domingo, noviembre 02, 2008

Blanco y negro (segunda parte)

Fernando estaba otro buen día ojeando en el mismo café una revista de intelectuales para intelectuales. A él le parecía que la publicación quería tener un tono radical, testarudo, retador. Se imaginaba a los editores y escritores, como estudiantes de letras, filosofía, teatro, música, recién egresados, que viven a costa de sus padres o de becas del estado, con barbas bien crecidas, mugrosos, y que solían reunirse cada fin se semana en algún bar alternativo.

Dejó la revista del estante del que la tomó, y fue a sentarse. Estaba cansado de haber estado trabajando en jornadas de doce horas los últimos días. Estaba completamente agotado física y mentalmente. Así que en cuanto terminó lo que tenía que ser terminado, lo primero que pensó en hacer fue en irse directo al café, comer algo allí, y tomar dos o tres capuccinos, pensando en todo y en nada, lejos de la oficina.

Cuando bebía su tercer café, distraído como de costumbre, llegó la chica de pelo negro corto, hizo la mueca de siempre al mesero de siempre, para beber lo mismo de siempre, y como siempre, volvió una mirada hacia Fernando mientras que él, como siempre, le veía con curiosidad.

Fernando se mordió el labio. María, Marisa, Mariana, Marta, Magdalena, Melisa, Mónica. Carajo. Ninguna de ella, por el maldito infierno. ¿No estaba ya seguro de esa terrible verdad? Olvídalo amigo. Olvídalo. ¿En qué piensas? ¿En que las cosas serán diferentes esta vez? ¿No fue eso lo mismo que pensaste antes, y no fue lo mismo que obtuviste siempre? Olvídalo. No, no señor. Vela: es demasiado eria, no parece interesada en lo absoluto. Perdida en su lectura. ¿Qué lee? Ah, qué importa. Piensa en otra cosa. No, no me veas, desconocida. No. Ah, ya, solamente me viste dos segundos. Pero siempre me ves cuando te veocuando te veo al entrar, y me ves cuando te veo al irme. Me respondes viéndome cuando te veo al beber mi café. Pero nunca veo alguna clase de emoción en esa mirada, ni desaprobación, ni cortesía, ni amabilidad, ni duda. Nada. Sólo veo tus ojos negros indiferentes.

Puso su barbilla en su mano levantada, con el ceño fruncido. Pensó dos veces en llamar al mesero, aunque no para pedirle más café ni la cuenta. Sudaba y sus manos estaban empapadas. Pensaba, se decía que sí, y se decía que no. Se decía que era bueno intentarlo, y se decía que era una tontería. Ella le lanzó una mirada perdida, y como si hubiera visto algo, regresó a él, por medio segundo, y pareció dibujarse en su rostro una sonrisa burlona mientras los ojos se perdían en un libro.

Al final llamó al mesero de los ojos verdes y el pelo castaño, a quien el patrón le dio órdenes de ser siempre amable con los clientes, incluso con los más raros, y le pidió una pluma y papel. El mesero no sabía que pasaba por su mente, así que fue a la barra por papel y pluma, y con ellos regresó unos segundos después, depositandolos en la mesa.

Escribió algo rápidamente en el trozo de papel blanco. Después, dudando, pasando saliva, cobarde como estaba, dobló el papel, y cuando estaba a punto de pedirle, no sin cierto nerviosismo y pena, que por favor, le llevara esa nota a esa desconocida, la chica en cuestión se levantó de pronto para peduir la cuenta.

Fernando vio que ella se paró inmediatamente para ir al baño. Así que en cuanto vio que ella hacía lo que todo mundo debe hacer después de comer y beber, se dirigió al mesero de ojos verdes y pelo castaño, y con voz temblorosa, le dijo: “Un favor: ¿podrías entregarle esto a esa chica que está en el baño, y que acaba de pedir la cuenta?”. Él le miró estupefacto, pero recordando que el cliente tiene la razón, y que hay que satisfacer al cliente, aunque con mucha duda respecto a lo que estaría escrito en el papel doblado por la mitad, asintió mecánicamente.

“¿Cuánto es de lo mío?” preguntó entonces, rápidamente, nerviosamente. “No sé, necesito ver en la caja y...”. “¿Te puedo dejar un billete de cien y me darás el cambio en otra ocasión?”, dijo Fernando, interrumpiendo. “Supongo que me recordarás. Soy un cliente asiduo. Es preciso hacerlo así porque llevo mucha prisa”. “Desde luego, desde luego”, dijo el mesero, mientras recibía el billete de cien, y veía con cierta diversión cómo ese cliente que desde hace tiempo acá llegaba solo, parecía huir del café con gran presteza.

El mesero de ojos verdes, con su pelo castaño, curioso sobre lo que había en ese papel a medio doblar, escrito por ese desconocido, dejado para esa desconocida que al igual que él, llegaba y se iba sola, estando a punto de desdoblar ese papel, casi ignorando el billete de cien, vio que la chica salía del baño, y clavaba sobre él la mirada, por medio segundo, para después volverla a poner en él, como si hubiera visto algo que llamara su atención, después moviendo su mirada al papel doblado entre las manos del mesero -que le parecía ridículo por ser coqueto y no entender que ella no estaba interesada en inflar su ego-, y caminó hacia él, sin perderle de vista, y poniéndose frente a él, con los ojos a la altura de los ojos del chico, le preguntó, indiferentemente: “¿Es ese papel para mí?”. Y el mesero que ignoraba que esa chica no sentía demasiada simpatía por él, quizás sorprendido por la intempestiva e inesperada pregunta de ella, respondió: “Sí, lo dejó el hombre que se sienta allá siempre sólo”.

Ella volteó la mirada hacia la mesa, indiferente, como de costumbre, y después regresó su atención al chico, quitándole de las manos el papel doblado que él iba a desdoblar, diciendo: “Qué observador eres”. Indiferente, claro.

Allí, parada frente a él, sin dar señales de duda o molestia por el papel, vio como ella lo desdoblaba, lo leía en un par de segundos, lo volvía a doblar, y se lo guardaba en la bolsa derecha del pantalón, despreocupada.

“Bueno, ¿cuánto es de mi cuenta?”, preguntó ella entonces.

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