domingo, noviembre 02, 2008

Blanco y negro (primera parte)

Fernando miraba a la gente corriendo, debajo de la fuerte lluvia, empapada, desde el café rústico que estaba en una de las principales calles de la ciudad, al que solía ir frecuentemente a leer algún libro o a perderse en sus ensoñaciones, ideas, o proyecto sin realizar.

Martes por la tarde. Principios de semana, todavía no da la hora de salida de los trabajadores de las empresas, y el café está casi vacío. Tan sólo están una pareja de novios, que parecen ser dos estudiantes de los últimos semestres de licenciatura, así como dos chicas que parecen escribir rápidamente para acabar alguna tarea.

Fernando permanecía callado, no triste, ni feliz, sino pensando, como siempre lo hacía, en un millón de cosas, y a la vez, en nada: en el trabajo, en las chicas lindas, en las noticias que leyó en la mañana, en que quería cambiarse de departamento el próximo año, que quizás fuera bueno cambiar de trabajo. Pensaba siempre así, con la mirada, tranquila, casi sin emoción, que, perdida, se movía de un lado para otro, impaciente. Casi tenía el aspecto de alguien preocupado, pero no, porque Fernando tan sólo estaba perdido en sus ideas.

El mesero de ojos verdes y pelo castaño, muy popular entre las adolescentes y no tan adolescentes del café, que solía ser muy coqueto con las que le gustaban, y mencionando a una novia cuando le parecían más bien feas, y que conocía a Fernando de vista, debido a la frecuencia de la visitas de éste al café, se acercó a su mesa, para preguntar: “¿Te sirvo otro café?”.

Fernando asintió, con la voz teniendo un tono neutro, casi como si hubiera acabado de despertar, sumido hasta hace poco en una ensoñación. El mesero procedió a ir a la barra a decirle a otro chico que otro café para la mesa cuatro. Y el mesero de los ojos verdes y pelo castaño, con apenas poco más de veinte años, que trabajaba en su tiempo libre para darse algunos lujos que sus padres no se podían permitir, se preguntó si ese tipo serio, callado, respetuoso, y un tanto raro, tendría algún problema.

La cosa es que el mesero había visto a Fernando en otras ocasiones, en ese mismo café, con varias chicas. No pocas, sino bastantes. Lo vio con una chica con algunos kilos de más, de cabello negro, y ojos cafés pequeños, que siempre llevaba pantalones de mezclilla con tenis, nunca con falda o vestido; lo vio otras veces con una chica alta, que solía vestir de negro, con unos horribles y enormes lentes, atolondrada, distraída; le había visto también con una chica de alguna parte de Sudamérica, sumamente delgada, vivaracha, y muy platicadora. Y otras tantas que ya olvidó. “¿Se las habrá cogido a todas?”, se preguntó entonces el mesero de los ojos verdes y el pelo castaño.

Fernando, sin darse cuenta de las dudas del mesero, y a las que además habría acudido a resolver sin demasiada importancia, fijó esta vez su mirada en su reloj, una vez que se recogió la manga del gabán negro, para después colocar sus ojos en la entrada del café, con los vidrios dejando ver a la poca gente que pasaba entre la poderosa lluvia.

En ese instante llegó una caminando tranquilamente, deteniéndose frente al café por un instante, para cerrar su paraguas, una chica con pelo negro corto a los hombros. Entró para sentarse en una de las primeras mesas de la izquierda, tratando de acomodarse el cabello, y diciéndole al mesero, con los labios, sin levantar la voz -pues quizás el mesero no le escucharía hasta donde estaba-, que quería “lo mismo de siempre”, un café con whisky.

Fernando había visto cómo ella pronunciaba sin pronunciar su orden para el mesero de los ojos verdes y el cabello castaño otras tantas veces, porque en muchas ocasiones se habían encontrado. Muchas veces, en realidad. Se preguntaba si ella se habría dado cuenta de ello también, así como los meseros seguramente le reconocían a él, y la reconocían a ella también. Como una pequeña familia: los meseros, el chico de la barra, ella y él. Los demás clientes eran tan inconstantes que no podían caber en ese pequeño y selecto círculo.

El mesero de los ojos verdes y el pelo castaño se acercó a dejarle su café con whisky, sonriéndole coquetamente, como lo hacía con las chicas más jóvenes, quienes le devolvían la mirada, haciéndole sentir seguro de su atractivo. Ella, tal como lo hacía siempre, con una revista o un periódico entre sus manos, decía gracias, esta vez a plena voz, pero sin verle, sin levantar la cabeza, y sin prestarle demasiada atención. Quizás el chico estaba demasiado acostumbrado a ser coqueto con las chicas lindas, o quizás tenía todavía la esperanza de que ella, esa chica tan rara como el otro cliente, algún día dejara atrás su indiferencia, para devolverle la sonrisa, quizás acompañada de una mirada sensual.

Fernando había visto ya en otras ocasiones esta escena, y en cuanto vio que el mesero de los ojos verdes y el cabello castaño hacía una leve mueca después de hacer la entrega de la taza de café, sonrió burlonamente, sin que el mesero pudiera dar cuenta de ello. Y en este preciso instante, ella, bebiendo el café, movió su mirada de la revista o periódico o libro que leía, hacia él.

Se vieron un segundo, o quizás dos. Ella no le sonrió, ni tampoco dio seña de desaprobación. Una mirada indiferente. O casi indiferente. Era más bien la mirada de alguien que reconoce a alguien que no conoce sino de vista. No de alguien que está enamorada de algún extraño, un misterioso y apuesto desconocido que se encuentra frecuentemente en el café, o la de una femme fatal o ninfómana que sueña cada noche, masturbándose o cogiéndose a algún fulano, que devorará por completo una noche de estas al semental que se encuentra de manera casi constante en el café al que va sola casi diario.

Sola, siempre sola la veía Fernando. Peculiar para él que ella llegara, siempre, sola, y que sola tomara el café, y que sola abandonara el lugar. Su único acompañante era el café con whisky. Peculiar para los meseros que Fernando llegara solo después de verlo con tantas mujeres hace algunos meses, y de que siguiera llegando solo, y tomara su café solo, y se fuera a casa solo. Peculiar sería, quizás, y sólo quizás, que ella pudiera percatarse de que los meseros la veían raro, que Fernando la veía raro, y peculiar yambién sería que le viera a él raro, por llegar también solo.

En cuanto Fernando terminó su café, pidió la cuenta son su ya conocidísima mueca de hacer una firma en el aire. El mesero trajo la cuenta, que fue pagada íntegramente con dos billetes de pequeña denominación y algunas monedas. Se levantó entonces y al pasar junto a la desconocida de pelo negro a los hombros, la lanzó una mirada, curiosa como siempre, y como siempre, ella parecía sentir la mirada, y se la respondía, como siempre, como alguien que se despide de alguien a quien no conoce, a quien nunca ha presentado, y que únicamente reconoce por la vista. No la de alguien que se despida esperando que ese desconocido, algún buen día de suerte, se acerque a preguntar su nombre, o a qué hora sale por el pan.

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