos, con bellezas eslavas rubias y morenas para todos los gustos, con los clientes todos ahogándose en cerveza traída la ciudad de Plzen. Vida de madrugada, en clubs after party en donde no hay una sola persona sobria, con cerveza barata y música de los años noventa, en la que todos cantamos y bailamos y nos abrazamos. Vida en bares céntricos, más bien turísticos, en donde no podían faltar los dealers africanos de mariguana, o en los lugares más posh, con algunos rusos ridículamente pálidos vendiendo cocaína, crack o heroína. Y en la madruga las calles llenas de checos y extranjeros borrachos, que parecen vagabundos desperdigados, sin rumbo, ruidosos y locos, en busca de más fiesta, en busca de más placer. Siempre el placer, de lunes a domingo.

Esa forma de vida me arrebató por completo, como una vorágine de placer al que no me podía negar. ¿Acaso puede hacerlo alguien?. Una forma de vida que, sin embargo, al cabo de año y medio comenzó a fastidiarme, a hartarme, cuando comencé a sentir un vacío, entre esa terrible impersonalidad con esos amigos que no eran mis amigos, sino meros compañeros de fiesta, de cacería. Impersonalidad entre borrachos que platican de cualquier cosa y de nada, entre chicas a las que se besa y se acaricia y se seduce para olvidar incluso su nombre la semana entrante. Impersonalidad que me asfixiaba lentamente, sin darme cuenta, hasta que sentí un día que comenzaba a convertirme en una caricatura de mí mismo, pensando de mañana en la noche y al comer en la fiesta, y en la resaca también en la próxima borrachera. Soledad en los clubes y bares, como - estoy seguro- muchos se sienten aún -quizás sin darse cuenta-. Soledad que lentamente destruye por dentro, soledad que mata lentamente, sin que uno se de cuenta. Soledad cuando se ha fallado en construir amistades verdaderas, demasiado preocupados en el placer del día siguiente. Y pensar, caray, que hay personas que han vivido de esa forma por años y años...

Pero, a pesar de todo, me sentía con muchas ganas de volver un día, de visita, un mes, o dos. Porque la ciudad, pese el constante miedo de los checos a los extranjeros -más que llevarlo en la sangre, lo llevan en su pasado y en sus antepasados-, y pese a esta forma de vida tan vacua que acecha, Praga me hacía un llamado. Quizás nostalgia, simple melancolía por aquellos años. Recuerdos perdidos, que esperaban que viniera a recogerlos algún día. Lejanas vivencias, con los pocos verdaderos amigos que hice en su momento -que, dicho sea de paso, han emigrado en su totalidad de esta nueva ciudad del pecado-.

Quizás por eso Guillermo estaba en contra de que yo viniera. Incluso cuando mencioné que vendría apenas una semana, me dijo que no le parecía buena idea en lo absoluto. “Ya conoces Praga, Roberto. Deberías ir a alguna ciudad que no conozcas en Polonia, o en Hungría, o qué se yo. Pero Praga, mala idea”. Y cuando supo, mientras estaba yo en Cracovia, que me disponía a pasar unos meses aquí, entró en una inexplicable y absurda alarma, enumerando todas las razones por las cuáles no debería venir. Malos recuerdos, malas experiencias, mujeres peligrosas, una vida nocturna desenfrenada que podría fastidiar mi recuperación. Demasiadas tentaciones en una sola ciudad. ¿Para qué volver al lugar de un pasado sinuoso?

Pero cuando le dije que era inevitable mi visita a esta terriblemente hermosa ciudad, me dijo que visitaría, porque nunca había venido a Praga, y sobre todo porque quería asegurarse de mi buen estado de ánimo. Precisamente vino conmigo a Palladium a comer un par de aquellos días. “Deberías llevarme a algún restaurante checo auténtico”, dijo, quejándose amigablemente. En una ocasión, mientras recordábamos de manera más bien burlona a algunos compañeros nuestros del colegio en Puebla, con imitaciones incluidas, se puso extraordinariamente nervioso, serio. Calló por algunos minutos, mientras yo trataba de preguntarle si había olvidado hacer algo en Barcelona. Nada, nada. Desafortunadamente, si era algo relacionado al negocio, no me lo diría, pensando que me podría preocupar demasiado y querer abandonar mi año sabático. Se intentó tranquilizar a sí mismo, y después cambió el rumbo de la conversación con una lluvia de preguntas sobre la ciudad, sobre la fiesta, y sobre las personas que había conocido en este viaje. "Caray, Roberto, es que de verdad, Praga tiene demasiadas tentaciones. Me resulta peligrosa para tu salud".

Qué curioso: eso me hace recordar que el día en que tomé mi vuelo a México, para iniciar mi año de descanso, se puso igual de raro, hace ya casi un año, en otoño. Sara, su esposa, había ido a visitar a sus padres a Sevilla, así que Guillermo y yo fuimos por unas tapas de jamón serrano al mediodía a mi lugar favorito de toda la ciudad. Hacía un tiempo maravilloso, con una brisa suave y tibia, con la luz del sol a medio tono, calentando lo justo: no más, no menos. Él pasó por mí a mi piso, cerca del barrio de Saints, y nos dirigimos en metro hacia ese restaurante de carácter claramente catalán, en esa deliciosa tranquilidad de un sábado a mediodía.

Tomamos una mesa al aire libre, y pedimos dos claras -cerveza con jugo de limón- para esperar tranquilamente por nuestras tapas y por el calamar que pidió Guillermo. Platicábamos de cosas ligeras, dejando de lado todas las preocupaciones de las semanas pasadas: él enumerando todo lo que yo comería y bebería en México, y yo mencionando lo bien que él se la debería pasar con la familia sevillana de Sara en navidad.

Tan alegres en esa deliciosa tranquilidad, Guillermo me preguntó cuáles eran mis planes en este año. ¿Quedarme en Puebla durante todo el año, a cultivar las viejas amistades? ¿Quizás hacer algún pequeño viaje por algún país de América Latina? ¿Quizás, porqué no, a Estados Unidos o Canadá? ¿Aprender algo interesante en México? Guardé silencio, viendo hacia la calle, y sonriendo, le dije que lo ignoraba, pero que me gustaría salir de viaje en verano. Quizás algunos meses rodar por Europa Central y del Éste. Él frunció el ceño, un poco sorprendido. Calló por unos instantes, echándose hacia atrás en su silla. “No me mal interpretes Roberto, pero creo que has vivido demasiado aquí. Y en este año, deberías viajar por otros lugares”. Sonreí, y repliqué que lo haría, que viajaría a alguna parte de América Latina en primavera, pero que volvería a darme una vuelta por Europa en mis últimos meses de descanso, cuando ya estuviera mejor. “No sé, me parece mala idea” dijo pensativo.

“Creo que pasaré por Praga, si es que llego a hacer este viaje”. Y Guillermo, lo recuerdo muy bien, se puso completamente serio, con los ojos abiertos, observándome, callado. Me dijo que honestamente le parecía una estupidez. “Perdona, pero no le veo el menor de los casos. Todo lo contrario: creo que te vendría bastante mal. Quizás ahora mismo no lo recuerdes, y en tu memoria sólo estén los recuerdos de los días felices y de fiesta allá. Pero se te olvidan muchas noches de soledad inconsciente que tuviste, y te olvidas de las muy malas vivencias que tuviste, sin mencionar que, perdona que te lo diga de nuevo, siempre te quejabas de la sociedad checa. No, no, Roberto, simplemente no puedes ir. No debes ir”.

Comencé a reír, mencionando que sólo sería de paso, unos días. Roberto me dijo que no habláramos más al respecto, y que no debíamos anticiparnos tanto. Que lo más importante ahora mismo era mi descanso, el alejarme del estrés. Luego trató de alegrarse un poco, y continuamos hablando de muchas cosas sencillas pero divertidas. Porque la vida hay que disfrutarlas a través de las pequeños detalles.

Al salir de aquel lugar pasamos por enfrente de un café que estaba prácticamente al lado. Y, cómo olvidarlo: una de las mujeres más atractivas que he visto en mi vida. Cuando mi mirada se topó con su figura, en ese preciso instante, ella se quitó las gafas de sol. Unos ojos grandes, expresivos y oscuros me asaltaron por completo. Y sus labios, sus mejillas, su cabello. Más que eso, su actitud me atraía, de manera inconsciente, según puedo entenderlo ahora. Esa postura de saberse atractiva, deseada, sin caer en esas actitudes altaneras y prosaicas de muchas mujeres. Y no sé, no podría decirlo, con apenas unos segundos en los que pude verla. Fue cuando entendí que algunas mujeres tienen algo más, ese no-sé-qué. Y me dije que la próxima vez que encontrara una así, como ella, no la dejaría ir, y la haría mía, sólo mía.

Hablando de mujeres que tienen ese encanto personal que no puede ser fácilmente explicado con palabras, es hora de que me vaya a las clases de salsa. Quizás hoy sea mi dia de suerte, y Marketa me devuelva una sonrisa, y Lenka me acepte de nuevo una invitación a tomar algo fuera de la clase.

Soy un mal bailarín, pero siempre puedo jactarme de ser latino, ¿correcto?

No hay comentarios.: