lunes, marzo 28, 2011

Alguien sigue mis casos cuando salgo por café (II)

Te sorprenderías mucho si supieras que día a día salgo disparada de mi oficina en Chodov, para tomar el metro en la línea roja hasta Florenc -once minutos-, y después un tram de allí a la plaza de Namesti Republiky -cuatro minutos más-, sólo para poder verte la espalda unos minutos cuando sales a comer en algún restaurante medianamente posh, en el tercer piso de Palladium. Me habrías dicho que “qué cosa más absurda”, y que si me gustas tanto, debería plantarte la cara y mirándote a los ojos sin titubear, con tono burlón, decirte “Quiero estar contigo hoy, y mañana, y pasado”.

Hoy, como otros tantos días -tres ocasiones durante la semana laborable, por lo general-, me quedo a las afueras de la entrada de Palladium por la que sueles llegar a comer a las dos de la tarde, ligeramente fuera del tiempo típico de la comida de la gente checa. Esta vez me siento en una banca que está un poco lejos, para que no me veas, nerviosa. Simulo leer alguna revista, o reviso mis mensajes en el celular, o me busco un cigarro, impaciente siempre, esperando a un novio o una amiga que no acaban de llegar. Llevo esperando, ¿cuánto tiempo, querido? ¿Diez minutos, quince minutos? No: media hora y ocho minutos, en realidad. Y no llegas, no llegas, no llegas. Ansiedad, no me lastimes más. Y simplemente no llegas. Como ayer. Como ante pasado. Como toda la semana pasada. Has cambiado de lugar de comida, ¿no es así, amor mío? Suspiro, sin ti.

Con pesadumbre, me levanto, doy un par de vueltas, haciendo tiempo, esperanzada en verte llegar al cabo, pero nada, nada, y no llegas, no llegas. Hora de volver a Chodov. Esta vez me iré en taxi, que mi ánimo no anda muy bien, porque, querido mío, no te he visto en toda la semana. ¿Tendré acaso que buscarte en alguna tertulia intelectual en algún piso cerca de la plaza de Palackeho Namesti, en algún café cerca de la avenida de San Wenceslao, o en algún restaurante mexicano? ¿Tendré, por ventura, que ir a tomar un mojito a “Las Adelitas”, una cuba libre a “Fósil”, o una margarita a “Azúcar”, en pos de tus pasos, Roberto, amor mío?

Era siempre un placer seguirte, y notar que sigues caminando igual, levemente apresurado, con los pies tan juntos, la espalda siempre erecta, con tu mirada en todas partes y en ninguna parte. Verte a lo lejos llegar era mi mayor placer del día: siempre con un libro en la mano, vestido casual pero elegante, tan sensual en esa seriedad que me mata, con la que me derretiste al conocernos, con la que nunca he dejado de soñarte.

Solía esperar unos segundos después de que hubieras entrado, y me echaba a andar en tu dirección, dentro de Palladium, sabiendo que tu destino era siempre alguno de los restaurantes del último piso. Entraba, aparentemente distraída, viendo algún escaparate, o preguntando por cualquier tontería en una tienda escogida al azar. Vestida y arreglada de manera distinta cada vez, intentando que no se me reconociera como una asidua visitante, llegaba al tercer piso, echando un ojo en cada lugar. ¿Qué probarás hoy, Roberto, cariño? Si vas al restaurante de comida del mar, sé qué comerás salmón, y sé que si vas al restaurante tailandés, pedirás de manera bastante probable tallarines con verduras, sin carne; si vas al restaurante chino, sé que pedirás pollo en alguna presentación, con doble ración de arroz; y si vas al restaurante italiano, pedirás lasaña, harto de la pizza -ah, recuerdo cuando te empachaste y prometiste no volver a comer una pieza más-. Y nunca, jamás, irás a McDonalds, por supuesto. Siempre lo detestaste.

Paso usualmente por enfrente de tu mesa, y te veo de reojo, abstraído por completo en tu libro. Siempre con un libro. Voy más allá, simulo ver algo, comprar algo, y regreso, para verte una última vez por ese día, cuando quizás ya has recibido tu comida. Y aunque comas, yo te conozco bien, y sé que sigues leyendo, con una mano puesta en el tenedor, y otra en el libro. Adoro eso: que en todo momento, siempre, estés leyendo algo. Si hay algo que adoro en ti, incluso más que tu misteriosa seriedad, es tu inteligencia. Lo es todo para mí.

Una vez, recuerdo, me quedé a comer allí, contigo, en un restaurante de comida checa. Tú llegaste primero, escogiste una mesa del frente, y yo avancé más allá, casi al fondo, para poder verte desde atrás. Comías sin prisa, leyendo. Hubiera querido acercarme a ti, y preguntarte si podía compartir la mesa contigo, y que me sonrieras, y que me dijeras que por supuesto, y escuchar tu voz, y verme en tus ojos, y quizás tocarte las manos, suavemente, por accidente. Hubiera. Absorta te veía, placer de los placeres, comiendo distraído. Tú eras mi libro. Tú eres mi libro. Luego, al terminar, pediste la cuenta, pedí yo la mía, y salí al mismo tiempo que tú. De pronto, detuviste tus pasos por un segundo, volteándote. Me viste, por supuesto, pero como giré al mismo tiempo, no tuviste tiempo de verme bien. Miedo de que me pusieras atención, miedo de toparnos tan cerca.

Pero cuando realmente me llené de miedo fue cuando Guillermo vino de visita a Praga: fue un simple día, mientras te esperaba, y te vi llegar con él. Yo estaba demasiado cerca de la entrada de Palladium, y no pude evitar hallarme demasiado expuesta al verte llegar con él. Iban ambos distraídos, riendo, seguramente molestándose, o burlándose de algún tonto cualquiera. Les volví la espalda, caminando en dirección opuesta, casi huyendo, seguramente pálida, sin atreverme a seguirte como otras veces. Y Guillermo, ¡ah! Por un segundo, por un leve instante, me pareció que clavaba sus ojos en mí, quizás, quizás, reconociéndome, a pesar de todo.

¿Y si Guillermo me hubiera reconocido, qué te habría dicho, cariño mío? ¿Habría dicho algo? ¿Habría intentado alejarte de mí, en ese momento, bajo cualquier pretexto? ¿Te habría instado, por ventura mía, a irte de Praga, o a dejar de comer a diario en Palladium?

Sólo sé que la semana siguiente seguiste yendo a comer allí, como de costumbre, para mi tranquilidad, para mi placer. Porque no puedo dejar de verte, de seguirte, de saber que estás aquí, en Praga, y porque los destinos se unen de nuevo, porque la fatalidad, como la suerte, no dejan de seguirnos, de, caprichosamente, ponernos en el mismo lugar.

No hay comentarios.: